miércoles, 30 de septiembre de 2009

Fuga de muerte.

Fernando Castro Flórez.


La Nueva Sinagoga de Berlín acoge la muestra Arte en Auschwitz, 1940-1945, en la que se presentan ciento cuarenta obras de treinta y ocho prisioneros del Lager que ha terminado por ser nombre del horror absoluto. El sanguinario Rudolf Höss, jefe de ese macabro campo de concentración, descubrió un día al prisionero polaco Franciszek Targosz dibujando un caballo y, en vez de mandarle directamente, a la cámara de gas, decidió perdonar aquel gesto que, dentro de aquel mundo infernal, se consideraba pura rebeldía. Como un demente, tentando a su suerte, Targosz propuso la creación de un taller dentro de Auschwitz y, lo más sorprendente fue que recibió una respuesta afirmativa. Desde el otoño de 1941 una serie de artistas, tras jornadas agotadoras de un trabajo que más que liberar, como decía la funesta frase de la puerta del campo, funcionaba como tortura, podían “liberarse” entregando su imaginación al arte de la pintura. De aquel anómalo atelier surgieron visiones de barcos, retratos, visiones nostálgicas o vagamente medievalizantes, un repertorio iconográfico que, en todos los sentidos, era “oficial”; de forma clandestina pintaban a sus compañeros de penalidades, la demacración, el llanto, la muerte a diestro y siniestro. Uno de aquellos artistas, Wladyslaw Siwec declaró, después de la liberación, que si no hubiera pintado no habría sobrevivido a Auschwitz: “Si pintaba, olvidaba que estaba en el campo, aunque siempre pintáramos con un constante miedo”. En la muestra The Last Expresión: Art and Auschwitz, que se realizara en Mary and Leigh Block Museum of Art, Northwestern University, Evanston, Illinois en el 2002, pudieron ya verse los dibujos de camastros al aire libre de Karl Schwesig, los prisioneros vestidos con harapos de Hellmut Bachrach-Barée, los cuentos ilustrados por Marian Moniczewski que camuflan, a duras penas, el sufrimiento que también llegó hasta los niños, los seres famélicos en las duchas que obsesionan a Karel Fleischmann, esa imagen tremenda del nazi pisando la cabeza del prisionero caído por el suelo que compone Wicenty Gawron. Si Leo Hass trazó, con pulso nervioso las deportaciones y la oscuridad del ghetto, junto a la morgue de las peores pesadillas, Mieczylaw Koscielniak sedimenta, con un imponente acento expresionista, la experiencia de la muerte. La danza macabra de Felix Nussbaum, con esos esqueletos tocando instrumentos musicales, contrasta con la serie de Horst Rosenthal Mickey au camp de gurs (publié sans autorisation de Walt Disney” (1942), en la que el simpático ratón va de sorpresa en sorpresa hasta llegar al corazón de las tinieblas.
En la memoria histórica moderna, Auschwitz sigue siendo el lugar de la catástrofe, donde la mutilación y el asesinato en masa fueron la norma: una destrucción desdiferenciadora. La estética negativa adorniana intenta, desesperadamente, estar a la altura de ese acontecimiento que es, en todos los sentidos, un abismo. Si en Mínima moralia el nihilismo tiene que pensar en vengar a los asesinados, en Dialéctica negativa la aniquilación está contenida en la reflexión, después de Auschwitz desaparece como obscena cualquier posibilidad de extracción de sentido de aquel trágico destino; la violencia misma sería injusta con la víctimas. El individuo fue despojado hasta del terror: la negatividad absoluta ha dejado de sorprender y, sin embargo, el sufrimiento tiene derecho a expresarse, “tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede vivir después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapa casualmente teniendo de suyo que haber sido asesinado”. La culpa de vivir impulsa al nihilismo, entendido como la destrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del “todo es nada”, como auténtica honra del pensamiento, es la esperanza de los que no la tienen.
No fue hasta 1987 que apareció el primer estudio dedicado al musulmán, aquel que en la intemperie feroz del lager esa casi menos que un resto. Ich Wat ein Muselmann, ese testimonio es, según Agamben, el núcleo duro de la paradoja textual de Primo Levi. La ultima palabra es tremenda. El desastre ya está escrito. Si Maurice Blanchot señaló que existe un límite en el que el ejercicio del arte, sea cual sea, se convierte en un insulto a la desgracia, ahora podemos comprobar que hay un impulso que lleva, a pesar de todo, hacia lo artístico. En el naufragio, esas imágenes de los condenados les permitían sobrellevar lo peor. Contemplamos los rostros del anonimato mortal de Jozef Szajna o recordamos que en el repertorio de la orquesta del campo de Auschwitz figuraba la quinta sinfonía de Beethoven y comprendemos que aquello sigue siendo difícil de explicar: todo, literalmente, se hizo posible. No le falta razón a Bataille cuendo advierte que como las Pirámides o la Acrópolis, Auschwitz es el hecho o el signo del hombre: “La imagen del hombre es inseparable, desde entonces, de una cámara de gas”. Verdadera fuga de muerte.
[Reseña de una exposición sobre el Arte en Auschwitz publicada en ABCD 2005]

[sin comentarios]
la frase más cruda ("el trabajo libera"), el umbral infernal.
Experiencia y melancolía en la estética de T.W. Adorno.

Fernando Castro Flórez.





"Un signo somos, que no apunta a nada,
sin dolor existimos y casi hemos
el lenguaje en la tierra extranjera perdido"[1].

Los versos del Hölderlin maduro resuenan como una trágica verdad que se extiende desde el comienzo de la primera versión de Mnemosyne, en esa repentina exigencia del canto, con respecto a la sensación que lo anima o recoge en esa frágil y provisional madurez en la que parece haberse renunciado al anhelo, hasta ese mirar adelante o atrás en la tercera versión. El intenso arrojo de la palabra poética, esa errática extranjería se ha incorporado, con una intensidad comparable la del autor de Hiperion, en la inacabable tarea del traductor que Benjamin desplegara[2]. En él también la melancolía aparece como un instante de equilibrio en el errar, el súbito encuentro que reblandece la densa indiferencia que tal vez no es más que el rostro confesable de la nostalgia.
En su comentario a dos poemas de Hölderlin ("El arrojo del poeta" y "Disparate") Benjamin atiende a la irrupción del canto como el único modo de corresponder lo que muere bellamente con el crepúsculo: apenas un mundo débilmente constituido. La actitud del poeta es la desmesura, una entrega que se enfrenta a la rigidez de la muerte. En el arrojo el mundo asume el peligro: "valor es ese sentimiento vital del hombre que se expone al peligro, y que en su muerte lo extiende hasta ser peligro del mundo, a la vez sobreponiéndose a él"[3]. La forma mística del mundo del héroe muerto es renovada, casi ritualmente, en esas leyendas de la tierra que se distancia, ese carácter devaluado, ilegible, de lo transmitido por la narración retorna como una culpa inconfesable: la sagrada sobriedad de Hölderlin contiene la herida sin sangre, más horrenda, que Adorno arrastrara como un estigma.
La imposibilidad de la poesía después de Auschwitz no es, ni mucho menos, el acta notarial casi morbosa extendida por los ojos horrorizados, éstos tan sólo testimoniarían la renuncia al concepto o peor la secreta solidaridad con los homicidas; en ese abismo del entusiasmo -como ha calificado Lyotard al campo de concentración[4]- surge de nuevo el para qué poetas en tiempo de indigencia de Hölderlin. En la intemperie del mundo técnico se localiza la transformación del rapto poético en una exigencia que interroga. La posibilidad de ese preguntar por el destino trágico, improbable, de la poesía es la penuria misma de aquello que se interpela: pocos poetas descienden a la noche del mundo, al abismo en el que la poesía encuentra su sentido.
La tarea de la poesía es, para Hölderlin o Rilke, la de situarse en este terreno árido de la indigencia, abrazando aquello que se encuentra olvidado. Heidegger ha manifestado que lo propio del poeta, que lo es verdaderamente en esta época del mundo, es que, a causa de la penuria, la vocación poética deviene cuestionable, "de ahí que "los poetas en tiempo de penuria" tengan que cantar propiamente la esencia de la poesía"[5]. Lo propio de la poesía es paradójicamente una ausencia, una desposesión o una huella[6] sobre la que se despliega la tarea del pensar. En el residuo del esfuerzo titánico de la escritura habita ya la esquizofrenia, falta la clave, aquello que permitiría reconstruir el territorio.
Si es cierto, como pensara Cooper, que la literatura que nos desafía no comienza sino cuando ésta asume la forma del cuaderno de bitácora, los residuos que también Jünger rastreara como si de una conspiración se tratara, es evidente que esas alegorías son rupturas irreconciliables. La palabra, emboscada en su extranjería, busca en el peligro una energía que sea un atisbo de lo que salva, es decir, del conocimiento. Como en Kafka que torna lúcidas las heridas que la sociedad inflinge al individuo, convirtiéndolas en el estricto negativo de la verdad; la potencia de esas narraciones, afirma Adorno, lo es de descomposición, por descubrir tras las armoniosas fachadas la desmesura del sufrimiento.
Lo desmantelado por el relato épico expresionista es aquella misma existencia sin dolor que el poeta reconociera como lo que nos constituye. No falta en las narraciones de Kafka el gesto que renuncia al horror extremo para sobrevivir, pero su riesgo es que convierte al lenguaje en herida. "Si la obra de Kafka conoce la esperanza, es más en los extremos que en las fases mitigadas: en la capacidad para resistir incluso a lo último haciéndose lengua."[7] El conocimiento verdadero contenido en esos relatos es una trayectoria de experiencia en la que la integración es desintegración.
El heroísmo, el arrojo que Benjamin contemplaba se asemeja ahora más a la forma baudeleriana de lo moderno, el trapero o el niño que deambulan dando nuevos sentidos a lo excluido[8]. Eso segregado es el estigma del presente: "las quiebras y deformaciones de la modernidad son para Kafka huellas de la edad de piedra, y las figuras de tiza de la pizarra de ayer, que nadie borró, son las verdaderas pinturas rupestres"[9]. La descomposición alegórica, la concreción en la calavera del Trauerspiel[10], encontró su imagen abismal en los campos de concentración en los que la esperanza falta incluso en la muerte misma: lo arrasado y reducido a humo fue la posibilidad de una vida desplegada hasta su final.
El dominio trágico de la guerra es el que permite crear esa tensión estilística única a Adorno para reconocer al menos el desesperanzado estanque de la narración. Aunque está encaminada indudablemente al fracaso, la experiencia estética trata de narrar lo visible que ha devenido enajenado, por ello su forma tiene que ser fragmentaria: quebrantamiento de la palabra poética. Como en el caso de Heine, Adorno ha notado el áspero tacto del lenguaje, su imagen desgastada como si de algo usado se tratara. "Si toda expresión es huella de sufrimiento, Heine ha conseguido convertir en expresión de la ruptura su propia insuficiencia lingüística, la carencia de lengua en el propio lenguaje."[11] Convierte el fracaso en plenitud, deja que el lamento se desencadene.
Por boca del extranjero habla la desmesura y también la astucia. Su carácter resquebrajado niega de suyo la posibilidad de un lenguaje ideal, renuncia al retorno a lo natal y, en cierto sentido, ofrece una visión del sacrificio. En el apátrida de Heine, Adorno reconoce su estado, esa mente trágica, selvática y contradictoria, como la calificara Thomas Mann[12]. Mahler y Kafka encarnan igualmente esa extrañeza y responden como el desertor. Sus baladas de la derrota indican que no hay ya más patria que en la esperanza de un mundo en el cual no hubiera ya excluidos: "el mundo de la humanidad realmente liberada. La herida de Heine no se cerrará sino en una sociedad que consumara la reconciliación"[13].
La solidaridad con los desesperados trata de rescatar una imagen de la felicidad, próxima, sin duda, a esa que Kafka sitúa en El Proceso en el beso fugaz de Frieda a Klamm. En el arte moderno radical hay una cierta esperanza mínima por su capacidad de dar siquiera la más ligera expresión a los horrores de la sociedad contemporánea. Para los oídos que captan en esas experiencias lo discordante está abierta la promesa de algo otro: su negatividad es fiel a la utopía al incluir dentro de sí la consonancia oculta. Según Adorno, en esas obras la expresión del sufrimiento y del placer se encuentran inextricablemente controladas; por un lado, erosionan la tradición, por otro convierten la relación auténtica con ellas en promesa de felicidad.
La melancólica mirada de Adorno deriva tanto de su aislamiento social cuanto de su propia condición de saboteador, consciente de la erosión que su discurso realiza en la tradición que secretamente adora[14]. Benjamin parecía dar una descripción de sí mismo cuando contemplaba a Baudelaire como un agente secreto: un agente del descontento secreto de su clase contra sí misma. La tradición adorniana tiene algo diabólico: una especie de dialéctica averiada que asume las desgarraduras[15].
La madurez de la rememoración de Hölderlin se muestra en Beethoven, para el análisis musicológico de Adorno, como disonancia del sufrimiento. En la obra tardía, la subjetividad agonizante, ese signo vacío trata de abrazarse a los restos del naufragio: el arte en su declinar. Su fuerza reside no en la voluntad que trata de completar el sistema, antes al contrario, en el gesto inesperado con el que se huye precisamente de la obra de arte: "Tocada por la muerte, la mano maestra deja libres aquellos conglomerados materiales que antes habían sido informados; las grietas y los saltos internos, testigos del vértigo final de la impotencia del yo frente al deber ser, son su obra final"[16]. En la subjetividad estallada, la retórica queda liberada, resuelta en dinámica: es, al mismo tiempo, un modo de enmudecer y de ofrecer la obra como monumento, a la manera de esos seres desolados de Beckett, supervivientes a la catástrofe.
Adorno entendió que Beckett continuaba la revelación kafkiana de la atrofia de la personalidad: la historia se excluye porque ha agotado el poder de la conciencia para producir acontecimientos históricos, la amarga protesta nietzscheana contra Hegel en la segunda de las Consideraciones intempestivas. El poder de la memoria declina con el sujeto, como tampoco las aberraciones morales permiten el antídoto del olvido, algo con que cicatrizar. En Kafka o Beckett, el arte explota desde dentro, se desgarra o se convierte en póstumo.
Los fragmentos se acumulan en una Babel derruida; lo azarosamente recordado sintoniza con lo olvidado que se revela, al modo surrealista, como algo muerto, como lo que deseaba realmente el amor y ahora quiere padecer. La relación entre Letheo y Mnemosyne es, ya en su formulación arcaica, constitutiva de lo que llamamos aletheia, pero también del arte. Derrida ha señalado que si el arte, en sentido hegeliano, es cosa del pasado, este tiene su enlace, a través de la escritura, el signo o la techné, con esa memoria sin memoria, con ese poder del Gedächtnis sin Erinnerung. La retórica de Paul de Man atraviesa la aporía del carácter de la memoria como promesa: "hay sólo promesa y memoria, memoria como promesa, sin ninguna congregación posible en la forma del presente. Esta disyunción es la ley, el texto de la ley y la ley del texto. La promesa prohíbe la congregación del Ser en la presencia, siendo incluso su condición. La condición de la posibilidad e imposibilidad de la escatología, la alegoría irónica del mesianismo"[17]. Derrida considera que la pérdida del lenguaje en un sitio extranjero del Mnemosyne de Hölderlin es un rasgo de la deconstrucción.
La demolición de Adorno puede contemplarse a la luz del trabajo deconstruccionista, esa tarea de lo intraducible o, mejor, de lo disimétrico que termina concentrándose en la pregunta por qué sea la experiencia, sobre todo cuando está comprometida éticamente con lo que es mortal[18]. La mirada micrológica comprende que la estética del fracaso no es, en su caso, una forma patética del consuelo sino el resultado de la necesaria rendición del traductor a su tarea[19]. La traducción no es, en ningún sentido, una metáfora del original, más bien lo desarticula o desequilibra, muestra que el original estaba ya desde siempre desarticulado.
La libertad frígida a la que se refiere Adorno en el comienzo de Mínima moralia es la que, con mirada delirante, no asume el desarraigo del lenguaje. Pensamos que estamos cómodos, instalados, en nuestra propia lengua, dispuestos a catalogar y componer el orden de las semejanzas. Lo que la traducción revela es la alienación, que llega a su momento extremo en la relación con lo que nos es propio: "la lengua original dentro de la cual estamos metidos es desarticulada de un modo que nos impone una alienación especial, un sufrimiento especial"[20]. Adorno ha debido experimentar como una automutilación, un sacrificio ascético, su propio estilo filosófico: defensor de la pasión idiomático, del rigor y la pureza de la textura conceptual ha tenido que recurrir a lo hermético, al texto convertido en tela de araña. La extrañez es el antídoto que sostiene contra la enajenación, el alambicado y fragmentario argumentar que absorbe en el habla la estructura de la escritura, es incluso una disposición moral[21]. Sin embargo, ni la escritura es cobijo para el que ya no tiene patria[22]; el texto es necesariamente, como en Jabès, exiliado: las voces extranjeras -afirma Adorno- son los judíos del lenguaje[23].
Lo extranjero remite al reconocimiento de lo lejano en lo próximo, las promesas de la infancia, el ancho mundo que aparecía como la felicidad diferente, la atención que podemos denominar, acercándonos a Foucault, el cuidado de sí. "Cierta noche de desconsolada tristeza me sorprendí a mí mismo en el uso de un subjuntivo ridículamente erróneo de un verbo no muy castizo propio del dialecto de mi ciudad natal. Desde los primeros años escolares no había escuchado aquel familiar barbarismo, ni mucho menos lo había empleado. La melancolía, que irresistiblemente arrastraba hacia el abismo de la infancia, despertó allá en el fondo del antiguo sonido, desmayadamente nostálgico. Como un eco el lenguaje devolvió la profunda confusión que la adversidad me causaba, al olvidarme de lo que soy."[24] El relato autobiográfico de Adorno recuerda que la estética de la existencia surge como forma de la reflexividad[25].
El signo que no apunta a nada puede interpretarse ahora, desde el poema Die Heimat de Hölderlin, como retorno a lo propio cargado de pesar: conciencia de la tierra, el hombre "hecho para querer, para sufrir"[26]. El dolor y la conciencia del sufrimiento se muestran como categorías estéticas y morales; los ejercicios de melancolía adornianos corrigen su nostálgica disposición con la indignación más aguda. La vida truncada es el registro de lo experimentado convertido en conocimiento, sometido al proceso de la crítica.
El signo característico de nuestra época es, para Adorno, la imposibilidad de la transparencia, en esta conciencia de la opacidad no es meramente moderno ni sanciona, tan solo, la renuncia al ideal clásico, armonioso, por otra parte, únicamente en apariencia[27]. Si la vida misma tiene algo de absurdo es porque la libertad se ha reducido a negatividad, "en un mundo donde desde hace mucho hay algo que temer mucho más espantoso que la muerte"[28]. La filosofía se convierte en crítica de la cultura sin por ello prometer una forma reductora de la plenitud. Al contrario, comprende que la única forma lúcida de la conducta es la vida en suspenso, una suerte de ética y estética de la resistencia que tiene conciencia de que su lugar no es el de la interioridad kierkegaardiana sino aquel que declar que la propiedad privada ha dejado de pertenecer al individuo.
La cultura administrada ha negado en casi todos los frentes al hombre la posibilidad de una experiencia de sí, mientras el narcisismo, esa disposición fláccida, que se recoge estetizadamente y se entrega a la distracción[29] como comportamiento social, crece en una sociedad en la que lo camaleónico es el imperativo pragmático. Someter cada instinto a una institución, convertir la mente en un catálogo de fórmulas que no tienen relación constitutiva con la experiencia a la que se quiere comprender y desarrollar, es un proceso que ha sido consumado de forma imparable y apenas visible.
Adorno puede parecer ese mandarín que con frecuencia surge, toscamente caricaturizado por algunos intérpretes, cuando señala que ya sea ha olvidado el cerrar una puerta suavemente, con precaución y firmeza. Algunos fragmentos sorprendentes de Mínima moralia reforzarían esa imagen entre patética y senil: "¿Qué significado tienen para el sujeto que no existan ya ventanas de hoja que puedan ser abiertas, sino tan sólo burdos cristales corredizos, que no existan ya silenciosos picaportes sino tan sólo grandes botones giratorios, que no existan ya aquellos antiguos vestíbulos ni los umbrales que daban a la calle ni muros en torno al jardín?"[30]. Aunque Adorno nunca pudo contemplar el declinar de esa existencia casi táctil en la que se educara, esencialmente aristocrática, con la ambigua satisfacción de Walter Benjamin, sin duda han compartido el dolor por la extinción de la experiencia[31], el áspero final del trato con las cosas cuando los hombres han consumado su máxima enajenación.
La reificación de las experiencias sociales es simultánea a esa perdida de calor de las cosas que, en su viaje por la inflación alemana, confesara Benjamin[32]. Si el aura que desaparece con la reproducción técnica era la irrupción de la distancia por cerca que se pueda estar, Adorno está hablando de lo mismo cuando afirma que la delicadeza ha sido segregada. El eclipse de la distancia no supone una forma inmediata de la relación, más bien incida la ausencia, como puede observarse en la imposibilidad moderna del regalo: "la frialdad se apodera de todo lo que ellos hacen, de la palabra amistosa, de la palabra no dicha, de la deferencia no practicada"[33].
Esa obstinada resistencia de lo real fue contemplada por Benjamin como si la tierra misma conspirara en la degradación, haciéndose eco del deterioro humano: Nos hemos hecho pobres, afirma lapidario en su Experiencia y pobreza. La identidad miniaturizada y compactada en la masa o concretada en la figura autoespecular del caudillo sintoniza con esas gentes que volvían mudas del campo de batalla. El desarrollo técnico genera lo contrario de la anhelada imagen del mundo: la pobreza del todo. El principio brechtiano -"borra tus huellas"-, lejano eco del enmascaramiento de Descartes, cobra forma natural en el paisaje americano, algo más que un símbolo, que Adorno consideraba desprovisto de huellas, como si nunca nadie lo hubiera acariciado: desesperante y desolador.
La vida continua como un después de la catástrofe, una sucesión intemporal de sacudidas entre las que se abren abismos. "El largo intervalo que media entre las memorias acerca de la guerra y la fecha en que se concretó la paz no constituye un hecho fortuito: ello configura un testimonio de la penosa reconstrucción del recuerdo, al cual aparece asociado en todos esos libros algo impotente y hasta adulterado, resultando indiferente a los horrores por los que pudiera haber pasado el narrador"[34]. Adorno parafrasea el empobrecimiento de la experiencia comunicable que ya constató Benjamin[35].
Experiencia significaba para Adorno un proceso de autorreflexión dependiente de la mediación conceptual con lo dado, una dialéctica que puede rastrearse desde la defensa de la auto-observación en la antropología kantiana[36]. Martin Jay ha indicado que Adorno se inspira en el concepto de experiencia de Benjamin, éste la había dividido en Erfahrung, la integración de los acontecimientos en la memoria de las tradiciones personales y colectivas, y Erlebnis, la separación de los acontecimientos en cualquiera de estos contextos significativos, individuales o comunitarios. "Ejemplificada por la erosión de la capacidad del narrador de hilvanar un relato coherente, a causa de la sustitución de la narrativa por una información inconexa en nuestras vidas cotidianas, la Erfahrung había sido crecientemente suplantada por la incoherencia sin sentido del Erlebnis en el mundo culturalmente empobrecido de capitalismo tardío."[37]
Es la experiencia misma, según Benjamin, la que nos dice que el arte de la narración está tocando a su fin, "diriase que una facultad que nos parece inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias"[38]. En el consejo transmitido, en la narración, depositaria de la promesa, que, por ejemplo, Derrida sitúa en el centro del proyecto retórico de Paul de Man, se aunaba, como en la densidad histórica del aura, la noticia de la lejanía, el relato del que retorna a casa, con la noticia del pasado que es rescatado como emblema de la distancia crítica, la esperanza política e incluso la tarea de la ética[39]. Si bien el pensar autoconsciente de su enajenación sabe que toda reificación es olvido, no se entrega a la voluntad reconstructora de la Erinnerung como la reinteriorización de algo exteriorizado sino que busca la potencia y el tránsito del Gedächtnis tal y como lo entendiera Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia: el salto del tigre sobre el pasado, la ruptura del continuun histórico.
Lo reprimido es leído como alegoría, una estrategia necesariamente melancólica que luchaba por rescatar los restos de la mimesis original, situándose con frecuencia en los escenarios de la infancia, en los que igual se abría la esperanza de lo remoto que se anticipaban las pesadillas del presente. En su magnífico ensayo sobre Ravel, Adorno expresa su oscilación ante la disposición infantil: deplora lo que llama el "infantilismo" de Strawinsky y exalta, con reservas, los niños que crecen con ojos profundos en la música de Ravel, depositarios de una tristeza sin fe, la de Mallarmé o Hoffmansthal. "La melancolía de Ravel es la clara y cristalina del tiempo fugitivo, que no puede ser apresado, que es tanto más despreciado por él cuanto de aquel quiso siempre apartarse; si su dulzura no halla palabras, puede buscarlas del antiguo sol mayor que no es para él más real que la misma dulzura caduca. De esta manera penetra en Ravel un momento de azar interrogante, imprevisto que sería insensato e injusto no asociar a capacidad artística, esteticismo y experiencia."[40]
La experiencia que cuestiona surge de aquel mismo mutismo del que retorna de las trincheras, su pobreza surge de que ha visto lo extremo, la barbarie se ha enseñoreado en la realidad. Frente a ella y como pharmakon, Adorno propone una barbarie ascética contra la cultura de masas. La pobreza de nuestra experiencia es, para Benjamin, una especie de nueva barbarie que tiene que ser invertida, vuelta contra sí misma, para convertirse en una potencia positiva; se trata de comenzar desde el principio, una suerte de grado cero de la experiencia, próximo a la mirada que no atiende a algo otro que a su propia localización en la tercera versión de Mnemosyne.
Esta construcción que se reinicia tiene que surgir de la confesión de la propia precariedad: "volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en los pañales sucios de nuestra época"[41]. El funeral que Baudelaire contemplaba en los trajes negros de sus contemporáneos no supone una experiencia únicamente trágica, no hay que entenderla, dice Benjamin, como si los hombres añorasen una experiencia nueva. "No; añoran liberarse de las experiencias, añoran un mundo entorno en el que puedan hacer de su pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente que salga de ella algo decoroso."[42]
La experiencia que se desmantela a sí misma, se desfonda de un modo paródico: sobrevivir a la cultura riéndose de ella[43], con la extravagancia de los espíritus libres[44] o con la irresponsabilidad, como afirma Adorno, como único horizonte del pensar contra la brutalidad[45]. En su análisis de la Teoría de la clase ociosa de Veblen, detectaba Adorno al representante de la pobreza: "esta es su verdad -pues los hombres aún están encadenados a la pobreza- y su falsedad -pues ya se ha manifestado hoy el absurdo de la pobreza-. Adaptarse a lo que hoy ya es posible significa dejar de adaptarse, significa realizar lo posible"[46].
Si en Mínima moralia el nihilismo tiene que pensar en vengar a los asesinados, en Dialéctica negativa la aniquilación está contenida en la reflexión, después de Auschwitz desaparece como obscena cualquier posibilidad de extracción del sentido de aquel trágico destino; la violencia misma sería injusta con las víctimas. El individuo fue despojado hasta del terror: la negatividad absoluta ha dejado de sorprender. Y, sin embargo, el sufrimiento tiene derecho a expresarse, "tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede vivir después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente teniendo de suyo que haber sido asesinado"[47]. La culpa de vivir impulsa al nihilismo como auténtica honra del pensamiento, es la esperanza de los que no la tienen.
El nihilismo se entiende como la deconstrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del todo es nada; la dialéctica negativa grita en silencio que las cosas no pueden seguir así. "Lo que de verdad tendría que responder un pensador a la pregunta de si es nihilista es: demasiado poco; y quizá por frialdad, porque no tiene suficiente simpatía con lo que sufre."[48] Samuel Beckett es el artista que ha reaccionado de la única forma honesta al campo de concentración: no lo nombra como si un tabú lo rodeara; en el fondo, para él, el mundo ha remedado el exterminio de esos lugares de la masacre. "De la hendidura de la inconsecuencia así formada emerge un mundo de imágenes de la nada, que su pluma retiene como un algo."[49] En sus conversaciones con Georges Duthuit, Beckett ha dado la fórmula condensada de su tarea creativa como un continuar a pesar de todo, expresar cuando no se querría hacerlo[50], ajeno a la gloria de la potencia y el poder. No se trata como en el caso de Masson, de pintar el vacío, aterrado y temblando, sino de dar cuerpo al sueño de un arte sin resentimiento, que se atreva a reconocer su pobreza, que no la transfigure.
La obra dramática de Beckett es una respuesta crítica al arte, asume su destino ridículo: la catástrofe es enunciada como si se tratara del chiste de un clown. El presupuesto, según Adorno, que guia esa obra es la destrucción de la constitución y genesis del arte[51]. El papel de la estética -dejar constancia del fin, alejarse del pasado y pasarse a la barbarie- se torna deconstructivo. Si el arte tiene un momento verdadero, es en su sublevarse con respecto al curso del mundo: es el estigma y la posible curación de los abusos de la cultura.
"La barbarie no es mejor que la cultura que se ha ganado a pulso tal barbarie como retribución de sus bárbaros abusos."[52] Esa barbarie casi nietzscheana es presentada esquemáticamente en el remedo de manifiesto que Benjamin titula El carácter destructivo, esa estrategia que solo conoce una consigna: hacer sitio. Borra las huellas incluso las de la destrucción; en él, resuena la voluntad faústica y el flagelo crítico de Karl Kraus, encarnación de la estrategia crítica en vanguardia, incansable, tal vez por ello indecisa o pasmada como algunos de los ángeles que pintara Klee. El carácter destructivo ve caminos por todas partes, "está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos"[53].
El arte abomina de lo perfecto, para él sencillamente cursi, sabe que en ese alejamiento se encuentra su fragilidad: en ese trayecto la fatiga encadena a lo fragmentario[54]. Esa es también la textura contemporánea del pensar, que no significa más que estar, en todo momento, atento a si es posible pensar. La dialéctica se opone a toda cosificación incluso a aquella que la reduciría a "método"; se parece, más bien, a una práctica retórica sofística o, en un sentido más metafórico, a un canto de sirenas: conduce a la perdición, desestabiliza a lo obvio. "Importa poseer conocimientos que no fuesen absolutamente correctos, invulnerables e inatacables -ya que los tales van a rematar irremisiblemente en la tautología- sino conocimientos frente a los cuales la pregunta por la corrección se planteara por sí misma."[55] El pensamiento dialéctico realiza una crítica inmanente, trata de quebrar, deconstruir, el carácter compulsivo de la lógica utilizando sus propios recursos; éste dispositivo de la crítica es, para Adorno, territorio o asilo de todo el pensar de los oprimidos, incluso del nunca pensado por ellos[56], estrategia necesariamente histórica que atiende a lo concreto, incluso a los mínimos detalles.
"La razón dialéctica es, frente a la predominante, la irracionalidad: recién cuando logra probar la culpabilidad de aquella deviene propiamente razonable."[57] Paradójicamente, el antídoto contra la enajenación es la actitud del extraño, esa proximidad con lo que se denomina locura o aquella extranjería hölderliniana[58]. En el pensamiento es esencial un elemento de exageración. La prosa paratáctica adorniana está plagada de ellas, la grandilocuencia se mezcla con la atención microscópica a lo cotidiano: el rigor se despliega desde la extrema libertad filosófica. "Lo no bárbaro de la filosofía reposa en la tácita conciencia de aquel elemento de irresponsabilidad, de suprema felicidad que emana de la fugacidad del pensamiento, el cual siempre se sustrae de lo que enjuicia."[59] Foucault también reconoció que pensar es exagerar, contemplar la estupidez de cerca hasta confundirse con ella, en cierto sentido, es practicar con maldad el gesto de la paradoja para producir lo diferente: convertirlo en acontecimiento[60].
El proceso por el cual lo concreto mismo es disuelto y, simultáneamente , elevado a concepto, es, para Adorno, moral del pensar que, de suyo, es problematización estilística: búsqueda del rigor y de la pureza idiomática que se resiste a la conversión mediática del habla en esquema informativo[61]. La distancia con respecto a lo establecido es el campo de juego del pensar[62]. Ese espacio es el de la diferencia, exigida por Nietzsche para su filología o Benjamin para una experiencia estética que está declinando.
El crepúsculo del arte, sancionado por Hegel, no ha supuesto, como las Lecciones de estética se postulara, la redención conceptual. Como señalara Adorno al comienzo de Dialéctica negativa, las heladas aguas del concepto siguen exigiendo la arriesgada travesía, en ningún sentido el momento práctico las reduce a impostura. Pero el eclipse de la distancia, la transformación técnica del mundo en tráfico de información no deja de afectar a la teoría misma que se ve obligada a asumir lo torcido, lo no transparente, la astucia o aquello no comprendido, anacrónico. Adorno indica que el legado de Benjamin es, precisamente, su concepción del pensar como ensayo: "su legado consiste en la tarea de no dejar librado ese ensayo únicamente a las cuajadas imágenes enigmáticas del pensar, sino en recuperar a través del concepto lo que carece de intención, o sea; en la perentoria necesidad de pensar y a la vez dialécticamente y no dialécticamente"[63].
El arte encarna lo tentativo de la experiencia moderna del pensar, asume el nihilismo, se manifiesta en el ocaso del arte. Las obras contienen un impulso a la autoaniquilación, como una íntima exigencia, afirma Adorno, que las arrastra hacia la verdadera imagen de lo bello. Mallarmé afirmó que la destrucción fue su Beatriz, ese impulso que más que descendente es radical: contenido más que en el reconfortante gesto del malditismo, en el paso que se retrasa de Franz Kafka o en la intempestividad nietzscheana. El arte se localizada con respecto a su final, "coadyuvando de ese modo a la destrucción del arte, la cual constituye su propia salvación"[64].
La paradoja es lo característico del arte moderno, es un intento de descomposición del mundo que se realiza, fundamentalmente, a través de una destrucción del lenguaje. Lo irresistible del arte moderno se encuentra en la presentación del rostro auténtico de nuestro tiempo, tal vez insoportable, pero que en su condición desgarrada, es una exigencia de nuestra sociedad: su ambigüedad viene dada por que es expresión de decadencia e infortunio y, sin embargo, su utopía es la de la reconciliación. Los signos de la dislocación -ha recordado Marc Jiménez- son el sello de la autenticidad del arte moderno[65]. Por ello, frente a la sensibilidad tradicional, el gusto de vanguardia se muestra como ascético. "Todo lo que aún bajo el espanto prospera en belleza -afirma Adorno airado-, es escarnio y detestable por sí mismo."[66]
En el fondo, la defensa adorniana de lo moderno[67] es una consecuencia de su búsqueda de una narración de la experiencia que sólo puede realizarse como lenguaje del sufrimiento. No creo que en esa formulación se encuentre, como piensan algunos intérpretes, una justificación hegeliana del pesimismo cultural. Si algún rastro hegeliano se encuentra en esa conciencia del sufrimiento que permanece, sin embargo, mudo, es la atención a lo concreto: "en una época de horrores incomprensibles quizá sólo el arte pueda dar satisfacción a la frase de Hegel que Brecht eligió como divisa: la verdad es concreta"[68].
Adorno encuentra en la vanguardia, en los ismos, la experiencia de un arte emancipado de su espontánea evidencia. La fuerza provocadora de esos movimientos es una forma de autoconciencia, es un recuerdo de lo omitido[69] que no evita el fracaso, la descomposición, que tal vez le es constitutiva[70], puesto que lo odiado debe por lo menos ser solidario, "soledad que es una garantía de su impotencia, de su falta de eficacia histórica"[71]. La larga mirada mahleriana que se aferra a aquello que está condenado, esas últimas palabras, "fisuras que son la escritura de la verdad", según la hermosa expresión de Adorno, renuncian provisionalmente a las promesas[72] y prefiguran el credo estético de la nueva música de Schönberg: la disonancia que "transfigura el atractivo en su antítesis, en dolor"[73].
Como si se vengara de sus excesos o, mejor, de su complaciente apariencia armónica, el arte asume lo feo y lo disforme, un reflejo fragmentario de la realidad. La vida truncada renuncia al consuelo, denuncia la abundancia de la pobreza haciéndose voluntariamente pobre, eso le conduce a lo negro y al borde del silencio[74]. El ocaso del arte, que Adorno no diagnostica meramente sino que lo acompaña en su caída[75], se sitúa en la enfermedad misma. Por ello, el arte se apropia de lo feo, no para configurar la ascética renuncia, el memento mori medieval, sino para mostrar lo obsceno de cualquier imagen de la vida que segregue lo deforme. "Tiene que apropiarse de lo feo para denunciar en ello a un mundo que lo crea y lo reproduce a su propia imagen, aunque sigue fomentando la posibilidad de lo afirmativo como complicidad con el envilecimiento, fácilmente cambiada en simpatía con lo envilecido."[76] La apología adorniana del nihilismo contiene la utopía de una existencia diferente: la humanidad misma se convierte en promesa[77].
El arte es una exigencia social en la que no se presentan sublimaciones de los deseos sino formaciones indeseables, cortocircuitos de la realidad como el Cuerpo Sin Órganos de Deleuze o las máquinas solteras[78]. Los violentos instintos que presenta el artista, esa estrategia que introduce caos en el orden[79], es la de lo nuevo. "Lo nuevo, vacío lugar de la conciencia, aguardando con los ojos cerrados, por así decirlo, parece la fórmula por la cual se extrae de la crueldad y la desesperanza un valor de estímulo."[80] Esto no tiene nada que ver con el tempo ansioso de la moda, que cambia todo para que lo mismo permanezca; la modernidad, por el contrario, se rebela frente a la mentalidad epigónica que lo da todo por hecho. Lo no pensado es aquello a lo que aspira lo nuevo, situado en la conciencia del desmoronamiento de la experiencia, esa barbarie encadena a la monotonía: ese componente satánico que Baudelaire localizara[81]. "La descomposición del sujeto tiene lugar a través de su abandonarse a lo monótono siempre diferente."[82] Lo nuevo es, por sí mismo, ambivalente, contiene el carácter proyectivo de lo moderno y es una enigmática imagen del hundimiento absoluto: "sólo por medio de su absoluta negatividad puede el arte expresar lo inexpresable, la utopía"[83].
La desesperanza está inscrita en el seno de las grandes obras de arte: más que trágico todo arte es, según Adorno, triste, porque sabe que su esperanza de duración es su enfermedad mortal. Y, sin embargo, esa fragilidad, el hablar como Kafka de existencias aniquiladas, es su extrema verdad. El pensamiento corrosivo de Adorno no duda en sostener su radicalismo estético en una exigencia ética: sin esperanza la idea de verdad no es pensable.
La experiencia que tiene que narrarse es una trama de lo nuevo artístico y del comportamiento que comienza desde cero, una práctica moral destructiva en el sentido de Benjamin. Ese territorio sólo puede ser el de la resistencia, el de la desesperación que no expresa lo irrevocable ni da por cancelado ni siquiera al pasado, "la desesperación arrastra a su abismo a ese pasado mismo. De ahí que sea alocado y sentimental querer preservar el pasado en toda su pureza frente a la marejada de inmundicias del presente. A este pasado no le queda otra esperanza sino exponerse, sin protección alguna a la desgracia, para resurgir de ella como otra cosa"[84]. Una tradición liberada sería esa que se entrega al torbellino del presente, que no aspira a su conversión en mito, esa dialéctica que Horkheimer y Adorno rastrearon.
La filosofía, situada en la desesperación, contempla las cosas desde el punto de vista de la liberación, agrietándolas, revelando sus precipicios que, para Adorno, remedan la apariencia que tendrán cuando sean contempladas bajo la luz mesiánica[85]. El pensamiento renuncia a su tarea parapetado, tratando quiméricamente de escapar a lo condicionado. El aprendizaje moral y estético en lo mínimo se sacrifica a una experiencia de los detalles, la piel se torna para ese pensamiento extranjera: la melancolía tiene que arriesgarse en el reconocimiento de lo lejano en lo próximo.
Devenir excéntrica es el destino de la filosofía, arrojarse a los bordes de la civilización como el mendigo que, para Benjamin, supone lo inevitable del mito[86]. La razón dialéctica tiene que resistir según Adorno, en medio de la desesperación y el atropello: no rehuye lo absurdo, eso que el buen sentido encubre. "Hay que imitar a las liebres; cuando suena el disparo, echarse locamente a tierra y hacerse el muerto, reunir fuerzas y reflexionar detenidamente, y si aún se conserva aliento, echar a correr a todo escape. La fuerza que desata el miedo y la que lleva a la felicidad son lo mismo, un ilimitado permanecer abierto a la experiencia que crece hasta el autosacrificio, experiencia en la cual el que ha caído vuelve encontrarse. ¿Qué sería una felicidad que no se midiera por la inconmensurable tristeza de aquello que es?"[87] La filosofía es una defensa de la vida como algo que, a pesar de la desdicha, aún existe; la astucia de las liebres, la excentricidad del pensador o la épica tortuosa del narrador exigen un freno a la locura que ellos mismos llevan, dolorosamente, a autoconciencia.
Como al final de Exiliados de Joyce, la herida está cansada, de la vida en suspenso permanece el deseo del amante: "¡Oh mi extraño y salvaje amante, vuelve a mí otra vez!"[88]. La travesía moderna del extranjero clama por ese retorno y, mientras tanto, busca palabras para la vieja herida. La melancolía que Adorno viera expresada en Blancanieves en su forma más acabada bosqueja nuevos puntos de partida: "la verdad es inseparable de la loca ilusión de que del seno de las figuras de la engañosa apariencia surja al fin, ya sin visos de apariencia, la salvación"[89].
[1] Hölderlin: "Mnemosyne (2ª versión)" en revista Creación, nº 1, Madrid, Abril de 1990, p. 55.
[2] W. Benjamin: "Las tareas del traductor", incluido en Angelus novus, Edhasa, Barcelona, 1971: "Las traducciones de Hölderlin son las imágenes primigenias de su forma; hasta comparadas con las versiones más perfectas de sus textos, siguen siendo la imagen original en relación con el modelo, como se demuestra comparando las traducciones de Hölderlin y de Borchardt de la tercera pítica de Píndaro. Precisamente por esto subsiste en ellas el peligro inmenso y primordial propio de todas las traducciones: que las puertas de un lenguaje tan ampliado y perfectamente disciplinado se cierran y condenen al traductor al silencio. Las traducciones de Sófocles fueron el último trabajo de Hölderlin. En ellas el sentido salta de abismo en abismo, hasta que amenaza con hundirse en las simas insondables del lenguaje" (pp. 142-143).
[3] W. Benjamin: "Dos poemas de Hölderlin" en Para una crítica de la violencia, Ed. Taurus, Madrid, 1991, p. 108.
[4] J.-F. Lyotard: El entusiasmo, Ed. Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 124-125.
[5] M. Heidegger: Sendas perdidas, Ed. Losada, Buenos Aires, 1960, p. 225.
[6] Esta es la huella de los dioses huidos: el nihilismo. Cfr. M. Heidegger: Desde la experiencia del pensamiento, Ed. Península, Barcelona, 1986, p. 67.
[7] T.W. Adorno: "Apuntes sobre Kafka" en Crítica cultural y sociedad, Ed. Ariel, Barcelona, 1976, p. 147.
[8] Cfr. W. Benjamin: Iluminaciones II, Ed. Taurus, Madrid, 1972, pp. 98-100 y Dirección única, Ed. Alfaguara, Madrid, 1987, p. 25.
[9] T.W. Adorno: "Apuntes sobre Kafka" en Crítica cultural y sociedad, p. 156.
[10] Cfr. W. Benjamin: El origen del drama barroco alemán, Ed. Taurus, Madrid, 1990, p. 159.
[11] T.W. Adorno: "La herida de Heine" en Crítica cultural y sociedad, p. 181.
[12] Recordemos las páginas de Doktor Faustus en las que la música aparece como expresión del lamento, esas reflexiones surgidas de la mente de Adorno, dodecafónico en la articulación del pensamiento, cfr. Thomas Mann: op. cit., Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984, pp. 558-562.
[13] T.W. Adorno: "La herida de Heine" en Crítica cultural y sociedad, p. 184.
[14] Cfr. E. Lunn: Marxismo y modernismo, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 319-320.
[15] Cfr. J.-F. Lyotard: Dispositivos pulsionales, Ed. Fundamentos, Madrid, 1981, pp. 121-122.
[16] T.W. Adorno: Reacción y progreso, Ed. Tusquets, Barcelona, 1970, p. 24.
[17] J. Derrida: Memoria para Paul de Man, Ed. Gedisa, Barcelona, 1989, p. 146.
[18] Cfr. J. Derrida: Memoria para Paul de Man, pp. 150-151.
[19] "Una de las razones por las que toma Benjamin al traductor en vez de al poeta es porque el traductor, por definición, fracasa. El traductor nunca puede hacer lo que hizo el texto original" (P. de Man: La resistencia a la teoría, Ed. Visor, Madrid, 1990, p. 125).
[20] P. de Man: La resistencia a la teoría, p. 131.
[21] T.W. Adorno: Mínima moralia, Ed. Monte Avila, Caracas, 1975, pp. 112-113.
[22] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 98.
[23] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 124.
[24] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 124.
[25] Thiebaut ha indicado un camino para una moral de la resistencia que trata de sintetizar a Foucault y la teoría crítica, cfr. Historia del nombrar, Ed. Visor, Madrid, 1990, p. 207.
[26] Hölderlin: Obra poética, tomo I, Ed. 29, Barcelona, 1977, p. 167.
[27] Incluso en la obra clásica la decadencia es ruina es inmanente. "La ruina de las obras es ante todo la ruina de su interioridad" (T.W. Adorno: Reacción y progreso, p. 33).
[28] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 38.
[29] Recuérdese la percepción distraída, W. Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 51.
[30] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 41.
[31] La preocupación por la experiencia surge en los primeros textos de Benjamin, cfr. "Experiencia" (1913) en Escritos, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1989, pp. 41-44. Adorno sostuvo ya su concepto dialéctico de experiencia en su crítica de la datidad ideal husserliana, cfr. Metacrítica de la teoría del conocimiento, Ed. Monte Avila, Caracas, 1974, pp. 159 y ss. Cfr. también para la idea benjaminiana del pensamiento como experiencia, T.W. Adorno: "Caracterización de Walter Benjamin" en Crítica culturas y sociedad, pp. 129-130.
[32] Cfr. W. Benjamin: Dirección única, p. 33.
[33] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 45.
[34] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 58.
[35] Cfr. W. Benjamin: Discursos interrumpidos I, p. 168.
[36] I. Kant: Antropología, Ed. Alianza, Madrid, 1991, pp. 24-25.
[37] M. Jay: Adorno, Ed. Siglo XXI, México, 1988, p. 67.
[38] W. Benjamin: "El narrador" en Para una crítica de la violencia, p. 112.
[39] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 156.
[40] T.W. Adorno: Reacción y progreso, p. 39.
[41] W. Benjamin: "Experiencia y pobreza" en Discursos interrumpidos I, p. 170.
[42] W. Benjamin: Discursos interrumpidos I, p. 172.
[43] Cfr. W. Benjamin: Discursos interrumpidos I, p. 173.
[44] Cfr. W. Benjamin: Dirección única, pp. 32-33.
[45] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 75.
[46] T.W. Adorno: "El ataque de Veblen a la cultura" en Crítica cultural y sociedad, p. 73.
[47] T.W. Adorno: Dialéctica negativa, Ed. Taurus, Madrid, 1975, p. 363.
[48] T.W. Adorno: Dialéctica negativa, p. 380.
[49] T.W. Adorno: Dialéctica negativa, p. 380. Adorno también ha reconocido esa fidelidad al nihilismo en Alban Berg, en el transcurrir mortalmente triste de su música. "Si nos abismamos en la música de Berg a veces parece como si su voz nos hablara con un sonido entremezclado de ternura, nihilismo y confianza en la perecedero: así es, en realidad todo es nada" (T.W. Adorno: Alban Berg, Ed. Alianza, Madrid, 1990, p. 12).
[50] Cfr. S. Beckett: Detritus, Ed. Tusquets, Barcelona, 1978, p. 89.
[51] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, Ed. Taurus, Madrid, 1980, p. 326.
[52] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 13.
[53] W. Benjamin: "El carácter destructivo" en Discursos interrumpidos I, p. 161.
[54] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 241.
[55] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 78.
[56] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 262.
[57] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 80.
[58] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 103.
[59] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 143.
[60] "Pensar se arrastra lánguidamente como una perversión; pensar se repite con aplicación sobre un teatro; pensar se echa de golpe para fuera del cubilete de los dados. Y cuando el azar, el teatro y la perversión entran en resonancia, cuando el azar quiere que entre los tres haya esta resonancia entonces el pensamiento es un trance; y entonces vale la pena pensar" (M. Foucault: Theatrum Philosophicum, Ed. Anagrama, 1981, p. 41).
[61] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, pp. 112-113.
[62] "La distancia no es una zona de seguridad sino un campo de tensión. Se manifiesta no tanto en el desistir de la pretensión de verdad de los conceptos como el de la delicadeza y fragilidad con el que piensa" (T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 144).
[63] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 173.
[64] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 84.
[65] Cfr. Marc Jiménez: Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1977, p. 92.
[66] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 136.
[67] Cfr. Albrecht Wellmer: "La dialéctica de modernidad y postmodernidad" incluido en Modernidad y postmodernidad, Ed. Alianza, Madrid, 1988, pp. 113-116. Cfr. Peter Bürger: Teoría de la vanguardia, Ed. Península, Barcelona, 1987, pp. 151-164. Lyotard ha señalado, en clave adorniana, que la vanguardia es una translaboración de la modernidad que se resiste al cinismo, cfr. La posmodernidad (explicada a los niños), Ed. Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 91-93.
[68] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 33.
[69] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 91.
[70] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, p. 38.
[71] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 42.
[72] Cfr. T.W. Adorno: Mahler, Ed. Península, Barcelona, 1987, p. 202.
[73] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 27.
[74] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, p. 60.
[75] Señalemos cierta afinidad (a pesar de las continuas referencias distanciadoras y absolutamente desprovistas de contenido que realiza sobre la teoría crítica) con la ontología de la decadencia de Vattimo, cfr. El fin de la modernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1986, pp. 23-32.
[76] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 71.
[77] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 87.
[78] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 230 y G. Deleuze: El Anti-Edipo, Ed. Barral, Barcelona, 1972, pp. 289-290.
[79] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 236.
[80] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 251.
[81] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, p. 36.
[82] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 254.
[83] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 51.
[84] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 188.
[85] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 265 y W. Benjamin: "Fragmento político teológico" en Discursos interrumpidos I, pp. 193-194.
[86] "El mendigo arrojado por la puerta de la civilización, ¿no estaría entonces fuera de peligro en su patria, liberada ya del anatema que pesa en la tierra? "Ahora duerme tranquilo, ya el mendigo está en nuestra casa"" (T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 219). El extranjero de Hölderlin es ahora el mendigo, la conciencia enmudecida que no es capaz ni de reconocer su dolor.
[87] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 219.
[88] J. Joyce: Exiliados, Ed. Cátedra, Madrid, 1987, p. 187.
[89] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 137.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Asignatura: ESTÉTICA I.
Curso académico 2009-2010.
Primer Cuatrimestre.
Prof. Fernando Castro Flórez.

ESPECTROS DEL NIHILISMO.
La estética después de Auschwitz.

“Que el fondo sin-fondo de ese imposible pueda, no obstante, tener lugar, tal es, por el contrario, la ruina o la ceniza absoluta, la amenaza que hay que pensar y, ¿por qué no?, exorcizar de nuevo. Exorcizar no para ahuyentar a los fantasmas sino, esta vez, para hacerles justicia, si eso viene a ser lo mismo que hacerlos (re)aparecer vivos, como (re)aparecidos que ya no serían (re)aparecidos, sino como esos otros arribantes que una memoria o una promesa hospitalaria ha de acoger –sin la certeza, jamás, de que se presenten como tales-. No para aplicarles el derecho en este sentido sino por deseo de justicia” (Jacques Derrida: Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 195).






A. Modernidad: metafísica y disonancia. [Hacia el final de la partida].

0. Manifiesto en defensa de la Filosofía.

1. Jardín e infierno en el campo de concentración.

2. Paul Celan: la verdad reducida a cenizas.
2.1. Desde Fuga de muerte.
2.2. Contraseñas e interpretaciones.

3. La puesta en obra de la verdad heideggeriana.
3.1 Introducción a la tarea del pensar.
3.2 Poesía en tiempo de miseria.
3.3 La cuestión del nacionalsocialismo.

4. El problema de la politización del arte en Walter Benjamin.
4.1. Melancolía revolucionaria.
4.2. A vueltas con Kafka: alegoría y enigma.

5. La estética de la negatividad de Theodor W. Adorno.
5.1. Marxismo y modernismo.
5.2. El lenguaje del sufrimiento y la vindicación del nihilismo.
5.3. Una lectura de Samuel Beckett: el mundo como basurero




B. Una accidentada cartografía de la catástrofe.

6. “Toda violencia es la ilustración de un estereotipo patético”.
[Horror, más allá de la catarsis, en la cultura contemporánea].

7. “Una casa es un sitio donde todo puede ir mal”.
[Del Museo del Accidente a lo inhóspito generalizado].

8. Cuando un urinario puede ser el arma de un kamikaze.
[El terrorismo y sus contaminaciones “artísticas”].

9. El arte en la era del freakismo militante.
[El triunfo de la estética de la obscenidad: notas sobre el reality-show].

10. “¡No tienen nada bajo control, ni siquiera se controlan a sí mismos!”.
[Noticias de ninguna parte y otros desatinos que nos entretienen].


C. Cinco ejemplos traumáticos.

11. Psicastenia legendaria. Cuando Bartleby es un camuflado perfecto.

12. Psicosis como lección de estética contemporánea.

13. Trincheras ruinosas: siguiendo los pasos de Stalker.

14. Fuga “esquizofrénica”: dentro del Imperio de David Linch.

15. Paranoia familiar: una lectura psicoanalítica de Los Soprano.




Bibliografía general:

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- Ardenne, Paul: Extrême. Esthétiques de la limite dépassée, Ed. Flammarion, París, 2006.
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