miércoles, 30 de septiembre de 2009

Fuga de muerte.

Fernando Castro Flórez.


La Nueva Sinagoga de Berlín acoge la muestra Arte en Auschwitz, 1940-1945, en la que se presentan ciento cuarenta obras de treinta y ocho prisioneros del Lager que ha terminado por ser nombre del horror absoluto. El sanguinario Rudolf Höss, jefe de ese macabro campo de concentración, descubrió un día al prisionero polaco Franciszek Targosz dibujando un caballo y, en vez de mandarle directamente, a la cámara de gas, decidió perdonar aquel gesto que, dentro de aquel mundo infernal, se consideraba pura rebeldía. Como un demente, tentando a su suerte, Targosz propuso la creación de un taller dentro de Auschwitz y, lo más sorprendente fue que recibió una respuesta afirmativa. Desde el otoño de 1941 una serie de artistas, tras jornadas agotadoras de un trabajo que más que liberar, como decía la funesta frase de la puerta del campo, funcionaba como tortura, podían “liberarse” entregando su imaginación al arte de la pintura. De aquel anómalo atelier surgieron visiones de barcos, retratos, visiones nostálgicas o vagamente medievalizantes, un repertorio iconográfico que, en todos los sentidos, era “oficial”; de forma clandestina pintaban a sus compañeros de penalidades, la demacración, el llanto, la muerte a diestro y siniestro. Uno de aquellos artistas, Wladyslaw Siwec declaró, después de la liberación, que si no hubiera pintado no habría sobrevivido a Auschwitz: “Si pintaba, olvidaba que estaba en el campo, aunque siempre pintáramos con un constante miedo”. En la muestra The Last Expresión: Art and Auschwitz, que se realizara en Mary and Leigh Block Museum of Art, Northwestern University, Evanston, Illinois en el 2002, pudieron ya verse los dibujos de camastros al aire libre de Karl Schwesig, los prisioneros vestidos con harapos de Hellmut Bachrach-Barée, los cuentos ilustrados por Marian Moniczewski que camuflan, a duras penas, el sufrimiento que también llegó hasta los niños, los seres famélicos en las duchas que obsesionan a Karel Fleischmann, esa imagen tremenda del nazi pisando la cabeza del prisionero caído por el suelo que compone Wicenty Gawron. Si Leo Hass trazó, con pulso nervioso las deportaciones y la oscuridad del ghetto, junto a la morgue de las peores pesadillas, Mieczylaw Koscielniak sedimenta, con un imponente acento expresionista, la experiencia de la muerte. La danza macabra de Felix Nussbaum, con esos esqueletos tocando instrumentos musicales, contrasta con la serie de Horst Rosenthal Mickey au camp de gurs (publié sans autorisation de Walt Disney” (1942), en la que el simpático ratón va de sorpresa en sorpresa hasta llegar al corazón de las tinieblas.
En la memoria histórica moderna, Auschwitz sigue siendo el lugar de la catástrofe, donde la mutilación y el asesinato en masa fueron la norma: una destrucción desdiferenciadora. La estética negativa adorniana intenta, desesperadamente, estar a la altura de ese acontecimiento que es, en todos los sentidos, un abismo. Si en Mínima moralia el nihilismo tiene que pensar en vengar a los asesinados, en Dialéctica negativa la aniquilación está contenida en la reflexión, después de Auschwitz desaparece como obscena cualquier posibilidad de extracción de sentido de aquel trágico destino; la violencia misma sería injusta con la víctimas. El individuo fue despojado hasta del terror: la negatividad absoluta ha dejado de sorprender y, sin embargo, el sufrimiento tiene derecho a expresarse, “tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede vivir después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapa casualmente teniendo de suyo que haber sido asesinado”. La culpa de vivir impulsa al nihilismo, entendido como la destrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del “todo es nada”, como auténtica honra del pensamiento, es la esperanza de los que no la tienen.
No fue hasta 1987 que apareció el primer estudio dedicado al musulmán, aquel que en la intemperie feroz del lager esa casi menos que un resto. Ich Wat ein Muselmann, ese testimonio es, según Agamben, el núcleo duro de la paradoja textual de Primo Levi. La ultima palabra es tremenda. El desastre ya está escrito. Si Maurice Blanchot señaló que existe un límite en el que el ejercicio del arte, sea cual sea, se convierte en un insulto a la desgracia, ahora podemos comprobar que hay un impulso que lleva, a pesar de todo, hacia lo artístico. En el naufragio, esas imágenes de los condenados les permitían sobrellevar lo peor. Contemplamos los rostros del anonimato mortal de Jozef Szajna o recordamos que en el repertorio de la orquesta del campo de Auschwitz figuraba la quinta sinfonía de Beethoven y comprendemos que aquello sigue siendo difícil de explicar: todo, literalmente, se hizo posible. No le falta razón a Bataille cuendo advierte que como las Pirámides o la Acrópolis, Auschwitz es el hecho o el signo del hombre: “La imagen del hombre es inseparable, desde entonces, de una cámara de gas”. Verdadera fuga de muerte.
[Reseña de una exposición sobre el Arte en Auschwitz publicada en ABCD 2005]

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