sábado, 14 de noviembre de 2009

[Publico un par de mails que hemos intercambiado Miguel Martínez y yo en torno a cuestiones planteadas en clase al filo de la cuestión del arte público]

Estimado F. Castro,

En la clase de hoy, en torno a la pregunta por el arte público ha aparecido la siguiente tesis: los museos separan los objetos de arte de las circunstancias que sirven para interpretarlos; en este estado no es posible crear una comunidad a partir del arte. Es necesario un arte público que vincule la obra al contexto de manera que éste permita la interpretación de aquella. Un arte público que permita ser interpretado según su contexto fomenta la creación de la comunidad (la comunidad se crea, por tanto, en torno a un acto colectivo de intrepretación)

Dos cuestiones al respecto:

1) El museo es un dispositivo que si funciona en la dirección de la comunidad.
En la Historia de la sexualidad de Foucault, hay una premisa muy clara que recorre el mundo griego: la participación de uno en la comunidad, exige la práctica de un cuidado de si. Para tratar con los otros, antes hay que aprender a tratar con uno mismo. En término un poco maquiavélicos, para entrar en relaciones de dominio con los otros (y no sólo cabe hacer una valoración negativa del poder), es previo el control de uno mismo.

El lugar del museo es entonces claro: se trata de un dispositivo en el cual el sujeto puede construirse a sí mismo ejerciendo varios discursos. A la manera del diván, el museo es un lugar que permite la práctica de ciertos ordenes de control sobre sí. En el museo, el mecanismo más simple es, quizás, el imperativo de no tocar. El museo, antes que nada es, quizás, un dispositivo de control que exhibe objetos a la vez que dispone las medidas (que podrán ser introyectadas por el sujeto que entonces se convertirá en espectador) para que no sean tocados. Este fin de semana fui a ver la exposición de Klein en el CBA con algún compañero de clase que no pudo resistirse a meter la mano en la piscina de pigmento azul. Claro ejemplo de fallar a esta construcción de si mismo y por tanto de la comunida (sin embargo, gran goce a cambio de esta falta. Pocas cosas son tan placenteras como la salida del orden de la comunidad y del orden de sí)

Otras formas que permiten ejercitar el control son, evidentemente la contemplación de la obra y el esfuerzo o práctica de comprensión. Se trata de crear un autocontrol sobre cierta forma de logos. Los griegos, y más tarde los estoicos, ensayarán ciertas formas de subjetividad que permitirán este cuidado de sí: el diálogo platónico que hace aparecer la verdad, la escucha estoica ante el maestro (que enseña a escuchar un logos que uno después deberá escuchar en soledad), y la escritura. El museo, en este sentido, permite una variedad de prácticas que suponen cierto control sobre si articulado de diversas maneras. Todo esto puede ser visto como un ensayo, una preparación para la relación con los otros. El museo, por tanto, sí puede ser puesto en relación con la comunidad, no hace falta salir al arte público para buscar esta función.

2) En segundo lugar, ligar la obra a un contexto es, en realidad, una práctica que desarrolla todo menos el arte: El contexto sirve para crear una interpretación de la obra; en torno a ella, es posible reunir a una comunidad. La idea es entonces: la interpretación hace la comunidad. El contexto sirve como una clave intrepretativa para permitir la apropiación de la obra. Si esto se produce en términos de utilidad, entonces la obra no se diferencia de cualquier objeto doméstico. SI la apropiación se realiza, no como utilidad (como integración en la vida) sino como interpretación narrativa, como construcción de sentido, entonces, lo que avanza es la narración, esto es, la literatura. Por ningún lado vemos la obra; lo que avanza según este modelo de arte público no es el arte, sino, o bien la literatura, o bien la arquitectura más o menos funcional.

un saludo.
miguel

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Estimado Miguel,

tus reflexiones me parecen magníficas.
Tanto en este mail como en el que me mandaste anteriormente (en el que estaba la cuestión del ut pictura poiesis o de la ecfrasis) detecto una singular preocupación por las posibilidades de la imagen frente a su "conversión" en otra cosa (política, discurso, diseño y utilidades varias).
Será largo discutir estos temas porque en cierta medida pienso que lo que fracasa no es solo la interpretacion que hacemos y hago del arte sino los espacios en los que se muestra o aquellos a los que llega en una presunta "fuga". Esto es, ni el museo consigue generar discusión ni el arte público una comunidad a aquella que está adiestrada o disciplinada (por emplear términos foucaultianos) para no tocar, vale decir, para mantenerse formalmente (el modo en el que a la historia le ha interesado que se instale lo artístico) a distancia.
Pienso que estás, en tus comentarios acercándote a una cuestión que plantean tanto Susan Sontag (en "Contra la interpretación") cuanto George Steiner (en "Presencias reales"). ¿Qué papel le queda a la interpretación de la obra de arte si no quiere ser parte de la cultura epilogal? Se trata de intentar ir más allá de lo epigónico de la mera paráfrasis del arte que, en muchos casos, pasa de una actitud subalterna o suplementaria a tomar la posición de lo normativo. Esa impostura ha llevado a que la "interpretosis" sea generalizada, por ejemplo, en el mundo anglosajón a partir de su recepción del estructuralismo o, como a ellos les gusta decir, del postestructuralismo.
Bueno, la discusión o diálogo podría dilatarse muchísimo.
Lo que me gustaría saber es si te apetece que cuelgue tus comentarios del mail en el blog de la "asignatura". No he tenido aún ninguna colaboración de ningún alumno y pienso que tus consideraciones serían excelentes en ese "contexto".
un saludo cordial,

fernando castro.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

algunos libros sobre Adorno dignos de tener en cuenta:
Martin Jay: "La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt", Ed. Taurus.
Martin Jay: "Adorno", Ed. Siglo XXI.
El capítulo que le dedica Terry Eagleton en "La ideología como estética", Ed. Trotta.
Marta Tafalla: "Theodor Adorno. Una filosofía de la memoria", Ed. Herder.
La impresionante biografía de Stefan Müller-Doohm: "En tierra de nadie. Theodor W. Adorno una biografía intelectual". Ed. Herder.
Eugene Lunn: "Marxismo y modernismo. Un estudio histórico de Lukács, Benjamin y Adorno", Ed. Fondo de Cultura Económica.
También merece la pena revisar la correspondencia entre Adorno y Benjamin publicada en la Editorial Trotta.

sábado, 31 de octubre de 2009

"die Hauptsache ist, pluma denken lernen". Efectivamente, el pensamiento torpe es el pensamiento de los grandes. La ingenuidad no tiene nada que ver con la simplificación idiota de las cosas. Es, más bien, una apertura particularmente confiada hacia la voluptuosa complejidad -realciones, ramificaciones, contradicciones, contactos- del mundo circundante. ES el gesto de aceptar interrogativamente esa complejidad. ES el placer de querer jugar con ella.
"Hegel tenía una madera de humorista sin precedentes en la historia de la filosofía, con la única excepción de Sócrates, que empleaba además un método similar. Hasta donde yo sé, tenía un defecto congénito que no lo abandonó hasta su muerte: parpadeaba continuamente sin llegar a ser consciente de ello, así como otros son víctimas de un irresistible baile de San Vito. Tenía tal sentido del humor que no podía imaginarse algo parecido al orden, por ejemplo, sin pensar en el desorden. Le resultaba evidente que el máximo desorden se sitúa en una proximidad inmediata al orden estricto. Impugnó que uno sea igual a uno, no sólo porque todo cuanto existe se transforma en irresistible e infatigablemente en otra cosa, incluso en su contrario, sino también proque nada es idéntico a sí mismo. Como a todo humorista, le interesaba averiguar sobre todo en qué se transformaban las cosas. Aún no he conocido a nadie carente de humor que haya entendido la diálectica de Hegel. Así mismo, la mejor escuela de dialéctica es la emigración. Los dialécticos más agudos son los refugiados. Son refugiados proque se han producido cambios y ellos solamente estudian los cambios. De los menores indicios deducen los máximos acontecimientos, siempre que tengan buen juicio. Cuando triunfan sus adversarios, ellos calculan cuánto ha costado la victoria y tienen buen ojo para las contradicciones. ¡Que viva la dialéctica!" (Bertold Brecht: "Diálogos de refugiados").
Die Wahrheit is konkret.
"El verdadero escritor no puede escribir más que el diario de la obra que no escribe" (Maurice Blanchot). No escribirá nunca o no ha escrito. Lo que Michel Foucault nombrará, más tarde, trabajo de los hypomnemata: "recopilación de cosas leídas y oídas y soporte de los ejercicios de pensamiento (...) por la apropiación, la unificación y la subjetivación de un ya-dicho fragmentario y elegido". Lo que Gilles Deleuze nombrará, referida a sí misma, una escritura de la singularidad interpersonal: "Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías. (...) La literatura sigue el camino inverso, y sólo se plantea descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que no es en absoluto una generalidad, sino una singularidad en el más alto grado". La literatura no empiea más que cuando nace en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder y de la obsesión de decir Yo.
"Qué bueno es mear encoma de los acordes de un piano.
Qué divino es follar entre los juncos alocados por el viento".
(Bertold Brecht).
Excavación benjaminiana.

“La profundidad”, comentaba Brecht con acritud a Benjamin, “no te lleva a ninguna parte”. Para Brecha la profundidad “no es más que profundidad y no hay nada que ver en ella”. Si la profundidad es ilusión, entonces para Brecha tampoco puede haber superficies reales; el espacio en el que se desarrolla la negación, no está debajo del objeto, sino a su lado, en la diferencia, la alteridad, las otras posibilidades.

La miniatura tiene un significado político, al sugerirnos aquellas cosas “inconspicuas, sobrias e inagotables” con las que debe alienarse el revolucionario; es la esquirla heterogénea que se escurre a través de la red ideológica; e incluso hay en ella una insinuación de la “mónada” o del campo compactado de fuerzas del pensamiento mesiánico de Benjamín.

“Algunos legan cosas a la posteridad”, escribe Benjamín en El carácter destructivo, “convirtiéndolas en intocables y conservándolas de esta forma, otros legan situaciones, haciéndolas viables y liquidándolas con ello”. Lo que se transmite a través de la tradición no son “cosas” y menos aún “monumentos”, sino “situaciones”; no son objetos solitarios, sino las estrategias que los construyen y movilizan. No es que revaloricemos constantemente una tradición; la tradición es la práctica de excavar, salvaguardar, violar, desechar y reinscribir continuamente el pasado.

En un pasaje de Infancia en Berlín hacia 1900 se refiere Benjamín a esa experiencia de excavar: “es verdad que para que unas excavaciones tengan éxito, se necesita un plan. Pero no son menos indispensables los cautelosos sondeos en la oscura arcilla y sería estafarse a sí mismo robándose el premio más valioso, conservar sólo el informe de los descubrimientos que se han hecho y no esta oscura dicha proporcionada por el mismo lugar del hallazgo. La búsqueda infructuosa forma parte de esto tanto como el éxito, y por consiguiente el recuerdo no debe proceder a la manera del relato y menos aún del informe, sino que, en la manera más estrictamente épica y rapsódica, debe probar con su pala en lugares siempre nuevos y escarbar hasta niveles cada vez más profundos en los viejos”. No sólo se trata de los despojos de las situaciones, sino de las situaciones mismas, de la práctica de la excavación y el descubrimiento, del hallazgo y del descuido, que dejan una huella tan profunda en los objetos exhumados, que llega a constituir la parte principal de su significado.

La historia no es una bella copia ni algo original sino un palimpsesto. O, en otros términos, una pizarra en la que aunque el borrado haya sido sistemático todavía es posible “leer” rastros de lo acontecido. Toda tachadura incita a mirar a través.

miércoles, 28 de octubre de 2009

uno de los libros más recomendables sobre Walter Benjamin es el de Susan Buck-Morss: "Walter Benjamin, escritor revolucionario", Ed. Interzona. Esta misma ensayista publicó su gran texto sobre Benjamin que es "The Dialectics of Seeing. Walter Benjamin and the Arcades Project" (The MIT Press). Terry Eagleton se ocupa de Benjamin en "La estética como ideología " (Ed. Trotta) y también en un libro monográfico: "Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria" (Ed. Cátedra). Ley, con placer, hace años el libro de David Frisby: "Fragments of Modernity" (The MIT Press) dedicado a Simmel, Kracauer y Benjamin. Stéphane Mosès realiza, en "El ángel de la historia" una revisión intersante de las obras de Rosenzweig, Benjamin y Scholem, esto es, da cuenta de la "lectura judía". Por supuesto es una lectura imprescindible el libro del mismo Scholem: "Walter Benjamin. Historia de una amistad" (Península). Tampoco debe dejarse de lado la recopilación de los textos sobre Benjamin escritos por Adorno (recopilados en la editorial Cátedra). Uno de los mejores textos escritos por ensayistas españoles sobre este pensador es el de José Manuel Cuesta Abad: "Juegos del duelo. La historia según Benjamin" (Ed. Abada). La obra completa de Benjamin está siendo publicada por esa misma editorial y el monumental "Libro de los pasajes" apareció, hace unos años, en la editorial Akal. La suerte nos sonríe porque ahora estamos en condiciones de leer TODO Benjamin. Animo a realizar ese recorrido o, por lo menos, a iniciarlo. Creo que nadie será defraudado.

martes, 27 de octubre de 2009

WALTER BENJAMIN: VANGUARDIA Y MELANCOLÍA .


Fernando Castro Flórez.


1. El desmoronamiento del aura.

La experiencia característica de la vida metropolitana parece estar marcada por el signo de la desposesión, no únicamente en la forma de algo que no se nos concede sino como la certeza de que aún en lo más definido falta algo o incluso hay un suplemento que exhibe obscenamente su desajuste. La excentricidad es algo más que la respuesta a los caminos curvos que se despliegan en el presente como si de un laberinto se tratara, es, más bien, el resultado de un socavarse de los sistemas que permitían garantizar una jerarquía, un orden reconocible. Los sistemas de decepción generalizado en el que nos situamos, ese tiempo en el que proliferan las redes autoprogramadas y de repetibilidad infinita, produce una suerte de catarata de éxtasis sucesivos que parecen destinados a enfriar la intensidad de la mirada a sustituirla por un acatamiento mecánico a las prótesis de visión . Sin duda, es la técnica el problema central que quiere ser considerado cuando se pretende cartografiar este nuevo territorio de los objetos en el que la estrategia escenográfica suplanta a cualquier otra posibilidad.
En la era de la serialización de la experiencia perceptiva puede ser quimérico recordar la intención de Benjamin de emplear, en el análisis de la obra sometida a reproducción técnica, conceptos inútiles para los fines del fascismo, esto es, que permitan resistirse a las estéticas de la empatía y la plenitud que ocultan ese escamoteo de la realidad que el crítico contempla. “Incluso en la representación mejor acabada falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su exigencia irrepetible en el lugar que se encuentra” . Lo que se ha perdido es la autenticidad, esa relación con el origen que establecía una autoridad. En este señalar la historicidad de la obra de arte, Benjamin se sitúa en un punto distante de la concepción del origen de Heidegger desarrolla en su ensayo El origen de la obra de arte . La concepción liberadora del comienzo de Heidegger adquiere en Benjamin unos rasgos que muestran lo coactivo de esa misma estructura.
El desmoronamiento del aura es un eclipse de la distancia, esto es, una proximidad reclamada, pero, al mismo tiempo, esa reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. Surge una cercanía liberadora de una fusión extrema anterior que, paradójicamente, en su decurso histórico se había convertido en una parodia de su intensidad, en una huella del poseedor absolutamente decorativa. Como acertadamente ha señalado Gianni Vattimo, lo crucial del ensayo de Benjamin es afirmar que el fracaso de la tradición, ese proceso de secularización del mensaje transmitido, el desmantelamiento de su lugar, es decir, las nuevas condiciones de reproducción y goce artístico que se dan en la sociedad de los mass-media, modifican de modo sustancial la esencia del arte, en el sentido de que en lugar del ritual aparece la praxis política como fundamento.
La candorosa y esperanzada mirada que Benjamin dirigía a la sección de cartas al director de los periódicos revolucionarios como espacio en el que el trabajo toma la palabra, no puede ser contemplada actualmente más que como un fantasma de la utopía, es más su afirmación de que la legítima aspiración del hombre moderno a ser reproducido ha sido negada por el capitalismo, choca con el catálogo borgiano o cámara de los horrores en el que hemos convertido nuestro imaginario por “naturaleza” mass-mediático.
Más oportuno es volver a leer los caminos apenas sugeridos por Benjamin en el texto, esas indicaciones de extrañeza que lo pueblan. El gesto más radical del filósofo es renunciar a la autonomía del arte, denunciar la búsqueda reaccionaria de lo sacro en ese dominio. El cine especialmente indica un corte drástico, es la técnica estética en la que los aparatos ocupan el lugar del público y, sin embargo, y a pesar de lo que manifiesta Benjamin, si hay un culto en ese dispositivo de desaparición; el deseo que los ojos entregan hipnotizados a la luz trata de suturar la herida contemporánea del exilio, encuentra en esas imágenes, las más efímeras, una promesa de algo otro y así articula un silencio absoluto, una suerte de desierto en el que se aguarda la voz.
La comprensión benjaminiano de cine como una reflexión especular sobre nuestra identidad móvil habla de nuestra ansiedad, del extravío que constituye nuestro destino. Hay una liberación de un mundo sin esperanza, pero entregando a lo que supera la evanescencia de las vida anónimas, enmudecidas en su esterilidad. “Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionan sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras” . Una atmósfera romántica rodea esta visión del espectador entregado a los ensueños como un aventurero, un agente del descontento que recorre, como un peregrino, un mundo plagado de símbolos que se hacen transparentes para él. Es la mirada del ángel a la que hace crecer las ruinas hasta el cielo: perplejo por una catástrofe que sospecha irreparable .
La forma de la integración de esos mecanismos que nos acercan al inconsciente óptico es la de una compleja distracción que intensifica los reconocimientos sucesivos a la vez que sitúa al que contempla como un excluido del paraíso, un marginado que es, por vez primera, partícipe de lo artístico en un sentido anteriormente desconocido.
El ojo surrealista desgarrado en la pantalla, esas imágenes clásicas de El perro andaluz , vuelven corporales los sueños y son capaces de mostrar su miseria y abyección, lo siniestro que habita en sus entrañas. Los muñecos desnudos, mutilados por sus propietarios, las ropas arrastradas por la tierra, los desgarros de la existencia, el mobiliario descompuesto a la intemperie, hablan de un mundo que guarda silencio, aterrorizado por sus secretos: los traperos, los niños y los artistas son el linaje que conduce a esos espectadores que, inconscientemente dadaístas, han hecho de la búsqueda de la inutilidad su divisa . Esa profundización en la degradación se funda en la lógica del escándalo, ese ambiguo coletazo de la obra de arte que reclama una tactilidad que, por sí misma, exige cierta incomodidad, no la burguesa instalación en un mundo de cosas cargadas de sueños irrealizables, trofeos de viajes ajenos.
Lo que choca contra el público es un cuestionamiento de su antigua seguridad. La vida moderna asume su peligro, esa inseguridad que hace inviable el recogimiento. La ciudad que George Grosz pinta exhibe impúdicamente su miseria, la pobreza consigue su terrible tono en una transparencia infernal: el mendigo, la prostituta, el obrero y el militar mutilado conviven en un espacio en el que los ojos no tienen mirada; no hay otro posible reconocimiento que el de ese descarnado cinismo que se atreve a expresar que es posible alegrarse todavía por poder vivir .
Cierta lucidez metropolitana permite albergar alguna esperanza mínima en esta estrategia que trata de precipitar el desenmascaramiento. “El artista revolucionario –afirma Grosz- tiene la obligación de redoblar la actividad propagandística con el fin de que la imagen del mundo se vea purificada de fuerzas sobrenaturales, de divinidades y ángeles; con el fin de conferir al hombre una aguda visión de la relación real con su entorno” . Este impulso terrenal, guiado por la estrategia política, recuerda las intenciones conceptuales de Benjamin. Si, para Grosz, el poder se ha convertido en una máscara, esto no es sino el resultado de una actividad febril en torno al propio Yo que lo muestra como carente de importancia. Benjamin entendía que el cine permite escapar del reino del halo de lo bello y convertir nuestra identidad en algo absolutamente móvil. La imagen transportable, su proximidad pornográfica, es la forma exacta de la política como un orden de visibilidad que no se detiene más que para reclamar un nuevo orden carismático, desmemoriado, carente de intensidad. Si el esquematismo del sufrimiento se expresa ácidamente en los dibujos de Grosz, la masa fascinada ante la técnica se entrega a la apología de la dispersión .
En la exigencia de ser reproducido, en el paranoico deseo que universaliza y neutraliza el proceso diferenciador de la fama, late el impulso victoriano que Foucault colocara en el frontispicio de su Historia de la sexualidad : la incitación a hablar como garantía del logos represivo. El fascismo aspira a que las masas se expresen sin cambiar las condiciones de la propiedad; en esa habladuría absoluta encuentra su sangre y su tierra. El camino por el que se llega a la estetización de la vida política es el de una violación permanente de la existencia: si la guerra es su escenario esencial es porque encuentra en ella un mutismo, el de los que volvían de las trincheras, que arruina cualquier tibio heroísmo .
La mirada miniaturizada de la masa, esa proliferación de lo real que sólo puede contemplarse por medio de dispositivos mecánicos no es capaz de enfrentarse al desarraigo que surge en el seno de esa comunidad distraída. La oscilación es constitutiva de la experiencia artística. Vattimo ha señalado la proximidad entre el Ge-Stell, esto es, la exigencia que se vuelca en la planificación y el cálculo de todas las cosas y la vida metropolitana tal y como la describe Benjamin, “para quien el arte no puede ser sino shock, desarraigo continuo y, en el fondo, ejercicio de mortalidad” .


2. Instantáneas melancólicas.

Para Benjamin había un último refugio para el valor cultual que se desmorona por la acción continuada de la estética de la sorpresa y la novedad: la fotografía mantiene el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable” . En la fotografía se encuentra el resto de una experiencia que, rodeada por el silencio, reclama un nombre. Esas imágenes reclaman, incansablemente, un imposible, la vida del que estuvo aquí y sólo puede recobrarse si se asume que su lugar es ahora éste . La técnica no conduce únicamente, en una perspectiva lineal, hacia un dominio de absoluta racionalización sino que parece rodear a algunos de sus productos de un valor mágico.
La reproducción da testimonio de un tiempo con una intensidad desconocida para la imagen tradicional. La interrupción que arrastraba la atención en un torbellino irresistible, se transforma en una condensación azarosa: “el espectador se siente irresistiblemente forzado a buscar en la fotografía la chispita minúscula de azar, de aquí y ahora, con que la realidad ha chamuscado por así decirlo su carácter de imagen, a encontrar el lugar inaparente en el cual en una determinada manera de ser de ese minuto que pasó ya hace tiempo, anida hoy el futuro y tan elocuentemente que, mirando hacia atrás, podremos descubrirlo” .
Esas nieblas que surgen en el origen de la fotografía parecen encarnarse en una lucidez limítrofe, una narración estética que da cuenta de la tristeza, más aún que responde a esa temperatura fría de la ausencia con el calor cordial de la ternura. Susan Sontag señaló que la fotografía es el inventario de la mortalidad, transforma la realidad en un dominio fragmentario, un acumularse de ruinas. “La contingencia de las fotografías confirma que todo es perecedero; la arbitrariedad de la evidencia fotográfica indica que la realidad es fundamentalmente inclasificable” . El enigma que contemplaron los primeros que vieron los daguerrotipos es el de una iniciación de la mirada: empezábamos a contemplarnos a nosotros mismos. Reconocemos lo desconocido a través de lo minúsculo. Una luz aún débil hacía paradójicamente que lo fotográfico pareciera dispuesto para durar: los modelos se sumían en el instante que se rodea de una calma que parecía contradecir la agitada actualidad.
“El rostro humano tenía a su alrededor un silencio en el que reposaba la vista” . La fotografía radicalizaba la autorreflexión del hombre moderno por medio de una obstinación del referente. El desorden de los objetos hacia el que es conducida la fotografía se muestra, generalmente, como persistencia del cuerpo querido. El terrible retorno de la muerte del que Roland Barthes habla en La cámara lúcida se concreta en una reflexión sobre la identidad subsistente en el flujo del tiempo. Hay ciertos rasgos de contingencia en eso que es acogido, incluso un grado de extrañeza en lo que quería mantener la proximidad. “Yo quisiera –afirma Barthes- una Historia de las Miradas. Pues la fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de la identidad” . Lo desconcertante de las imágenes se encuentra en su proponer un tiempo utópico, detenido y, sin embargo, marcado por la sombra de la nostalgia. La localización precisa del que ve convierte lo mirado en un espacio de estremecimiento, se abre en el instante una herida que no puede cicatrizar.
Barthes se enfrenta a la fotografía, como Benjamin, guiándose más por lo azaroso que desgarra (el punctum) que por una afanosa dedicación general (el studium). El detalle es aquello que hace que la fotografía sea subversiva, asuste o estigmatice, es decir, aquello que la convierte en espacio del pensar, acceso a un infrasaber en el que lo contingente se manifiesta. El punctum es ese suplemento que descentra a la mirada que, estando presente en una inmovilidad viviente, da lugar a lo innombrable que trastorna. Barthes compara a la fotografía no con la pintura sino con el Teatro, por ser una expresión de la muerte; también guarda relación, por su condensación, con el haikú. Lo importante es el movimiento que desatan esas imágenes, la travesía de la sombra que, para Benjamin, supone que desde la técnica sea posible recrear la ilusión del aura : el movimiento de la conciencia afectuosa conducida por el detalle. La fotografía es un pretexto de algo que no se puede narrar más que indirectamente: lo que se ama .
En el brillante texto de Barthes sobre la fotografía, los comentarios sorprendentes dan paso a lo esencial, la escritura se ha dispuesto para confesar algo: “Una tarde de noviembre, poco tiempo después de la muerte de mi madre, yo estaba ordenando fotos” . Puede considerarse que la Pequeña historia de la fotografía no ha sido concebida por Benjamin más que para volver a contemplar una fotografía de Franz Kafka con seis años, abrumado en un decorado que representa un jardín invernal: ese escenario asfixiante no consigue hacer desaparecer los ojos de un niño melancólico. “En su tristeza sin riberas es esta imagen un contraste respecto de las fotografías primeras, en la que los hombres todavía no miraban el mundo, como nuestro muchachito, de manera tan desarraigada, tan dejada de la mano de Dios. Había en torno a ellos un aura, un médium que daba seguridad y plenitud a la mirada que lo penetraba” .
En uno de los fragmentos de Infancia en Berlín hacia 1900, recuerda Benjamin su extrañeza ante su propia imagen: la mirada del niño fotografiado sólo trasmite tristeza . El pensamiento retorna casi morbosamente a un territorio en el que las palabras faltan. La elaboración del duelo desea escribir una obra sobre el ser amado perdido o en torno al tiempo irrecuperable, los paisajes distantes.
Son muchas las fotografías que Barthes comenta en La cámara lúcida, pero en realidad tan sólo una le desgarra: una fotografía de su madre hacia 1898 en un invernadero con su hermano. La cuestión esencial ante esta imagen, que como Benjamin ya señaló contiene el aura atrincherada, es la del reconocimiento. Barthes sólo reconoce por fragmentos a su madre y, sin embargo, está presente la verdad del ser amado: la claridad de unos ojos, la afirmación de su dulzura. Se trata de mostrar la originalidad del sufrimiento y del espacio propio del amor. Lo que fundamentalmente enuncia la fotografía es: “Esto ha sido”; de ahí la melancolía de esos restos del pasado que no son rememorados sino testimoniados en su distancia. Lo real y el pasado, al mismo tiempo, en una imagen cuestionan el “tesoro de aquel día”: algo real que ya no se puede tocar.
La fotografía atañe al tiempo, en ella no hay futuro, nada puede ser añadido, eso conforma su patetismo, su melancolía; por medio de muchas imágenes aparece la muerte en toda su llaneza, ajena a la tragedia y la purificación: el tiempo se encuentra atascado. El horror ante la fotografía surge de que “no tengo nada que decir ante la muerte de quien más amo” . Quería testimoniar el amor, mostrar que su inactualidad reside en custodiarlo como un tesoro que va a desaparecer; sin embargo, el punctum de la fotografía no es meramente el detalle que permite reconocer algo, es también el tiempo, la catástrofe que nos hace saber que todo va a morir.
La paradoja de la fotografía es que presenta lo sido y su destino en su desaparición, en realidad autentifica la existencia de un ser que hace que a veces exclamemos “¡Esto es!”, exterioricemos nuestro desfallecimiento ante una identidad restituida. Barthes llega a entrever un vínculo entre fotografía y locura en la experiencia del sufrimiento de amor, esa ceguera que no querría ver nada más que unos ojos que, desde una fotografía, nos devuelven la mirada. El aura melancólica de las fotografías anhela el aire y la conciencia del tiempo extasiado del erotismo . Únicamente puede realizarse esta narración desde la conciencia de la inactualidad de la melancolía. Se trata, sin duda, de un estado tenso, una calma que surge como desde un naufragio. Las imágenes de París realizadas por Atget buscaban lo desaparecido y apartado, “aspiraban al aura de la realidad como agua de un navío que se va a pique” . Debieron sorprender a sus compañeros esas calles despobladas, más que escenarios del crimen, instantes mortecinos, escenarios en los que aparecen rastros de una resaca, en ellos alienta desgarrada la experiencia urbana de la desposesión, falta la cercanía que las masas aclamaban en el nuevo paraíso de la técnica.
La mirada del presente se convierte en arqueología, el desierto crece a través de esas fotografías crepusculares, los espacios son entregados a una reproducción que gana el terreno a lo irrepetible. El extrañamiento que se hace presente es la experiencia del vacío, pero “no es que estén esos lugares solitarios, sino que carecen de animación” . Renunciando al rostro han perdido el aire, se han dado las condiciones para un funeral en el que algo crucial se ha escamoteado. El fotógrafo desalmado consuma el escándalo de una lógica de la luz que a veces habla como huella arcaica, cuando reverbera en una intangibilidad difícil de explicar.


3. Decadencia y muerte: relato y alegoría.

La crisis de las formas de representación se muestra como un proceso de secularización en el que se eclipsa el aspecto épico de la verdad. En su ensayo sobre Leskov, Benjamin da por sentada la decadencia de la narración, su sustitución por la experiencia segregada de la novela y ésta por la compulsión informativa. Frente a la narración que viene de lejos, la información se sirve de lo más próximo, sabe que ya no hay historias memorables. El narrador se alimentaba de algo inagotable, su atenerse a un lugar específico asume forma artesanal. El acelerado discurrir contemporáneo no puede sostenerse en una temporalidad idealizada como eternidad. En el extremo, lo que sucedido es que ha cambiado el rostro de la muerte: “Resulta que este cambio es el mismo que disminuyó en tal medida la comunicabilidad de la experiencia que trajo aparejado el fin del arte de narrar” .
Como Rilke señaló, se ha perdido la plasticidad de la muerte, esas palabras del Chamberlan que, en Los apuntes de Malte Laurids Brigge, recomponían el espacio público y desbordaba el hogar, han cesado de la misma forma que el cuerpo agonizante ha sido segregado como si apestara . Falta también una mirada que fuera capaz de atender a lo inolvidable, la memoria que garantizaba la autoridad del narrador que quiebra en este final de la época de la consonancia. Hay un proceso de desmoronamiento en el que la música de lo épico, la regeneración que le es innata, es sustituida por el vértigo destemplado de la actualidad.
Si en la narración se condensaban el recuerdo, el consejo y la promesa, en la novela se incorpora el tiempo melancólicamente; los seres desasistidos de las novelas son los que faltan en las fotografías de Atget, en su naufragio se ha hecho absurdamente cuestionable el sentido de la vida . Como señaló Lukács, la novela es la forma trascendental de lo apátrida, en cierto sentido, retrocede a aquella fidelidad a lo desaparecido: “lo que atrae al lector de la novela es la esperanza de calentar su vida helada al fuego de una muerte, de la que lee” . Que la muerte se transforme en sangre vivificadora supone que en la narración se asienta cierta astucia. El movimiento del narrador no es trágico, hay en su desprendimiento, esa capacidad para causar efectos sobre el que se abandona en la cima del aburrimiento , esa levedad que Benjamin también descubre en la insolencia entendida como una estrategia de resistencia. La contemplación de la belleza de lo que declina no está exenta de humor, ese talante fronterizo que conocen los melancólicos.
El don que Hannah Arendt subrayó como esencial en Benjamin, el de poseer un pensar poético, era para el propio autor una culpa secreta, también señalada por Adorno: la de ser demasiado inteligente. El proceder crítico benjaminiano no se aferra a seguridad alguna sino que hace de la inestabilidad, la ambigüedad y la simultaneidad métodos relacionados dialécticamente con el contenido.
En la prosa filosófica de Benjamin aparece el materialismo, la crítica epistemológica neokantiana o su propia mirada melancólica que lo mismo adopta la estrategia del coleccionista que se sitúa en la capacidad mimética de la infancia. El modo de proceder de Benjamin ha sido comparado por Arendt con el descenso del pescador de perlas que hace emerger desde las profundidades lo rico y lo extraño. El pensamiento desciende al pasado con la convicción de que la vida sujeta al proceso de decadencia temporal está cargada de promesas que todavía muestran su sentido en los fragmentos y las ruinas.
El origen del drama barroco trata de establecer la especificidad del Trauerspiel (la obra teatral fúnebre o luctuosa: el drama barroco); para ello analiza con profundidad la diferencia que éste guarda con respecto a la tragedia, enfrentándose a la estética de lo trágico de Voltek o a El nacimiento de la tragedia de Nietzsche . Benjamin señala que el contenido del Trauerspiel es la vida histórica o, mejor, en él se produce la asimilación de la escena teatral con la histórica . La ausencia de una escatología barroca hace que el Trauerspiel se precipite completamente en el desconsuelo de la condición terrestre, armonizando los elementos del luto y el juego.
Benjamin reconstruye el escenario barroco en su representación de la corte, el príncipe o el intrigante, viendo en el fondo de todas estas manifestaciones el despliegue del dolor y la inminencia de la catástrofe. Frente al Trauerspiel, la tragedia es el espectáculo agonal, que descansa en la idea de sacrificio ; Benjamin sigue a Rosenzweig al subrayar cómo el drama barroco persigue un fin totalmente desconocido a la antigua tragedia: la tragedia del hombre absoluto en relación con el objeto absoluto. El camino recorrido desde la tragedia al Trauerspiel es el que se contempla en el paso de la muerte del héroe a la muerte del mártir.
El acontecimiento trágico es cósmico, lo que sucede en el drama barroco discurre ante los ojos de los que padecen el luto: la historia se despliega como ostentación de la tristeza y como auténtica historia natural. El Trauerspiel, afirma Benjamin, es un entrenamiento para tristes, contemplando el espectáculo del luto profundizan en su ser criaturas deyectas. El melancólico mira a la tierra para ver los signos de la caducidad , su dilatada experiencia de lo efímero, pero también para sentir que en ese fondo oscuro se encuentran tesoros inagotables. “La melancolía traiciona al mundo por amor al saber. Pero su tenaz absorción contemplativa se hace cargo de las cosas a fin de salvarlas” .
El barroco ha realizado esta travesía del dolor que no se complace en la belleza ni en las armónicas promesas del clasicismo; se ha situado en la mortalidad, en la fragilidad de lo humano y por ello sólo ha podido encontrar su medio de expresión en la alegoría . En la alegoría, en ese significar algo distinto de lo que es, se condensan los dolores del mundo: la calavera es su rostro. Como la naturaleza, la historia es sujeción alegórica a la muerte. El carácter inacabado, roto, de la naturaleza, encuentra su escritura en la estructura apasionante de la alegoría, en los fragmentos y las ruinas.


4. El compromiso con la vanguardia.

Peter Bürger ha señalado que el concepto de alegoría benjaminiano se relaciona, con más propiedad que con la literatura barroca, con la obra de vanguardia: “se puede entender sin violencia el concepto de alegoría de Benjamin como una teoría del arte de vanguardia (inorgánica)” . La alegoría aísla y propone inmediatamente una travesía del sentido, vuelve a encontrar un cuerpo para lo que yace desanimado; es representación de la decadencia y de la melancolía, es decir, la obra de arte queda detenida, en suspenso, arrojada a un destino que se reconoce desgraciado. “Lo que Benjamin llama melancolía es una fijación en lo singular, destinada al fracaso porque no responde a ningún concepto general de la formación de la realidad. La devoción por cada singularidad es desesperada, porque implica la conciencia de que la realidad se escapa como algo que está en continua formación” .
La ciudad vanguardista está permanentemente inacabada. El París soñado por Benjamin es la ciudad de los surrealistas , ese mundo en el que hay salones en el fondo del mar: auténtica anatomía de un eros metropolitano. El testimonio de lo que se escapa encuentra su imagen en una puerta giratoria en la que todos se afanan por superar su desorientación. Cuando Benjamin encuentra la clave surrealista en la organización del pesimismo está dando otra versión de la reactivación nihilista de la técnica. La transformación sólo puede surgir como una desconfianza que descubre en el ámbito de la acción política el de las imágenes de pura cepa .
El ámbito en el que puede producirse esa radical crisis de la representación se asocia con el chiste, el insulto y el malentendido, respuestas que caminan más allá de la melancolía, “allí donde una acción sea ella misma la imagen, la establezca de por sí misma, la arrebate y la devore, donde la cercanía se pierde de vista, es donde se abrirá el ámbito de imágenes buscado, el mundo de actualidad integral y polifacética en el cual no hay “aposento noble”” . Es este el movimiento del aura: la aparición de una lejanía por cerca que se pueda estar, pero también el establecimiento de la distancia crítica, de la interrupción que tiene carácter político. La conclusión del ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica se puede matizar ahora con la indicación de que, en esa destrucción dialéctica, hay siempre un residuo que es de tipo corporal. Las imágenes que se alejan como si un torbellino las diseminara lo son del deseo. “Cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces y sólo entonces, se habrá superado la realidad tanto como el Manifiesto Comunista exige” .
El drama barroco problematiza lo artístico abrazando la decadencia, sabedor de que en los restos de un mundo en descomposición puede surgir el sentido, la obra de arte, como un milagro. La vanguardia surrealista, como afirma cómicamente Benjamin, da su mímica a cambio del horario de un despertador que a cada minuto anuncia sesenta minutos . Lo cotidiano se convierte en maravilloso. Hay una armonía esencial entre el mundo y el deseo que los surrealistas concretan por medio del azar, que entienden como el hallazgo de una causalidad externa y una finalidad interna, forma de manifestación de la necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano, simulación de una técnica que, en realidad, es una interferencia que se hace manifiesta en el reconocimiento de la obra de arte como montaje .
Donde mejor se manifiesta el azar es en la pasión amorosa, considerad por Benjamin Peret de un modo sublime; el doble movimiento de reconciliación con la naturaleza y de espiritualización al que tiende el amor surrealista, supone una fusión de lo carnal y de lo espiritual, que concluye en el acceso a lo sublime. En Breton se trata de descubrir el infinito en nuestras potencias, de actualizar directamente y según los caminos del deseo una totalidad capaz de transformar el orden íntimo de la realidad con el cual se siente en cierta afinidad secreta.
La belleza surrealista es lo imaginario mismo, no hay en ella espectáculo contemplado y separado de la vida: el más acá de nuestros deseos inconscientes viene a turbar sin cesar los designios de nuestra razón y la esperanza en la reconciliación de lo subjetivo y lo objetivo compromete el destino del hombre entero. La belleza convulsa surrealista es un estado de gracia, condición de acceso a la suprarrealidad, llegada a ese punto supremo en donde desaparecen todas las antinomias, al haberse vuelto realida el deseo, es decir, lo irreal (o lo posible) real.
El amor surrealista tiene el carácter de un encuentro producto de una espera: el encuentro amoroso es una respuesta esperada a la demanda permanente de aparición del objeto deseado. El encuentro surrealista, como la estética de la reproducción (el shock), nos encuentra: cifra del erotismo y de la identidad siempre fortuita o convulsa. “El encuentro abre el mundo, abre el ego y, en esta abertura, como todo lo que llega no llega (llega con el estatuto de la no llegada), todo esto es el revés imposible de vivir de lo que al derecho no se puede escribir” . Los surrealistas tratan de descubrir los momentos intersticiales, imprevistos, de nuestra concepción del tiempo, su descubrimiento de lo sorprendente que atraviesa lo banal exige un enriquecimiento de la experiencia del hombre moderno. Se da una abertura a lo inaudito, pero los surrealistas no se contentan con una recepción pasiva, “buscan la provocación de lo excepcional, la fijación por determinados lugares (lieux sacrés) y su esfuerzo por una mythologie moderne muestran que lo que ellos pretenden, dominando el azar, es poder repetir lo extraordinario” .

5. El flaneur melancólico.

Recordemos el poema de Andreas Tscherning que Benjamin cita en su capítulo sobre la melancolía en El origen del drama barroco alemán:
“En ningún lugar hallo reposo
Me veo obligado a pelear conmigo mismo
Estoy sentada
Me echo
Me pongo en pie
Y todo ello sucede en mis pensamientos” .
Los saturnianos no pueden permanecer en un lugar, emprenden continuamente viajes y, sin embargo, persisten en su condición . El depaysement surrealista hereda el extravío de los pioneros de la modernidad. Un amigo de Baudelaire recordaba los tiempos de 1845: “Usábamos poco las mesas de trabajo en las que cavilásemos o escribiésemos algo... Por mi parte”, prosigue aludiendo Prarond a Baudelaire, “le veía bien ante mí, cuando al vuelo, calle arriba, calle abajo, disponía sus versos; no le veía entonces sentarse ante un montón de papel”” . Baudelaire habita en viviendas sin aura, en cuartuchos alquilados, perseguido por los acreedores, o en le Hotel Pimodaan en el que había barrido de la estancia todas las huellas del trabajo. La mesa del creador desaparece, se volatiliza en beneficio de la calle. La técnica artística se esconde avergonzada, el nuevo tono saluda a la belleza pasajera, sabedor de que lo efímero es nuestro destino .
Comenzar de nuevo es la consigna, se trata de celebrar un entierro, mirar sin pánico a la desolación. “¿No es el traje necesario a nuestra época que sufre y que lleva sobre sus hombros negros y flacos el símbolo de un perpetuo duelo? Advertimos que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad sino que tienen además su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de sepultureros, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses” . El callejeo es una forma de curar el aburrimiento, de escapar en las luces oscilantes de los pasajes a la sombra de la melancolía. Y, sin embargo, tampoco esa botánica del asfalto garantiza una sangre renovada. “He aquí una frase de Guys que nos transmite Baudelaire: “...quien se aburra en el seno de la multitud, es un imbecil, un imbecil y yo le desprecio” .
Tal vez hemos logrado de una vez por todas el desamparo del flaneur, esa multiplicidad que se acogía en el dominio esencial en el que artista y multitud se confunden para siempre. Capta rápido era, Balzac, el signo de maestría artística, esa que los flaneurs encarnaban siguiendo huellas diseminadas en el laberinto de la ciudad . Y, sin embargo, los hombres desaparecen en la multitud, no hay persecución posible, los objetos carecen de ese valor sentimental añorado.
La sociedad del control y las técnicas de identificación persigue con sus redes a los excéntricos , ahora deliberadamente lentos, nadando a contracorriente. El mismo Baudelaire cruzó la frontera, abandonó la pasión cartográfica del detective y se entregó, como un criminal, a la huida: “Huyendo de los acreedores, se afilió a cafés y a círculos de lectores. Se dio el caso de que habitaba a la vez dos domicilios, pero en los días en que la renta estaba pendiente pernoctaba con frecuencia en un tercero, con amigos. Y así vagabundeó por una ciudad que ya no era, desde hacía tiempo, la patria del “flaneur”” . En ese momento era posible contemplar el fracaso, al héroe sólo le queda una separación permanente, el destierro se hace inmenso, una paradójica ebriedad en el abandono . En el melancólico espectáculo que aparece ante la escritura alegórica de Benjamin como el dominio de las palabras emancipadas; en el drama barroco el lenguaje se hace pedazos respondiendo al principio disociativo de la visión alegórica, en la modernidad heroica el deseo de ver colabora en la multiplicación de lo real. El silencio trágico, las muecas del payaso, la excentricidad, se transforman en la palabra quebrada que trata de escapar a una significación que sólo acarrea tristezas. Falta esa pasión que pueda retenernos contemplando lo que nos fatiga.
TEMAS SOBRE LOS QUE (EN PRINCIPIO) SE PUEDE DESARROLLLAR EL TRABAJO DE LA ASIGNATURA ESTÉTICA I.

A) Realizar un comentario ensayístico que ponga en conexión las siguientes obras:
1) Martin Heidegger: "El origen de la obra de arte" y la poesía de Rilke.
2) Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y los relatos de Kafka.
3) Theodor W. Adorno: "Teoría estética" y la escritura teatral de Samuel Beckett.
Extensión: 10-15 páginas. (Pueden escribirse dos ensayos independientes pero abordando a los dos autores propuestos).

B) Plantear una reflexión en torno a uno de los siguientes autores:
1) Jean Baudrillard y la cuestión del simulacro.
2) Mario Perniola: "Contra la comunicación" y el sex-appeal de lo inorgánico.
3) Slavoj Zizek: "Bienvenidos al desierto de lo real" y la sintomatología lacaniana.
Extensión: 8-10 páginas.

C) Un ensayo sobre uno de los temas del programa o que pueda estar vinculado a las temáticas planteadas.
Extensión: 15-20 páginas.
(Para realizar este tipo de trabajo hay que plantear con antelación por mail: fcas123@gmail.com o en tutoría el tema para tener el visto bueno y comenzar a realizarlo. La fecha límite para presentar el proyecto de tema es el 19 de noviembre del 2009).

D) Se podrá también realizar una exposición oral de algún tema relacionado con el programa.
La exposición se realizaría en el mes de enero del 2010.
Para realizar esta modalidad hay que notificarlo antes del 19 de noviembre y también presentar con claridad el tema que se va a desarrollar.

lunes, 19 de octubre de 2009


he ido a ver "Katyn" de Andrzej Wajda. Una reconstrucción de la masacre de oficiales polacos a manos de los soviéticos con todo el giro de mentiras subsiguiente. Los nazis culpando a los soviéticos y, tras el final de la segunda guerra mundial, los hijos de Stalin culpando a los seguidores de Hitler. Wajda filma con crudeza el tiro en la nuca y mantiene, a lo largo de toda la película, un tono de profunda honestidad aunque se deja llevar también por lo pueril contando pequeñas historias que finalmente no aportan nada como la del jovencito que arranca carteles y se enamora súbitamente de una chica. Da la impresión de que en Cracovia no hubieran existido judíos y el único asunto hubiera sido la lista de Katyn. Tampoco queda nada clara la "razón" (en medio de la sinrazón) por la que los soviéticos perpetraron ese asesinato. Wajda se queda atrapado en una "búsqueda de la verdad" que finalmente solo señala a los asesinos pero indaga nada en la situación. El subrayado de los elementos religiosos, esto es, del rosario o las plegarias antes de los crímenes dejan un tono de catequesis que empaña un poco un film realmente intenso.

lunes, 12 de octubre de 2009



he ido a ver Malditos Bastardos de Quentin Tarantino. Me ha asqueado. No es, por mi parte, ninguna reacción a la violencia hiper-realista que despliega en la película. Eso forma parte, finalmente, del “tratamiento Ludovico”, esto es, se trata de un gesto ortodoxo. Lo que me parece completamente inaceptable es transformar la Historia es una tontería superlativa. Si algo es ESENCIAL para entender el crimen nazi es que los judíos NO PODÍAN defenderse, fueron despojados de todo, transportados de la forma más cruel y asesinados despiadadamente. ¿Qué pretende Tarantino cuando imagina una cuadrilla de judíos convertidos en justicieros en el territorio francés ocupado? Todo, sin excepción, es sometido a la más estrafalaria humillación en esta película nefasta: desde la resistencia francesa a los que murieron en los campos de concentración. El protagonista es un “apache” y el amante de la judía propietaria del cine es un negro en París. Tal vez piense este director regresivo que la provocación es el mejor camino para sostener la ficción o ganarse al público. Lo malo es que todo lo que propone no es otra cosa que una indecencia. Esta película solo acierta en el título que se vuelve “reflexivo”. ¿Por qué no tomó este idiota monumental a su padre y a su madre como pre-textos para un sarcasmo fílmico?¿Que le parece pensar que violaran a su madre repetidamente y a su padre le obligaran a contemplarlo para luego reventarle la cabeza con un bate de béisbol? Es fácil para un norteamericano imaginar a un apache como un héroe vengador pero, ¿piensan lo mismo los diezmados o casi inexistentes herederos de los indios? En la época de la Pax Obamiana la mecha fílmica la puede encender un negro pero la historia segregacionista americana está rodeada por el tabú. El chiste, como Freud propuso, tiene relaciones estrechas con el inconsciente e incluso, como ha sostenido más recientemente Paolo Virno, puede estar integrado en la acción política. Pero, en el caso de Tarantino, todas las bromas son chuscas. Terminé pensando que, al acudir al cine, me había vuelvo un cómplice silencioso de lo nauseabundo. De la misma forma que no soporto los chistes machistas o las bromitas que toman como “protagonistas” a gays, tartamudos o negros, siento el rechazo visceral a la forma de plantear esta inverosímil “revancha contra la Historia”. Ni sucedió ni pudo suceder. Lo que paso no es, ni mucho menos, algo inefable o sublime negativo. No pretendo como Lanzmann una ceguera del imaginario ni me interesa tampoco el literalismo reconstructivo. Pero cuando alguien se aproxima a uno de los FUNDAMENTOS DE LA MODERNIDAD (lo que, sin duda, es el campo de concentración y el destino de los judíos en la despiadada época del nazismo) reclamo, aunque esto suene dogmático, honradez y comprensión. Si es posible la catarsis de Auschwitz no será en la forma de una comedia desaforada. En realidad a esa bastardía ni siquiera le cuadra el calificativo de lo cómico, algo que si supo desplegar Begnini en La vida es bella que, a la postre, es un drama que deja una herida en el corazón. La svástica que deja marcada en las frentes de los “nazis” Brad Pitt es una gran mentira. Tarantino desconoce la potencia profunda de los símbolos y así se comporta no tanto como un niñato sino como un infante que pensara que lo mejor que puede decir es “caca, pedo, culo, pis”. NO TIENE NADA QUE DECIR y, sin embargo, se permite abordar un tema que ni entiende ni, como ha demostrado, es capaz de, por lo menos, respetar. Una vez más el imaginario del cine americano ha perpetrado un documento de su IMPOSTURA. Lo malo no es que los norteamericanos sean incapaces (como pasa en la película) de hablar otras lenguas sin que se les pille, lo peor de todo es que son incapaces de dejar de intentar hablar en el lugar de los otros. La transformación vengadora de los judíos deshonra a todos los que fueron asesinados e imagino que no hará ninguna gracia a los supervivientes y a su descendencia. En cualquier caso, estos “capítulos” de la infamia fílmica son el testimonio de un momento desmemoriado de la cultura, cuando el tono punk es pacotilla para el marketing, manifestaciones de una falta completa de ideología y, en el abismo de todo entusiasmo posible, una cruda demostración de que las bromas pueden ser muy pesadas.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Fuga de muerte.

Fernando Castro Flórez.


La Nueva Sinagoga de Berlín acoge la muestra Arte en Auschwitz, 1940-1945, en la que se presentan ciento cuarenta obras de treinta y ocho prisioneros del Lager que ha terminado por ser nombre del horror absoluto. El sanguinario Rudolf Höss, jefe de ese macabro campo de concentración, descubrió un día al prisionero polaco Franciszek Targosz dibujando un caballo y, en vez de mandarle directamente, a la cámara de gas, decidió perdonar aquel gesto que, dentro de aquel mundo infernal, se consideraba pura rebeldía. Como un demente, tentando a su suerte, Targosz propuso la creación de un taller dentro de Auschwitz y, lo más sorprendente fue que recibió una respuesta afirmativa. Desde el otoño de 1941 una serie de artistas, tras jornadas agotadoras de un trabajo que más que liberar, como decía la funesta frase de la puerta del campo, funcionaba como tortura, podían “liberarse” entregando su imaginación al arte de la pintura. De aquel anómalo atelier surgieron visiones de barcos, retratos, visiones nostálgicas o vagamente medievalizantes, un repertorio iconográfico que, en todos los sentidos, era “oficial”; de forma clandestina pintaban a sus compañeros de penalidades, la demacración, el llanto, la muerte a diestro y siniestro. Uno de aquellos artistas, Wladyslaw Siwec declaró, después de la liberación, que si no hubiera pintado no habría sobrevivido a Auschwitz: “Si pintaba, olvidaba que estaba en el campo, aunque siempre pintáramos con un constante miedo”. En la muestra The Last Expresión: Art and Auschwitz, que se realizara en Mary and Leigh Block Museum of Art, Northwestern University, Evanston, Illinois en el 2002, pudieron ya verse los dibujos de camastros al aire libre de Karl Schwesig, los prisioneros vestidos con harapos de Hellmut Bachrach-Barée, los cuentos ilustrados por Marian Moniczewski que camuflan, a duras penas, el sufrimiento que también llegó hasta los niños, los seres famélicos en las duchas que obsesionan a Karel Fleischmann, esa imagen tremenda del nazi pisando la cabeza del prisionero caído por el suelo que compone Wicenty Gawron. Si Leo Hass trazó, con pulso nervioso las deportaciones y la oscuridad del ghetto, junto a la morgue de las peores pesadillas, Mieczylaw Koscielniak sedimenta, con un imponente acento expresionista, la experiencia de la muerte. La danza macabra de Felix Nussbaum, con esos esqueletos tocando instrumentos musicales, contrasta con la serie de Horst Rosenthal Mickey au camp de gurs (publié sans autorisation de Walt Disney” (1942), en la que el simpático ratón va de sorpresa en sorpresa hasta llegar al corazón de las tinieblas.
En la memoria histórica moderna, Auschwitz sigue siendo el lugar de la catástrofe, donde la mutilación y el asesinato en masa fueron la norma: una destrucción desdiferenciadora. La estética negativa adorniana intenta, desesperadamente, estar a la altura de ese acontecimiento que es, en todos los sentidos, un abismo. Si en Mínima moralia el nihilismo tiene que pensar en vengar a los asesinados, en Dialéctica negativa la aniquilación está contenida en la reflexión, después de Auschwitz desaparece como obscena cualquier posibilidad de extracción de sentido de aquel trágico destino; la violencia misma sería injusta con la víctimas. El individuo fue despojado hasta del terror: la negatividad absoluta ha dejado de sorprender y, sin embargo, el sufrimiento tiene derecho a expresarse, “tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede vivir después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapa casualmente teniendo de suyo que haber sido asesinado”. La culpa de vivir impulsa al nihilismo, entendido como la destrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del “todo es nada”, como auténtica honra del pensamiento, es la esperanza de los que no la tienen.
No fue hasta 1987 que apareció el primer estudio dedicado al musulmán, aquel que en la intemperie feroz del lager esa casi menos que un resto. Ich Wat ein Muselmann, ese testimonio es, según Agamben, el núcleo duro de la paradoja textual de Primo Levi. La ultima palabra es tremenda. El desastre ya está escrito. Si Maurice Blanchot señaló que existe un límite en el que el ejercicio del arte, sea cual sea, se convierte en un insulto a la desgracia, ahora podemos comprobar que hay un impulso que lleva, a pesar de todo, hacia lo artístico. En el naufragio, esas imágenes de los condenados les permitían sobrellevar lo peor. Contemplamos los rostros del anonimato mortal de Jozef Szajna o recordamos que en el repertorio de la orquesta del campo de Auschwitz figuraba la quinta sinfonía de Beethoven y comprendemos que aquello sigue siendo difícil de explicar: todo, literalmente, se hizo posible. No le falta razón a Bataille cuendo advierte que como las Pirámides o la Acrópolis, Auschwitz es el hecho o el signo del hombre: “La imagen del hombre es inseparable, desde entonces, de una cámara de gas”. Verdadera fuga de muerte.
[Reseña de una exposición sobre el Arte en Auschwitz publicada en ABCD 2005]

[sin comentarios]
la frase más cruda ("el trabajo libera"), el umbral infernal.
Experiencia y melancolía en la estética de T.W. Adorno.

Fernando Castro Flórez.





"Un signo somos, que no apunta a nada,
sin dolor existimos y casi hemos
el lenguaje en la tierra extranjera perdido"[1].

Los versos del Hölderlin maduro resuenan como una trágica verdad que se extiende desde el comienzo de la primera versión de Mnemosyne, en esa repentina exigencia del canto, con respecto a la sensación que lo anima o recoge en esa frágil y provisional madurez en la que parece haberse renunciado al anhelo, hasta ese mirar adelante o atrás en la tercera versión. El intenso arrojo de la palabra poética, esa errática extranjería se ha incorporado, con una intensidad comparable la del autor de Hiperion, en la inacabable tarea del traductor que Benjamin desplegara[2]. En él también la melancolía aparece como un instante de equilibrio en el errar, el súbito encuentro que reblandece la densa indiferencia que tal vez no es más que el rostro confesable de la nostalgia.
En su comentario a dos poemas de Hölderlin ("El arrojo del poeta" y "Disparate") Benjamin atiende a la irrupción del canto como el único modo de corresponder lo que muere bellamente con el crepúsculo: apenas un mundo débilmente constituido. La actitud del poeta es la desmesura, una entrega que se enfrenta a la rigidez de la muerte. En el arrojo el mundo asume el peligro: "valor es ese sentimiento vital del hombre que se expone al peligro, y que en su muerte lo extiende hasta ser peligro del mundo, a la vez sobreponiéndose a él"[3]. La forma mística del mundo del héroe muerto es renovada, casi ritualmente, en esas leyendas de la tierra que se distancia, ese carácter devaluado, ilegible, de lo transmitido por la narración retorna como una culpa inconfesable: la sagrada sobriedad de Hölderlin contiene la herida sin sangre, más horrenda, que Adorno arrastrara como un estigma.
La imposibilidad de la poesía después de Auschwitz no es, ni mucho menos, el acta notarial casi morbosa extendida por los ojos horrorizados, éstos tan sólo testimoniarían la renuncia al concepto o peor la secreta solidaridad con los homicidas; en ese abismo del entusiasmo -como ha calificado Lyotard al campo de concentración[4]- surge de nuevo el para qué poetas en tiempo de indigencia de Hölderlin. En la intemperie del mundo técnico se localiza la transformación del rapto poético en una exigencia que interroga. La posibilidad de ese preguntar por el destino trágico, improbable, de la poesía es la penuria misma de aquello que se interpela: pocos poetas descienden a la noche del mundo, al abismo en el que la poesía encuentra su sentido.
La tarea de la poesía es, para Hölderlin o Rilke, la de situarse en este terreno árido de la indigencia, abrazando aquello que se encuentra olvidado. Heidegger ha manifestado que lo propio del poeta, que lo es verdaderamente en esta época del mundo, es que, a causa de la penuria, la vocación poética deviene cuestionable, "de ahí que "los poetas en tiempo de penuria" tengan que cantar propiamente la esencia de la poesía"[5]. Lo propio de la poesía es paradójicamente una ausencia, una desposesión o una huella[6] sobre la que se despliega la tarea del pensar. En el residuo del esfuerzo titánico de la escritura habita ya la esquizofrenia, falta la clave, aquello que permitiría reconstruir el territorio.
Si es cierto, como pensara Cooper, que la literatura que nos desafía no comienza sino cuando ésta asume la forma del cuaderno de bitácora, los residuos que también Jünger rastreara como si de una conspiración se tratara, es evidente que esas alegorías son rupturas irreconciliables. La palabra, emboscada en su extranjería, busca en el peligro una energía que sea un atisbo de lo que salva, es decir, del conocimiento. Como en Kafka que torna lúcidas las heridas que la sociedad inflinge al individuo, convirtiéndolas en el estricto negativo de la verdad; la potencia de esas narraciones, afirma Adorno, lo es de descomposición, por descubrir tras las armoniosas fachadas la desmesura del sufrimiento.
Lo desmantelado por el relato épico expresionista es aquella misma existencia sin dolor que el poeta reconociera como lo que nos constituye. No falta en las narraciones de Kafka el gesto que renuncia al horror extremo para sobrevivir, pero su riesgo es que convierte al lenguaje en herida. "Si la obra de Kafka conoce la esperanza, es más en los extremos que en las fases mitigadas: en la capacidad para resistir incluso a lo último haciéndose lengua."[7] El conocimiento verdadero contenido en esos relatos es una trayectoria de experiencia en la que la integración es desintegración.
El heroísmo, el arrojo que Benjamin contemplaba se asemeja ahora más a la forma baudeleriana de lo moderno, el trapero o el niño que deambulan dando nuevos sentidos a lo excluido[8]. Eso segregado es el estigma del presente: "las quiebras y deformaciones de la modernidad son para Kafka huellas de la edad de piedra, y las figuras de tiza de la pizarra de ayer, que nadie borró, son las verdaderas pinturas rupestres"[9]. La descomposición alegórica, la concreción en la calavera del Trauerspiel[10], encontró su imagen abismal en los campos de concentración en los que la esperanza falta incluso en la muerte misma: lo arrasado y reducido a humo fue la posibilidad de una vida desplegada hasta su final.
El dominio trágico de la guerra es el que permite crear esa tensión estilística única a Adorno para reconocer al menos el desesperanzado estanque de la narración. Aunque está encaminada indudablemente al fracaso, la experiencia estética trata de narrar lo visible que ha devenido enajenado, por ello su forma tiene que ser fragmentaria: quebrantamiento de la palabra poética. Como en el caso de Heine, Adorno ha notado el áspero tacto del lenguaje, su imagen desgastada como si de algo usado se tratara. "Si toda expresión es huella de sufrimiento, Heine ha conseguido convertir en expresión de la ruptura su propia insuficiencia lingüística, la carencia de lengua en el propio lenguaje."[11] Convierte el fracaso en plenitud, deja que el lamento se desencadene.
Por boca del extranjero habla la desmesura y también la astucia. Su carácter resquebrajado niega de suyo la posibilidad de un lenguaje ideal, renuncia al retorno a lo natal y, en cierto sentido, ofrece una visión del sacrificio. En el apátrida de Heine, Adorno reconoce su estado, esa mente trágica, selvática y contradictoria, como la calificara Thomas Mann[12]. Mahler y Kafka encarnan igualmente esa extrañeza y responden como el desertor. Sus baladas de la derrota indican que no hay ya más patria que en la esperanza de un mundo en el cual no hubiera ya excluidos: "el mundo de la humanidad realmente liberada. La herida de Heine no se cerrará sino en una sociedad que consumara la reconciliación"[13].
La solidaridad con los desesperados trata de rescatar una imagen de la felicidad, próxima, sin duda, a esa que Kafka sitúa en El Proceso en el beso fugaz de Frieda a Klamm. En el arte moderno radical hay una cierta esperanza mínima por su capacidad de dar siquiera la más ligera expresión a los horrores de la sociedad contemporánea. Para los oídos que captan en esas experiencias lo discordante está abierta la promesa de algo otro: su negatividad es fiel a la utopía al incluir dentro de sí la consonancia oculta. Según Adorno, en esas obras la expresión del sufrimiento y del placer se encuentran inextricablemente controladas; por un lado, erosionan la tradición, por otro convierten la relación auténtica con ellas en promesa de felicidad.
La melancólica mirada de Adorno deriva tanto de su aislamiento social cuanto de su propia condición de saboteador, consciente de la erosión que su discurso realiza en la tradición que secretamente adora[14]. Benjamin parecía dar una descripción de sí mismo cuando contemplaba a Baudelaire como un agente secreto: un agente del descontento secreto de su clase contra sí misma. La tradición adorniana tiene algo diabólico: una especie de dialéctica averiada que asume las desgarraduras[15].
La madurez de la rememoración de Hölderlin se muestra en Beethoven, para el análisis musicológico de Adorno, como disonancia del sufrimiento. En la obra tardía, la subjetividad agonizante, ese signo vacío trata de abrazarse a los restos del naufragio: el arte en su declinar. Su fuerza reside no en la voluntad que trata de completar el sistema, antes al contrario, en el gesto inesperado con el que se huye precisamente de la obra de arte: "Tocada por la muerte, la mano maestra deja libres aquellos conglomerados materiales que antes habían sido informados; las grietas y los saltos internos, testigos del vértigo final de la impotencia del yo frente al deber ser, son su obra final"[16]. En la subjetividad estallada, la retórica queda liberada, resuelta en dinámica: es, al mismo tiempo, un modo de enmudecer y de ofrecer la obra como monumento, a la manera de esos seres desolados de Beckett, supervivientes a la catástrofe.
Adorno entendió que Beckett continuaba la revelación kafkiana de la atrofia de la personalidad: la historia se excluye porque ha agotado el poder de la conciencia para producir acontecimientos históricos, la amarga protesta nietzscheana contra Hegel en la segunda de las Consideraciones intempestivas. El poder de la memoria declina con el sujeto, como tampoco las aberraciones morales permiten el antídoto del olvido, algo con que cicatrizar. En Kafka o Beckett, el arte explota desde dentro, se desgarra o se convierte en póstumo.
Los fragmentos se acumulan en una Babel derruida; lo azarosamente recordado sintoniza con lo olvidado que se revela, al modo surrealista, como algo muerto, como lo que deseaba realmente el amor y ahora quiere padecer. La relación entre Letheo y Mnemosyne es, ya en su formulación arcaica, constitutiva de lo que llamamos aletheia, pero también del arte. Derrida ha señalado que si el arte, en sentido hegeliano, es cosa del pasado, este tiene su enlace, a través de la escritura, el signo o la techné, con esa memoria sin memoria, con ese poder del Gedächtnis sin Erinnerung. La retórica de Paul de Man atraviesa la aporía del carácter de la memoria como promesa: "hay sólo promesa y memoria, memoria como promesa, sin ninguna congregación posible en la forma del presente. Esta disyunción es la ley, el texto de la ley y la ley del texto. La promesa prohíbe la congregación del Ser en la presencia, siendo incluso su condición. La condición de la posibilidad e imposibilidad de la escatología, la alegoría irónica del mesianismo"[17]. Derrida considera que la pérdida del lenguaje en un sitio extranjero del Mnemosyne de Hölderlin es un rasgo de la deconstrucción.
La demolición de Adorno puede contemplarse a la luz del trabajo deconstruccionista, esa tarea de lo intraducible o, mejor, de lo disimétrico que termina concentrándose en la pregunta por qué sea la experiencia, sobre todo cuando está comprometida éticamente con lo que es mortal[18]. La mirada micrológica comprende que la estética del fracaso no es, en su caso, una forma patética del consuelo sino el resultado de la necesaria rendición del traductor a su tarea[19]. La traducción no es, en ningún sentido, una metáfora del original, más bien lo desarticula o desequilibra, muestra que el original estaba ya desde siempre desarticulado.
La libertad frígida a la que se refiere Adorno en el comienzo de Mínima moralia es la que, con mirada delirante, no asume el desarraigo del lenguaje. Pensamos que estamos cómodos, instalados, en nuestra propia lengua, dispuestos a catalogar y componer el orden de las semejanzas. Lo que la traducción revela es la alienación, que llega a su momento extremo en la relación con lo que nos es propio: "la lengua original dentro de la cual estamos metidos es desarticulada de un modo que nos impone una alienación especial, un sufrimiento especial"[20]. Adorno ha debido experimentar como una automutilación, un sacrificio ascético, su propio estilo filosófico: defensor de la pasión idiomático, del rigor y la pureza de la textura conceptual ha tenido que recurrir a lo hermético, al texto convertido en tela de araña. La extrañez es el antídoto que sostiene contra la enajenación, el alambicado y fragmentario argumentar que absorbe en el habla la estructura de la escritura, es incluso una disposición moral[21]. Sin embargo, ni la escritura es cobijo para el que ya no tiene patria[22]; el texto es necesariamente, como en Jabès, exiliado: las voces extranjeras -afirma Adorno- son los judíos del lenguaje[23].
Lo extranjero remite al reconocimiento de lo lejano en lo próximo, las promesas de la infancia, el ancho mundo que aparecía como la felicidad diferente, la atención que podemos denominar, acercándonos a Foucault, el cuidado de sí. "Cierta noche de desconsolada tristeza me sorprendí a mí mismo en el uso de un subjuntivo ridículamente erróneo de un verbo no muy castizo propio del dialecto de mi ciudad natal. Desde los primeros años escolares no había escuchado aquel familiar barbarismo, ni mucho menos lo había empleado. La melancolía, que irresistiblemente arrastraba hacia el abismo de la infancia, despertó allá en el fondo del antiguo sonido, desmayadamente nostálgico. Como un eco el lenguaje devolvió la profunda confusión que la adversidad me causaba, al olvidarme de lo que soy."[24] El relato autobiográfico de Adorno recuerda que la estética de la existencia surge como forma de la reflexividad[25].
El signo que no apunta a nada puede interpretarse ahora, desde el poema Die Heimat de Hölderlin, como retorno a lo propio cargado de pesar: conciencia de la tierra, el hombre "hecho para querer, para sufrir"[26]. El dolor y la conciencia del sufrimiento se muestran como categorías estéticas y morales; los ejercicios de melancolía adornianos corrigen su nostálgica disposición con la indignación más aguda. La vida truncada es el registro de lo experimentado convertido en conocimiento, sometido al proceso de la crítica.
El signo característico de nuestra época es, para Adorno, la imposibilidad de la transparencia, en esta conciencia de la opacidad no es meramente moderno ni sanciona, tan solo, la renuncia al ideal clásico, armonioso, por otra parte, únicamente en apariencia[27]. Si la vida misma tiene algo de absurdo es porque la libertad se ha reducido a negatividad, "en un mundo donde desde hace mucho hay algo que temer mucho más espantoso que la muerte"[28]. La filosofía se convierte en crítica de la cultura sin por ello prometer una forma reductora de la plenitud. Al contrario, comprende que la única forma lúcida de la conducta es la vida en suspenso, una suerte de ética y estética de la resistencia que tiene conciencia de que su lugar no es el de la interioridad kierkegaardiana sino aquel que declar que la propiedad privada ha dejado de pertenecer al individuo.
La cultura administrada ha negado en casi todos los frentes al hombre la posibilidad de una experiencia de sí, mientras el narcisismo, esa disposición fláccida, que se recoge estetizadamente y se entrega a la distracción[29] como comportamiento social, crece en una sociedad en la que lo camaleónico es el imperativo pragmático. Someter cada instinto a una institución, convertir la mente en un catálogo de fórmulas que no tienen relación constitutiva con la experiencia a la que se quiere comprender y desarrollar, es un proceso que ha sido consumado de forma imparable y apenas visible.
Adorno puede parecer ese mandarín que con frecuencia surge, toscamente caricaturizado por algunos intérpretes, cuando señala que ya sea ha olvidado el cerrar una puerta suavemente, con precaución y firmeza. Algunos fragmentos sorprendentes de Mínima moralia reforzarían esa imagen entre patética y senil: "¿Qué significado tienen para el sujeto que no existan ya ventanas de hoja que puedan ser abiertas, sino tan sólo burdos cristales corredizos, que no existan ya silenciosos picaportes sino tan sólo grandes botones giratorios, que no existan ya aquellos antiguos vestíbulos ni los umbrales que daban a la calle ni muros en torno al jardín?"[30]. Aunque Adorno nunca pudo contemplar el declinar de esa existencia casi táctil en la que se educara, esencialmente aristocrática, con la ambigua satisfacción de Walter Benjamin, sin duda han compartido el dolor por la extinción de la experiencia[31], el áspero final del trato con las cosas cuando los hombres han consumado su máxima enajenación.
La reificación de las experiencias sociales es simultánea a esa perdida de calor de las cosas que, en su viaje por la inflación alemana, confesara Benjamin[32]. Si el aura que desaparece con la reproducción técnica era la irrupción de la distancia por cerca que se pueda estar, Adorno está hablando de lo mismo cuando afirma que la delicadeza ha sido segregada. El eclipse de la distancia no supone una forma inmediata de la relación, más bien incida la ausencia, como puede observarse en la imposibilidad moderna del regalo: "la frialdad se apodera de todo lo que ellos hacen, de la palabra amistosa, de la palabra no dicha, de la deferencia no practicada"[33].
Esa obstinada resistencia de lo real fue contemplada por Benjamin como si la tierra misma conspirara en la degradación, haciéndose eco del deterioro humano: Nos hemos hecho pobres, afirma lapidario en su Experiencia y pobreza. La identidad miniaturizada y compactada en la masa o concretada en la figura autoespecular del caudillo sintoniza con esas gentes que volvían mudas del campo de batalla. El desarrollo técnico genera lo contrario de la anhelada imagen del mundo: la pobreza del todo. El principio brechtiano -"borra tus huellas"-, lejano eco del enmascaramiento de Descartes, cobra forma natural en el paisaje americano, algo más que un símbolo, que Adorno consideraba desprovisto de huellas, como si nunca nadie lo hubiera acariciado: desesperante y desolador.
La vida continua como un después de la catástrofe, una sucesión intemporal de sacudidas entre las que se abren abismos. "El largo intervalo que media entre las memorias acerca de la guerra y la fecha en que se concretó la paz no constituye un hecho fortuito: ello configura un testimonio de la penosa reconstrucción del recuerdo, al cual aparece asociado en todos esos libros algo impotente y hasta adulterado, resultando indiferente a los horrores por los que pudiera haber pasado el narrador"[34]. Adorno parafrasea el empobrecimiento de la experiencia comunicable que ya constató Benjamin[35].
Experiencia significaba para Adorno un proceso de autorreflexión dependiente de la mediación conceptual con lo dado, una dialéctica que puede rastrearse desde la defensa de la auto-observación en la antropología kantiana[36]. Martin Jay ha indicado que Adorno se inspira en el concepto de experiencia de Benjamin, éste la había dividido en Erfahrung, la integración de los acontecimientos en la memoria de las tradiciones personales y colectivas, y Erlebnis, la separación de los acontecimientos en cualquiera de estos contextos significativos, individuales o comunitarios. "Ejemplificada por la erosión de la capacidad del narrador de hilvanar un relato coherente, a causa de la sustitución de la narrativa por una información inconexa en nuestras vidas cotidianas, la Erfahrung había sido crecientemente suplantada por la incoherencia sin sentido del Erlebnis en el mundo culturalmente empobrecido de capitalismo tardío."[37]
Es la experiencia misma, según Benjamin, la que nos dice que el arte de la narración está tocando a su fin, "diriase que una facultad que nos parece inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias"[38]. En el consejo transmitido, en la narración, depositaria de la promesa, que, por ejemplo, Derrida sitúa en el centro del proyecto retórico de Paul de Man, se aunaba, como en la densidad histórica del aura, la noticia de la lejanía, el relato del que retorna a casa, con la noticia del pasado que es rescatado como emblema de la distancia crítica, la esperanza política e incluso la tarea de la ética[39]. Si bien el pensar autoconsciente de su enajenación sabe que toda reificación es olvido, no se entrega a la voluntad reconstructora de la Erinnerung como la reinteriorización de algo exteriorizado sino que busca la potencia y el tránsito del Gedächtnis tal y como lo entendiera Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia: el salto del tigre sobre el pasado, la ruptura del continuun histórico.
Lo reprimido es leído como alegoría, una estrategia necesariamente melancólica que luchaba por rescatar los restos de la mimesis original, situándose con frecuencia en los escenarios de la infancia, en los que igual se abría la esperanza de lo remoto que se anticipaban las pesadillas del presente. En su magnífico ensayo sobre Ravel, Adorno expresa su oscilación ante la disposición infantil: deplora lo que llama el "infantilismo" de Strawinsky y exalta, con reservas, los niños que crecen con ojos profundos en la música de Ravel, depositarios de una tristeza sin fe, la de Mallarmé o Hoffmansthal. "La melancolía de Ravel es la clara y cristalina del tiempo fugitivo, que no puede ser apresado, que es tanto más despreciado por él cuanto de aquel quiso siempre apartarse; si su dulzura no halla palabras, puede buscarlas del antiguo sol mayor que no es para él más real que la misma dulzura caduca. De esta manera penetra en Ravel un momento de azar interrogante, imprevisto que sería insensato e injusto no asociar a capacidad artística, esteticismo y experiencia."[40]
La experiencia que cuestiona surge de aquel mismo mutismo del que retorna de las trincheras, su pobreza surge de que ha visto lo extremo, la barbarie se ha enseñoreado en la realidad. Frente a ella y como pharmakon, Adorno propone una barbarie ascética contra la cultura de masas. La pobreza de nuestra experiencia es, para Benjamin, una especie de nueva barbarie que tiene que ser invertida, vuelta contra sí misma, para convertirse en una potencia positiva; se trata de comenzar desde el principio, una suerte de grado cero de la experiencia, próximo a la mirada que no atiende a algo otro que a su propia localización en la tercera versión de Mnemosyne.
Esta construcción que se reinicia tiene que surgir de la confesión de la propia precariedad: "volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en los pañales sucios de nuestra época"[41]. El funeral que Baudelaire contemplaba en los trajes negros de sus contemporáneos no supone una experiencia únicamente trágica, no hay que entenderla, dice Benjamin, como si los hombres añorasen una experiencia nueva. "No; añoran liberarse de las experiencias, añoran un mundo entorno en el que puedan hacer de su pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente que salga de ella algo decoroso."[42]
La experiencia que se desmantela a sí misma, se desfonda de un modo paródico: sobrevivir a la cultura riéndose de ella[43], con la extravagancia de los espíritus libres[44] o con la irresponsabilidad, como afirma Adorno, como único horizonte del pensar contra la brutalidad[45]. En su análisis de la Teoría de la clase ociosa de Veblen, detectaba Adorno al representante de la pobreza: "esta es su verdad -pues los hombres aún están encadenados a la pobreza- y su falsedad -pues ya se ha manifestado hoy el absurdo de la pobreza-. Adaptarse a lo que hoy ya es posible significa dejar de adaptarse, significa realizar lo posible"[46].
Si en Mínima moralia el nihilismo tiene que pensar en vengar a los asesinados, en Dialéctica negativa la aniquilación está contenida en la reflexión, después de Auschwitz desaparece como obscena cualquier posibilidad de extracción del sentido de aquel trágico destino; la violencia misma sería injusta con las víctimas. El individuo fue despojado hasta del terror: la negatividad absoluta ha dejado de sorprender. Y, sin embargo, el sufrimiento tiene derecho a expresarse, "tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede vivir después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente teniendo de suyo que haber sido asesinado"[47]. La culpa de vivir impulsa al nihilismo como auténtica honra del pensamiento, es la esperanza de los que no la tienen.
El nihilismo se entiende como la deconstrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del todo es nada; la dialéctica negativa grita en silencio que las cosas no pueden seguir así. "Lo que de verdad tendría que responder un pensador a la pregunta de si es nihilista es: demasiado poco; y quizá por frialdad, porque no tiene suficiente simpatía con lo que sufre."[48] Samuel Beckett es el artista que ha reaccionado de la única forma honesta al campo de concentración: no lo nombra como si un tabú lo rodeara; en el fondo, para él, el mundo ha remedado el exterminio de esos lugares de la masacre. "De la hendidura de la inconsecuencia así formada emerge un mundo de imágenes de la nada, que su pluma retiene como un algo."[49] En sus conversaciones con Georges Duthuit, Beckett ha dado la fórmula condensada de su tarea creativa como un continuar a pesar de todo, expresar cuando no se querría hacerlo[50], ajeno a la gloria de la potencia y el poder. No se trata como en el caso de Masson, de pintar el vacío, aterrado y temblando, sino de dar cuerpo al sueño de un arte sin resentimiento, que se atreva a reconocer su pobreza, que no la transfigure.
La obra dramática de Beckett es una respuesta crítica al arte, asume su destino ridículo: la catástrofe es enunciada como si se tratara del chiste de un clown. El presupuesto, según Adorno, que guia esa obra es la destrucción de la constitución y genesis del arte[51]. El papel de la estética -dejar constancia del fin, alejarse del pasado y pasarse a la barbarie- se torna deconstructivo. Si el arte tiene un momento verdadero, es en su sublevarse con respecto al curso del mundo: es el estigma y la posible curación de los abusos de la cultura.
"La barbarie no es mejor que la cultura que se ha ganado a pulso tal barbarie como retribución de sus bárbaros abusos."[52] Esa barbarie casi nietzscheana es presentada esquemáticamente en el remedo de manifiesto que Benjamin titula El carácter destructivo, esa estrategia que solo conoce una consigna: hacer sitio. Borra las huellas incluso las de la destrucción; en él, resuena la voluntad faústica y el flagelo crítico de Karl Kraus, encarnación de la estrategia crítica en vanguardia, incansable, tal vez por ello indecisa o pasmada como algunos de los ángeles que pintara Klee. El carácter destructivo ve caminos por todas partes, "está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos"[53].
El arte abomina de lo perfecto, para él sencillamente cursi, sabe que en ese alejamiento se encuentra su fragilidad: en ese trayecto la fatiga encadena a lo fragmentario[54]. Esa es también la textura contemporánea del pensar, que no significa más que estar, en todo momento, atento a si es posible pensar. La dialéctica se opone a toda cosificación incluso a aquella que la reduciría a "método"; se parece, más bien, a una práctica retórica sofística o, en un sentido más metafórico, a un canto de sirenas: conduce a la perdición, desestabiliza a lo obvio. "Importa poseer conocimientos que no fuesen absolutamente correctos, invulnerables e inatacables -ya que los tales van a rematar irremisiblemente en la tautología- sino conocimientos frente a los cuales la pregunta por la corrección se planteara por sí misma."[55] El pensamiento dialéctico realiza una crítica inmanente, trata de quebrar, deconstruir, el carácter compulsivo de la lógica utilizando sus propios recursos; éste dispositivo de la crítica es, para Adorno, territorio o asilo de todo el pensar de los oprimidos, incluso del nunca pensado por ellos[56], estrategia necesariamente histórica que atiende a lo concreto, incluso a los mínimos detalles.
"La razón dialéctica es, frente a la predominante, la irracionalidad: recién cuando logra probar la culpabilidad de aquella deviene propiamente razonable."[57] Paradójicamente, el antídoto contra la enajenación es la actitud del extraño, esa proximidad con lo que se denomina locura o aquella extranjería hölderliniana[58]. En el pensamiento es esencial un elemento de exageración. La prosa paratáctica adorniana está plagada de ellas, la grandilocuencia se mezcla con la atención microscópica a lo cotidiano: el rigor se despliega desde la extrema libertad filosófica. "Lo no bárbaro de la filosofía reposa en la tácita conciencia de aquel elemento de irresponsabilidad, de suprema felicidad que emana de la fugacidad del pensamiento, el cual siempre se sustrae de lo que enjuicia."[59] Foucault también reconoció que pensar es exagerar, contemplar la estupidez de cerca hasta confundirse con ella, en cierto sentido, es practicar con maldad el gesto de la paradoja para producir lo diferente: convertirlo en acontecimiento[60].
El proceso por el cual lo concreto mismo es disuelto y, simultáneamente , elevado a concepto, es, para Adorno, moral del pensar que, de suyo, es problematización estilística: búsqueda del rigor y de la pureza idiomática que se resiste a la conversión mediática del habla en esquema informativo[61]. La distancia con respecto a lo establecido es el campo de juego del pensar[62]. Ese espacio es el de la diferencia, exigida por Nietzsche para su filología o Benjamin para una experiencia estética que está declinando.
El crepúsculo del arte, sancionado por Hegel, no ha supuesto, como las Lecciones de estética se postulara, la redención conceptual. Como señalara Adorno al comienzo de Dialéctica negativa, las heladas aguas del concepto siguen exigiendo la arriesgada travesía, en ningún sentido el momento práctico las reduce a impostura. Pero el eclipse de la distancia, la transformación técnica del mundo en tráfico de información no deja de afectar a la teoría misma que se ve obligada a asumir lo torcido, lo no transparente, la astucia o aquello no comprendido, anacrónico. Adorno indica que el legado de Benjamin es, precisamente, su concepción del pensar como ensayo: "su legado consiste en la tarea de no dejar librado ese ensayo únicamente a las cuajadas imágenes enigmáticas del pensar, sino en recuperar a través del concepto lo que carece de intención, o sea; en la perentoria necesidad de pensar y a la vez dialécticamente y no dialécticamente"[63].
El arte encarna lo tentativo de la experiencia moderna del pensar, asume el nihilismo, se manifiesta en el ocaso del arte. Las obras contienen un impulso a la autoaniquilación, como una íntima exigencia, afirma Adorno, que las arrastra hacia la verdadera imagen de lo bello. Mallarmé afirmó que la destrucción fue su Beatriz, ese impulso que más que descendente es radical: contenido más que en el reconfortante gesto del malditismo, en el paso que se retrasa de Franz Kafka o en la intempestividad nietzscheana. El arte se localizada con respecto a su final, "coadyuvando de ese modo a la destrucción del arte, la cual constituye su propia salvación"[64].
La paradoja es lo característico del arte moderno, es un intento de descomposición del mundo que se realiza, fundamentalmente, a través de una destrucción del lenguaje. Lo irresistible del arte moderno se encuentra en la presentación del rostro auténtico de nuestro tiempo, tal vez insoportable, pero que en su condición desgarrada, es una exigencia de nuestra sociedad: su ambigüedad viene dada por que es expresión de decadencia e infortunio y, sin embargo, su utopía es la de la reconciliación. Los signos de la dislocación -ha recordado Marc Jiménez- son el sello de la autenticidad del arte moderno[65]. Por ello, frente a la sensibilidad tradicional, el gusto de vanguardia se muestra como ascético. "Todo lo que aún bajo el espanto prospera en belleza -afirma Adorno airado-, es escarnio y detestable por sí mismo."[66]
En el fondo, la defensa adorniana de lo moderno[67] es una consecuencia de su búsqueda de una narración de la experiencia que sólo puede realizarse como lenguaje del sufrimiento. No creo que en esa formulación se encuentre, como piensan algunos intérpretes, una justificación hegeliana del pesimismo cultural. Si algún rastro hegeliano se encuentra en esa conciencia del sufrimiento que permanece, sin embargo, mudo, es la atención a lo concreto: "en una época de horrores incomprensibles quizá sólo el arte pueda dar satisfacción a la frase de Hegel que Brecht eligió como divisa: la verdad es concreta"[68].
Adorno encuentra en la vanguardia, en los ismos, la experiencia de un arte emancipado de su espontánea evidencia. La fuerza provocadora de esos movimientos es una forma de autoconciencia, es un recuerdo de lo omitido[69] que no evita el fracaso, la descomposición, que tal vez le es constitutiva[70], puesto que lo odiado debe por lo menos ser solidario, "soledad que es una garantía de su impotencia, de su falta de eficacia histórica"[71]. La larga mirada mahleriana que se aferra a aquello que está condenado, esas últimas palabras, "fisuras que son la escritura de la verdad", según la hermosa expresión de Adorno, renuncian provisionalmente a las promesas[72] y prefiguran el credo estético de la nueva música de Schönberg: la disonancia que "transfigura el atractivo en su antítesis, en dolor"[73].
Como si se vengara de sus excesos o, mejor, de su complaciente apariencia armónica, el arte asume lo feo y lo disforme, un reflejo fragmentario de la realidad. La vida truncada renuncia al consuelo, denuncia la abundancia de la pobreza haciéndose voluntariamente pobre, eso le conduce a lo negro y al borde del silencio[74]. El ocaso del arte, que Adorno no diagnostica meramente sino que lo acompaña en su caída[75], se sitúa en la enfermedad misma. Por ello, el arte se apropia de lo feo, no para configurar la ascética renuncia, el memento mori medieval, sino para mostrar lo obsceno de cualquier imagen de la vida que segregue lo deforme. "Tiene que apropiarse de lo feo para denunciar en ello a un mundo que lo crea y lo reproduce a su propia imagen, aunque sigue fomentando la posibilidad de lo afirmativo como complicidad con el envilecimiento, fácilmente cambiada en simpatía con lo envilecido."[76] La apología adorniana del nihilismo contiene la utopía de una existencia diferente: la humanidad misma se convierte en promesa[77].
El arte es una exigencia social en la que no se presentan sublimaciones de los deseos sino formaciones indeseables, cortocircuitos de la realidad como el Cuerpo Sin Órganos de Deleuze o las máquinas solteras[78]. Los violentos instintos que presenta el artista, esa estrategia que introduce caos en el orden[79], es la de lo nuevo. "Lo nuevo, vacío lugar de la conciencia, aguardando con los ojos cerrados, por así decirlo, parece la fórmula por la cual se extrae de la crueldad y la desesperanza un valor de estímulo."[80] Esto no tiene nada que ver con el tempo ansioso de la moda, que cambia todo para que lo mismo permanezca; la modernidad, por el contrario, se rebela frente a la mentalidad epigónica que lo da todo por hecho. Lo no pensado es aquello a lo que aspira lo nuevo, situado en la conciencia del desmoronamiento de la experiencia, esa barbarie encadena a la monotonía: ese componente satánico que Baudelaire localizara[81]. "La descomposición del sujeto tiene lugar a través de su abandonarse a lo monótono siempre diferente."[82] Lo nuevo es, por sí mismo, ambivalente, contiene el carácter proyectivo de lo moderno y es una enigmática imagen del hundimiento absoluto: "sólo por medio de su absoluta negatividad puede el arte expresar lo inexpresable, la utopía"[83].
La desesperanza está inscrita en el seno de las grandes obras de arte: más que trágico todo arte es, según Adorno, triste, porque sabe que su esperanza de duración es su enfermedad mortal. Y, sin embargo, esa fragilidad, el hablar como Kafka de existencias aniquiladas, es su extrema verdad. El pensamiento corrosivo de Adorno no duda en sostener su radicalismo estético en una exigencia ética: sin esperanza la idea de verdad no es pensable.
La experiencia que tiene que narrarse es una trama de lo nuevo artístico y del comportamiento que comienza desde cero, una práctica moral destructiva en el sentido de Benjamin. Ese territorio sólo puede ser el de la resistencia, el de la desesperación que no expresa lo irrevocable ni da por cancelado ni siquiera al pasado, "la desesperación arrastra a su abismo a ese pasado mismo. De ahí que sea alocado y sentimental querer preservar el pasado en toda su pureza frente a la marejada de inmundicias del presente. A este pasado no le queda otra esperanza sino exponerse, sin protección alguna a la desgracia, para resurgir de ella como otra cosa"[84]. Una tradición liberada sería esa que se entrega al torbellino del presente, que no aspira a su conversión en mito, esa dialéctica que Horkheimer y Adorno rastrearon.
La filosofía, situada en la desesperación, contempla las cosas desde el punto de vista de la liberación, agrietándolas, revelando sus precipicios que, para Adorno, remedan la apariencia que tendrán cuando sean contempladas bajo la luz mesiánica[85]. El pensamiento renuncia a su tarea parapetado, tratando quiméricamente de escapar a lo condicionado. El aprendizaje moral y estético en lo mínimo se sacrifica a una experiencia de los detalles, la piel se torna para ese pensamiento extranjera: la melancolía tiene que arriesgarse en el reconocimiento de lo lejano en lo próximo.
Devenir excéntrica es el destino de la filosofía, arrojarse a los bordes de la civilización como el mendigo que, para Benjamin, supone lo inevitable del mito[86]. La razón dialéctica tiene que resistir según Adorno, en medio de la desesperación y el atropello: no rehuye lo absurdo, eso que el buen sentido encubre. "Hay que imitar a las liebres; cuando suena el disparo, echarse locamente a tierra y hacerse el muerto, reunir fuerzas y reflexionar detenidamente, y si aún se conserva aliento, echar a correr a todo escape. La fuerza que desata el miedo y la que lleva a la felicidad son lo mismo, un ilimitado permanecer abierto a la experiencia que crece hasta el autosacrificio, experiencia en la cual el que ha caído vuelve encontrarse. ¿Qué sería una felicidad que no se midiera por la inconmensurable tristeza de aquello que es?"[87] La filosofía es una defensa de la vida como algo que, a pesar de la desdicha, aún existe; la astucia de las liebres, la excentricidad del pensador o la épica tortuosa del narrador exigen un freno a la locura que ellos mismos llevan, dolorosamente, a autoconciencia.
Como al final de Exiliados de Joyce, la herida está cansada, de la vida en suspenso permanece el deseo del amante: "¡Oh mi extraño y salvaje amante, vuelve a mí otra vez!"[88]. La travesía moderna del extranjero clama por ese retorno y, mientras tanto, busca palabras para la vieja herida. La melancolía que Adorno viera expresada en Blancanieves en su forma más acabada bosqueja nuevos puntos de partida: "la verdad es inseparable de la loca ilusión de que del seno de las figuras de la engañosa apariencia surja al fin, ya sin visos de apariencia, la salvación"[89].
[1] Hölderlin: "Mnemosyne (2ª versión)" en revista Creación, nº 1, Madrid, Abril de 1990, p. 55.
[2] W. Benjamin: "Las tareas del traductor", incluido en Angelus novus, Edhasa, Barcelona, 1971: "Las traducciones de Hölderlin son las imágenes primigenias de su forma; hasta comparadas con las versiones más perfectas de sus textos, siguen siendo la imagen original en relación con el modelo, como se demuestra comparando las traducciones de Hölderlin y de Borchardt de la tercera pítica de Píndaro. Precisamente por esto subsiste en ellas el peligro inmenso y primordial propio de todas las traducciones: que las puertas de un lenguaje tan ampliado y perfectamente disciplinado se cierran y condenen al traductor al silencio. Las traducciones de Sófocles fueron el último trabajo de Hölderlin. En ellas el sentido salta de abismo en abismo, hasta que amenaza con hundirse en las simas insondables del lenguaje" (pp. 142-143).
[3] W. Benjamin: "Dos poemas de Hölderlin" en Para una crítica de la violencia, Ed. Taurus, Madrid, 1991, p. 108.
[4] J.-F. Lyotard: El entusiasmo, Ed. Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 124-125.
[5] M. Heidegger: Sendas perdidas, Ed. Losada, Buenos Aires, 1960, p. 225.
[6] Esta es la huella de los dioses huidos: el nihilismo. Cfr. M. Heidegger: Desde la experiencia del pensamiento, Ed. Península, Barcelona, 1986, p. 67.
[7] T.W. Adorno: "Apuntes sobre Kafka" en Crítica cultural y sociedad, Ed. Ariel, Barcelona, 1976, p. 147.
[8] Cfr. W. Benjamin: Iluminaciones II, Ed. Taurus, Madrid, 1972, pp. 98-100 y Dirección única, Ed. Alfaguara, Madrid, 1987, p. 25.
[9] T.W. Adorno: "Apuntes sobre Kafka" en Crítica cultural y sociedad, p. 156.
[10] Cfr. W. Benjamin: El origen del drama barroco alemán, Ed. Taurus, Madrid, 1990, p. 159.
[11] T.W. Adorno: "La herida de Heine" en Crítica cultural y sociedad, p. 181.
[12] Recordemos las páginas de Doktor Faustus en las que la música aparece como expresión del lamento, esas reflexiones surgidas de la mente de Adorno, dodecafónico en la articulación del pensamiento, cfr. Thomas Mann: op. cit., Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984, pp. 558-562.
[13] T.W. Adorno: "La herida de Heine" en Crítica cultural y sociedad, p. 184.
[14] Cfr. E. Lunn: Marxismo y modernismo, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 319-320.
[15] Cfr. J.-F. Lyotard: Dispositivos pulsionales, Ed. Fundamentos, Madrid, 1981, pp. 121-122.
[16] T.W. Adorno: Reacción y progreso, Ed. Tusquets, Barcelona, 1970, p. 24.
[17] J. Derrida: Memoria para Paul de Man, Ed. Gedisa, Barcelona, 1989, p. 146.
[18] Cfr. J. Derrida: Memoria para Paul de Man, pp. 150-151.
[19] "Una de las razones por las que toma Benjamin al traductor en vez de al poeta es porque el traductor, por definición, fracasa. El traductor nunca puede hacer lo que hizo el texto original" (P. de Man: La resistencia a la teoría, Ed. Visor, Madrid, 1990, p. 125).
[20] P. de Man: La resistencia a la teoría, p. 131.
[21] T.W. Adorno: Mínima moralia, Ed. Monte Avila, Caracas, 1975, pp. 112-113.
[22] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 98.
[23] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 124.
[24] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 124.
[25] Thiebaut ha indicado un camino para una moral de la resistencia que trata de sintetizar a Foucault y la teoría crítica, cfr. Historia del nombrar, Ed. Visor, Madrid, 1990, p. 207.
[26] Hölderlin: Obra poética, tomo I, Ed. 29, Barcelona, 1977, p. 167.
[27] Incluso en la obra clásica la decadencia es ruina es inmanente. "La ruina de las obras es ante todo la ruina de su interioridad" (T.W. Adorno: Reacción y progreso, p. 33).
[28] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 38.
[29] Recuérdese la percepción distraída, W. Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 51.
[30] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 41.
[31] La preocupación por la experiencia surge en los primeros textos de Benjamin, cfr. "Experiencia" (1913) en Escritos, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1989, pp. 41-44. Adorno sostuvo ya su concepto dialéctico de experiencia en su crítica de la datidad ideal husserliana, cfr. Metacrítica de la teoría del conocimiento, Ed. Monte Avila, Caracas, 1974, pp. 159 y ss. Cfr. también para la idea benjaminiana del pensamiento como experiencia, T.W. Adorno: "Caracterización de Walter Benjamin" en Crítica culturas y sociedad, pp. 129-130.
[32] Cfr. W. Benjamin: Dirección única, p. 33.
[33] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 45.
[34] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 58.
[35] Cfr. W. Benjamin: Discursos interrumpidos I, p. 168.
[36] I. Kant: Antropología, Ed. Alianza, Madrid, 1991, pp. 24-25.
[37] M. Jay: Adorno, Ed. Siglo XXI, México, 1988, p. 67.
[38] W. Benjamin: "El narrador" en Para una crítica de la violencia, p. 112.
[39] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 156.
[40] T.W. Adorno: Reacción y progreso, p. 39.
[41] W. Benjamin: "Experiencia y pobreza" en Discursos interrumpidos I, p. 170.
[42] W. Benjamin: Discursos interrumpidos I, p. 172.
[43] Cfr. W. Benjamin: Discursos interrumpidos I, p. 173.
[44] Cfr. W. Benjamin: Dirección única, pp. 32-33.
[45] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 75.
[46] T.W. Adorno: "El ataque de Veblen a la cultura" en Crítica cultural y sociedad, p. 73.
[47] T.W. Adorno: Dialéctica negativa, Ed. Taurus, Madrid, 1975, p. 363.
[48] T.W. Adorno: Dialéctica negativa, p. 380.
[49] T.W. Adorno: Dialéctica negativa, p. 380. Adorno también ha reconocido esa fidelidad al nihilismo en Alban Berg, en el transcurrir mortalmente triste de su música. "Si nos abismamos en la música de Berg a veces parece como si su voz nos hablara con un sonido entremezclado de ternura, nihilismo y confianza en la perecedero: así es, en realidad todo es nada" (T.W. Adorno: Alban Berg, Ed. Alianza, Madrid, 1990, p. 12).
[50] Cfr. S. Beckett: Detritus, Ed. Tusquets, Barcelona, 1978, p. 89.
[51] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, Ed. Taurus, Madrid, 1980, p. 326.
[52] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 13.
[53] W. Benjamin: "El carácter destructivo" en Discursos interrumpidos I, p. 161.
[54] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 241.
[55] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 78.
[56] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 262.
[57] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 80.
[58] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 103.
[59] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 143.
[60] "Pensar se arrastra lánguidamente como una perversión; pensar se repite con aplicación sobre un teatro; pensar se echa de golpe para fuera del cubilete de los dados. Y cuando el azar, el teatro y la perversión entran en resonancia, cuando el azar quiere que entre los tres haya esta resonancia entonces el pensamiento es un trance; y entonces vale la pena pensar" (M. Foucault: Theatrum Philosophicum, Ed. Anagrama, 1981, p. 41).
[61] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, pp. 112-113.
[62] "La distancia no es una zona de seguridad sino un campo de tensión. Se manifiesta no tanto en el desistir de la pretensión de verdad de los conceptos como el de la delicadeza y fragilidad con el que piensa" (T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 144).
[63] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 173.
[64] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 84.
[65] Cfr. Marc Jiménez: Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1977, p. 92.
[66] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 136.
[67] Cfr. Albrecht Wellmer: "La dialéctica de modernidad y postmodernidad" incluido en Modernidad y postmodernidad, Ed. Alianza, Madrid, 1988, pp. 113-116. Cfr. Peter Bürger: Teoría de la vanguardia, Ed. Península, Barcelona, 1987, pp. 151-164. Lyotard ha señalado, en clave adorniana, que la vanguardia es una translaboración de la modernidad que se resiste al cinismo, cfr. La posmodernidad (explicada a los niños), Ed. Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 91-93.
[68] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 33.
[69] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 91.
[70] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, p. 38.
[71] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 42.
[72] Cfr. T.W. Adorno: Mahler, Ed. Península, Barcelona, 1987, p. 202.
[73] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 27.
[74] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, p. 60.
[75] Señalemos cierta afinidad (a pesar de las continuas referencias distanciadoras y absolutamente desprovistas de contenido que realiza sobre la teoría crítica) con la ontología de la decadencia de Vattimo, cfr. El fin de la modernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1986, pp. 23-32.
[76] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 71.
[77] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 87.
[78] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 230 y G. Deleuze: El Anti-Edipo, Ed. Barral, Barcelona, 1972, pp. 289-290.
[79] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 236.
[80] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 251.
[81] Cfr. T.W. Adorno: Teoría estética, p. 36.
[82] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 254.
[83] T.W. Adorno: Teoría estética, p. 51.
[84] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 188.
[85] Cfr. T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 265 y W. Benjamin: "Fragmento político teológico" en Discursos interrumpidos I, pp. 193-194.
[86] "El mendigo arrojado por la puerta de la civilización, ¿no estaría entonces fuera de peligro en su patria, liberada ya del anatema que pesa en la tierra? "Ahora duerme tranquilo, ya el mendigo está en nuestra casa"" (T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 219). El extranjero de Hölderlin es ahora el mendigo, la conciencia enmudecida que no es capaz ni de reconocer su dolor.
[87] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 219.
[88] J. Joyce: Exiliados, Ed. Cátedra, Madrid, 1987, p. 187.
[89] T.W. Adorno: Mínima moralia, p. 137.