sábado, 31 de octubre de 2009

"die Hauptsache ist, pluma denken lernen". Efectivamente, el pensamiento torpe es el pensamiento de los grandes. La ingenuidad no tiene nada que ver con la simplificación idiota de las cosas. Es, más bien, una apertura particularmente confiada hacia la voluptuosa complejidad -realciones, ramificaciones, contradicciones, contactos- del mundo circundante. ES el gesto de aceptar interrogativamente esa complejidad. ES el placer de querer jugar con ella.
"Hegel tenía una madera de humorista sin precedentes en la historia de la filosofía, con la única excepción de Sócrates, que empleaba además un método similar. Hasta donde yo sé, tenía un defecto congénito que no lo abandonó hasta su muerte: parpadeaba continuamente sin llegar a ser consciente de ello, así como otros son víctimas de un irresistible baile de San Vito. Tenía tal sentido del humor que no podía imaginarse algo parecido al orden, por ejemplo, sin pensar en el desorden. Le resultaba evidente que el máximo desorden se sitúa en una proximidad inmediata al orden estricto. Impugnó que uno sea igual a uno, no sólo porque todo cuanto existe se transforma en irresistible e infatigablemente en otra cosa, incluso en su contrario, sino también proque nada es idéntico a sí mismo. Como a todo humorista, le interesaba averiguar sobre todo en qué se transformaban las cosas. Aún no he conocido a nadie carente de humor que haya entendido la diálectica de Hegel. Así mismo, la mejor escuela de dialéctica es la emigración. Los dialécticos más agudos son los refugiados. Son refugiados proque se han producido cambios y ellos solamente estudian los cambios. De los menores indicios deducen los máximos acontecimientos, siempre que tengan buen juicio. Cuando triunfan sus adversarios, ellos calculan cuánto ha costado la victoria y tienen buen ojo para las contradicciones. ¡Que viva la dialéctica!" (Bertold Brecht: "Diálogos de refugiados").
Die Wahrheit is konkret.
"El verdadero escritor no puede escribir más que el diario de la obra que no escribe" (Maurice Blanchot). No escribirá nunca o no ha escrito. Lo que Michel Foucault nombrará, más tarde, trabajo de los hypomnemata: "recopilación de cosas leídas y oídas y soporte de los ejercicios de pensamiento (...) por la apropiación, la unificación y la subjetivación de un ya-dicho fragmentario y elegido". Lo que Gilles Deleuze nombrará, referida a sí misma, una escritura de la singularidad interpersonal: "Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías. (...) La literatura sigue el camino inverso, y sólo se plantea descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que no es en absoluto una generalidad, sino una singularidad en el más alto grado". La literatura no empiea más que cuando nace en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder y de la obsesión de decir Yo.
"Qué bueno es mear encoma de los acordes de un piano.
Qué divino es follar entre los juncos alocados por el viento".
(Bertold Brecht).
Excavación benjaminiana.

“La profundidad”, comentaba Brecht con acritud a Benjamin, “no te lleva a ninguna parte”. Para Brecha la profundidad “no es más que profundidad y no hay nada que ver en ella”. Si la profundidad es ilusión, entonces para Brecha tampoco puede haber superficies reales; el espacio en el que se desarrolla la negación, no está debajo del objeto, sino a su lado, en la diferencia, la alteridad, las otras posibilidades.

La miniatura tiene un significado político, al sugerirnos aquellas cosas “inconspicuas, sobrias e inagotables” con las que debe alienarse el revolucionario; es la esquirla heterogénea que se escurre a través de la red ideológica; e incluso hay en ella una insinuación de la “mónada” o del campo compactado de fuerzas del pensamiento mesiánico de Benjamín.

“Algunos legan cosas a la posteridad”, escribe Benjamín en El carácter destructivo, “convirtiéndolas en intocables y conservándolas de esta forma, otros legan situaciones, haciéndolas viables y liquidándolas con ello”. Lo que se transmite a través de la tradición no son “cosas” y menos aún “monumentos”, sino “situaciones”; no son objetos solitarios, sino las estrategias que los construyen y movilizan. No es que revaloricemos constantemente una tradición; la tradición es la práctica de excavar, salvaguardar, violar, desechar y reinscribir continuamente el pasado.

En un pasaje de Infancia en Berlín hacia 1900 se refiere Benjamín a esa experiencia de excavar: “es verdad que para que unas excavaciones tengan éxito, se necesita un plan. Pero no son menos indispensables los cautelosos sondeos en la oscura arcilla y sería estafarse a sí mismo robándose el premio más valioso, conservar sólo el informe de los descubrimientos que se han hecho y no esta oscura dicha proporcionada por el mismo lugar del hallazgo. La búsqueda infructuosa forma parte de esto tanto como el éxito, y por consiguiente el recuerdo no debe proceder a la manera del relato y menos aún del informe, sino que, en la manera más estrictamente épica y rapsódica, debe probar con su pala en lugares siempre nuevos y escarbar hasta niveles cada vez más profundos en los viejos”. No sólo se trata de los despojos de las situaciones, sino de las situaciones mismas, de la práctica de la excavación y el descubrimiento, del hallazgo y del descuido, que dejan una huella tan profunda en los objetos exhumados, que llega a constituir la parte principal de su significado.

La historia no es una bella copia ni algo original sino un palimpsesto. O, en otros términos, una pizarra en la que aunque el borrado haya sido sistemático todavía es posible “leer” rastros de lo acontecido. Toda tachadura incita a mirar a través.

miércoles, 28 de octubre de 2009

uno de los libros más recomendables sobre Walter Benjamin es el de Susan Buck-Morss: "Walter Benjamin, escritor revolucionario", Ed. Interzona. Esta misma ensayista publicó su gran texto sobre Benjamin que es "The Dialectics of Seeing. Walter Benjamin and the Arcades Project" (The MIT Press). Terry Eagleton se ocupa de Benjamin en "La estética como ideología " (Ed. Trotta) y también en un libro monográfico: "Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria" (Ed. Cátedra). Ley, con placer, hace años el libro de David Frisby: "Fragments of Modernity" (The MIT Press) dedicado a Simmel, Kracauer y Benjamin. Stéphane Mosès realiza, en "El ángel de la historia" una revisión intersante de las obras de Rosenzweig, Benjamin y Scholem, esto es, da cuenta de la "lectura judía". Por supuesto es una lectura imprescindible el libro del mismo Scholem: "Walter Benjamin. Historia de una amistad" (Península). Tampoco debe dejarse de lado la recopilación de los textos sobre Benjamin escritos por Adorno (recopilados en la editorial Cátedra). Uno de los mejores textos escritos por ensayistas españoles sobre este pensador es el de José Manuel Cuesta Abad: "Juegos del duelo. La historia según Benjamin" (Ed. Abada). La obra completa de Benjamin está siendo publicada por esa misma editorial y el monumental "Libro de los pasajes" apareció, hace unos años, en la editorial Akal. La suerte nos sonríe porque ahora estamos en condiciones de leer TODO Benjamin. Animo a realizar ese recorrido o, por lo menos, a iniciarlo. Creo que nadie será defraudado.

martes, 27 de octubre de 2009

WALTER BENJAMIN: VANGUARDIA Y MELANCOLÍA .


Fernando Castro Flórez.


1. El desmoronamiento del aura.

La experiencia característica de la vida metropolitana parece estar marcada por el signo de la desposesión, no únicamente en la forma de algo que no se nos concede sino como la certeza de que aún en lo más definido falta algo o incluso hay un suplemento que exhibe obscenamente su desajuste. La excentricidad es algo más que la respuesta a los caminos curvos que se despliegan en el presente como si de un laberinto se tratara, es, más bien, el resultado de un socavarse de los sistemas que permitían garantizar una jerarquía, un orden reconocible. Los sistemas de decepción generalizado en el que nos situamos, ese tiempo en el que proliferan las redes autoprogramadas y de repetibilidad infinita, produce una suerte de catarata de éxtasis sucesivos que parecen destinados a enfriar la intensidad de la mirada a sustituirla por un acatamiento mecánico a las prótesis de visión . Sin duda, es la técnica el problema central que quiere ser considerado cuando se pretende cartografiar este nuevo territorio de los objetos en el que la estrategia escenográfica suplanta a cualquier otra posibilidad.
En la era de la serialización de la experiencia perceptiva puede ser quimérico recordar la intención de Benjamin de emplear, en el análisis de la obra sometida a reproducción técnica, conceptos inútiles para los fines del fascismo, esto es, que permitan resistirse a las estéticas de la empatía y la plenitud que ocultan ese escamoteo de la realidad que el crítico contempla. “Incluso en la representación mejor acabada falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su exigencia irrepetible en el lugar que se encuentra” . Lo que se ha perdido es la autenticidad, esa relación con el origen que establecía una autoridad. En este señalar la historicidad de la obra de arte, Benjamin se sitúa en un punto distante de la concepción del origen de Heidegger desarrolla en su ensayo El origen de la obra de arte . La concepción liberadora del comienzo de Heidegger adquiere en Benjamin unos rasgos que muestran lo coactivo de esa misma estructura.
El desmoronamiento del aura es un eclipse de la distancia, esto es, una proximidad reclamada, pero, al mismo tiempo, esa reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. Surge una cercanía liberadora de una fusión extrema anterior que, paradójicamente, en su decurso histórico se había convertido en una parodia de su intensidad, en una huella del poseedor absolutamente decorativa. Como acertadamente ha señalado Gianni Vattimo, lo crucial del ensayo de Benjamin es afirmar que el fracaso de la tradición, ese proceso de secularización del mensaje transmitido, el desmantelamiento de su lugar, es decir, las nuevas condiciones de reproducción y goce artístico que se dan en la sociedad de los mass-media, modifican de modo sustancial la esencia del arte, en el sentido de que en lugar del ritual aparece la praxis política como fundamento.
La candorosa y esperanzada mirada que Benjamin dirigía a la sección de cartas al director de los periódicos revolucionarios como espacio en el que el trabajo toma la palabra, no puede ser contemplada actualmente más que como un fantasma de la utopía, es más su afirmación de que la legítima aspiración del hombre moderno a ser reproducido ha sido negada por el capitalismo, choca con el catálogo borgiano o cámara de los horrores en el que hemos convertido nuestro imaginario por “naturaleza” mass-mediático.
Más oportuno es volver a leer los caminos apenas sugeridos por Benjamin en el texto, esas indicaciones de extrañeza que lo pueblan. El gesto más radical del filósofo es renunciar a la autonomía del arte, denunciar la búsqueda reaccionaria de lo sacro en ese dominio. El cine especialmente indica un corte drástico, es la técnica estética en la que los aparatos ocupan el lugar del público y, sin embargo, y a pesar de lo que manifiesta Benjamin, si hay un culto en ese dispositivo de desaparición; el deseo que los ojos entregan hipnotizados a la luz trata de suturar la herida contemporánea del exilio, encuentra en esas imágenes, las más efímeras, una promesa de algo otro y así articula un silencio absoluto, una suerte de desierto en el que se aguarda la voz.
La comprensión benjaminiano de cine como una reflexión especular sobre nuestra identidad móvil habla de nuestra ansiedad, del extravío que constituye nuestro destino. Hay una liberación de un mundo sin esperanza, pero entregando a lo que supera la evanescencia de las vida anónimas, enmudecidas en su esterilidad. “Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionan sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras” . Una atmósfera romántica rodea esta visión del espectador entregado a los ensueños como un aventurero, un agente del descontento que recorre, como un peregrino, un mundo plagado de símbolos que se hacen transparentes para él. Es la mirada del ángel a la que hace crecer las ruinas hasta el cielo: perplejo por una catástrofe que sospecha irreparable .
La forma de la integración de esos mecanismos que nos acercan al inconsciente óptico es la de una compleja distracción que intensifica los reconocimientos sucesivos a la vez que sitúa al que contempla como un excluido del paraíso, un marginado que es, por vez primera, partícipe de lo artístico en un sentido anteriormente desconocido.
El ojo surrealista desgarrado en la pantalla, esas imágenes clásicas de El perro andaluz , vuelven corporales los sueños y son capaces de mostrar su miseria y abyección, lo siniestro que habita en sus entrañas. Los muñecos desnudos, mutilados por sus propietarios, las ropas arrastradas por la tierra, los desgarros de la existencia, el mobiliario descompuesto a la intemperie, hablan de un mundo que guarda silencio, aterrorizado por sus secretos: los traperos, los niños y los artistas son el linaje que conduce a esos espectadores que, inconscientemente dadaístas, han hecho de la búsqueda de la inutilidad su divisa . Esa profundización en la degradación se funda en la lógica del escándalo, ese ambiguo coletazo de la obra de arte que reclama una tactilidad que, por sí misma, exige cierta incomodidad, no la burguesa instalación en un mundo de cosas cargadas de sueños irrealizables, trofeos de viajes ajenos.
Lo que choca contra el público es un cuestionamiento de su antigua seguridad. La vida moderna asume su peligro, esa inseguridad que hace inviable el recogimiento. La ciudad que George Grosz pinta exhibe impúdicamente su miseria, la pobreza consigue su terrible tono en una transparencia infernal: el mendigo, la prostituta, el obrero y el militar mutilado conviven en un espacio en el que los ojos no tienen mirada; no hay otro posible reconocimiento que el de ese descarnado cinismo que se atreve a expresar que es posible alegrarse todavía por poder vivir .
Cierta lucidez metropolitana permite albergar alguna esperanza mínima en esta estrategia que trata de precipitar el desenmascaramiento. “El artista revolucionario –afirma Grosz- tiene la obligación de redoblar la actividad propagandística con el fin de que la imagen del mundo se vea purificada de fuerzas sobrenaturales, de divinidades y ángeles; con el fin de conferir al hombre una aguda visión de la relación real con su entorno” . Este impulso terrenal, guiado por la estrategia política, recuerda las intenciones conceptuales de Benjamin. Si, para Grosz, el poder se ha convertido en una máscara, esto no es sino el resultado de una actividad febril en torno al propio Yo que lo muestra como carente de importancia. Benjamin entendía que el cine permite escapar del reino del halo de lo bello y convertir nuestra identidad en algo absolutamente móvil. La imagen transportable, su proximidad pornográfica, es la forma exacta de la política como un orden de visibilidad que no se detiene más que para reclamar un nuevo orden carismático, desmemoriado, carente de intensidad. Si el esquematismo del sufrimiento se expresa ácidamente en los dibujos de Grosz, la masa fascinada ante la técnica se entrega a la apología de la dispersión .
En la exigencia de ser reproducido, en el paranoico deseo que universaliza y neutraliza el proceso diferenciador de la fama, late el impulso victoriano que Foucault colocara en el frontispicio de su Historia de la sexualidad : la incitación a hablar como garantía del logos represivo. El fascismo aspira a que las masas se expresen sin cambiar las condiciones de la propiedad; en esa habladuría absoluta encuentra su sangre y su tierra. El camino por el que se llega a la estetización de la vida política es el de una violación permanente de la existencia: si la guerra es su escenario esencial es porque encuentra en ella un mutismo, el de los que volvían de las trincheras, que arruina cualquier tibio heroísmo .
La mirada miniaturizada de la masa, esa proliferación de lo real que sólo puede contemplarse por medio de dispositivos mecánicos no es capaz de enfrentarse al desarraigo que surge en el seno de esa comunidad distraída. La oscilación es constitutiva de la experiencia artística. Vattimo ha señalado la proximidad entre el Ge-Stell, esto es, la exigencia que se vuelca en la planificación y el cálculo de todas las cosas y la vida metropolitana tal y como la describe Benjamin, “para quien el arte no puede ser sino shock, desarraigo continuo y, en el fondo, ejercicio de mortalidad” .


2. Instantáneas melancólicas.

Para Benjamin había un último refugio para el valor cultual que se desmorona por la acción continuada de la estética de la sorpresa y la novedad: la fotografía mantiene el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable” . En la fotografía se encuentra el resto de una experiencia que, rodeada por el silencio, reclama un nombre. Esas imágenes reclaman, incansablemente, un imposible, la vida del que estuvo aquí y sólo puede recobrarse si se asume que su lugar es ahora éste . La técnica no conduce únicamente, en una perspectiva lineal, hacia un dominio de absoluta racionalización sino que parece rodear a algunos de sus productos de un valor mágico.
La reproducción da testimonio de un tiempo con una intensidad desconocida para la imagen tradicional. La interrupción que arrastraba la atención en un torbellino irresistible, se transforma en una condensación azarosa: “el espectador se siente irresistiblemente forzado a buscar en la fotografía la chispita minúscula de azar, de aquí y ahora, con que la realidad ha chamuscado por así decirlo su carácter de imagen, a encontrar el lugar inaparente en el cual en una determinada manera de ser de ese minuto que pasó ya hace tiempo, anida hoy el futuro y tan elocuentemente que, mirando hacia atrás, podremos descubrirlo” .
Esas nieblas que surgen en el origen de la fotografía parecen encarnarse en una lucidez limítrofe, una narración estética que da cuenta de la tristeza, más aún que responde a esa temperatura fría de la ausencia con el calor cordial de la ternura. Susan Sontag señaló que la fotografía es el inventario de la mortalidad, transforma la realidad en un dominio fragmentario, un acumularse de ruinas. “La contingencia de las fotografías confirma que todo es perecedero; la arbitrariedad de la evidencia fotográfica indica que la realidad es fundamentalmente inclasificable” . El enigma que contemplaron los primeros que vieron los daguerrotipos es el de una iniciación de la mirada: empezábamos a contemplarnos a nosotros mismos. Reconocemos lo desconocido a través de lo minúsculo. Una luz aún débil hacía paradójicamente que lo fotográfico pareciera dispuesto para durar: los modelos se sumían en el instante que se rodea de una calma que parecía contradecir la agitada actualidad.
“El rostro humano tenía a su alrededor un silencio en el que reposaba la vista” . La fotografía radicalizaba la autorreflexión del hombre moderno por medio de una obstinación del referente. El desorden de los objetos hacia el que es conducida la fotografía se muestra, generalmente, como persistencia del cuerpo querido. El terrible retorno de la muerte del que Roland Barthes habla en La cámara lúcida se concreta en una reflexión sobre la identidad subsistente en el flujo del tiempo. Hay ciertos rasgos de contingencia en eso que es acogido, incluso un grado de extrañeza en lo que quería mantener la proximidad. “Yo quisiera –afirma Barthes- una Historia de las Miradas. Pues la fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de la identidad” . Lo desconcertante de las imágenes se encuentra en su proponer un tiempo utópico, detenido y, sin embargo, marcado por la sombra de la nostalgia. La localización precisa del que ve convierte lo mirado en un espacio de estremecimiento, se abre en el instante una herida que no puede cicatrizar.
Barthes se enfrenta a la fotografía, como Benjamin, guiándose más por lo azaroso que desgarra (el punctum) que por una afanosa dedicación general (el studium). El detalle es aquello que hace que la fotografía sea subversiva, asuste o estigmatice, es decir, aquello que la convierte en espacio del pensar, acceso a un infrasaber en el que lo contingente se manifiesta. El punctum es ese suplemento que descentra a la mirada que, estando presente en una inmovilidad viviente, da lugar a lo innombrable que trastorna. Barthes compara a la fotografía no con la pintura sino con el Teatro, por ser una expresión de la muerte; también guarda relación, por su condensación, con el haikú. Lo importante es el movimiento que desatan esas imágenes, la travesía de la sombra que, para Benjamin, supone que desde la técnica sea posible recrear la ilusión del aura : el movimiento de la conciencia afectuosa conducida por el detalle. La fotografía es un pretexto de algo que no se puede narrar más que indirectamente: lo que se ama .
En el brillante texto de Barthes sobre la fotografía, los comentarios sorprendentes dan paso a lo esencial, la escritura se ha dispuesto para confesar algo: “Una tarde de noviembre, poco tiempo después de la muerte de mi madre, yo estaba ordenando fotos” . Puede considerarse que la Pequeña historia de la fotografía no ha sido concebida por Benjamin más que para volver a contemplar una fotografía de Franz Kafka con seis años, abrumado en un decorado que representa un jardín invernal: ese escenario asfixiante no consigue hacer desaparecer los ojos de un niño melancólico. “En su tristeza sin riberas es esta imagen un contraste respecto de las fotografías primeras, en la que los hombres todavía no miraban el mundo, como nuestro muchachito, de manera tan desarraigada, tan dejada de la mano de Dios. Había en torno a ellos un aura, un médium que daba seguridad y plenitud a la mirada que lo penetraba” .
En uno de los fragmentos de Infancia en Berlín hacia 1900, recuerda Benjamin su extrañeza ante su propia imagen: la mirada del niño fotografiado sólo trasmite tristeza . El pensamiento retorna casi morbosamente a un territorio en el que las palabras faltan. La elaboración del duelo desea escribir una obra sobre el ser amado perdido o en torno al tiempo irrecuperable, los paisajes distantes.
Son muchas las fotografías que Barthes comenta en La cámara lúcida, pero en realidad tan sólo una le desgarra: una fotografía de su madre hacia 1898 en un invernadero con su hermano. La cuestión esencial ante esta imagen, que como Benjamin ya señaló contiene el aura atrincherada, es la del reconocimiento. Barthes sólo reconoce por fragmentos a su madre y, sin embargo, está presente la verdad del ser amado: la claridad de unos ojos, la afirmación de su dulzura. Se trata de mostrar la originalidad del sufrimiento y del espacio propio del amor. Lo que fundamentalmente enuncia la fotografía es: “Esto ha sido”; de ahí la melancolía de esos restos del pasado que no son rememorados sino testimoniados en su distancia. Lo real y el pasado, al mismo tiempo, en una imagen cuestionan el “tesoro de aquel día”: algo real que ya no se puede tocar.
La fotografía atañe al tiempo, en ella no hay futuro, nada puede ser añadido, eso conforma su patetismo, su melancolía; por medio de muchas imágenes aparece la muerte en toda su llaneza, ajena a la tragedia y la purificación: el tiempo se encuentra atascado. El horror ante la fotografía surge de que “no tengo nada que decir ante la muerte de quien más amo” . Quería testimoniar el amor, mostrar que su inactualidad reside en custodiarlo como un tesoro que va a desaparecer; sin embargo, el punctum de la fotografía no es meramente el detalle que permite reconocer algo, es también el tiempo, la catástrofe que nos hace saber que todo va a morir.
La paradoja de la fotografía es que presenta lo sido y su destino en su desaparición, en realidad autentifica la existencia de un ser que hace que a veces exclamemos “¡Esto es!”, exterioricemos nuestro desfallecimiento ante una identidad restituida. Barthes llega a entrever un vínculo entre fotografía y locura en la experiencia del sufrimiento de amor, esa ceguera que no querría ver nada más que unos ojos que, desde una fotografía, nos devuelven la mirada. El aura melancólica de las fotografías anhela el aire y la conciencia del tiempo extasiado del erotismo . Únicamente puede realizarse esta narración desde la conciencia de la inactualidad de la melancolía. Se trata, sin duda, de un estado tenso, una calma que surge como desde un naufragio. Las imágenes de París realizadas por Atget buscaban lo desaparecido y apartado, “aspiraban al aura de la realidad como agua de un navío que se va a pique” . Debieron sorprender a sus compañeros esas calles despobladas, más que escenarios del crimen, instantes mortecinos, escenarios en los que aparecen rastros de una resaca, en ellos alienta desgarrada la experiencia urbana de la desposesión, falta la cercanía que las masas aclamaban en el nuevo paraíso de la técnica.
La mirada del presente se convierte en arqueología, el desierto crece a través de esas fotografías crepusculares, los espacios son entregados a una reproducción que gana el terreno a lo irrepetible. El extrañamiento que se hace presente es la experiencia del vacío, pero “no es que estén esos lugares solitarios, sino que carecen de animación” . Renunciando al rostro han perdido el aire, se han dado las condiciones para un funeral en el que algo crucial se ha escamoteado. El fotógrafo desalmado consuma el escándalo de una lógica de la luz que a veces habla como huella arcaica, cuando reverbera en una intangibilidad difícil de explicar.


3. Decadencia y muerte: relato y alegoría.

La crisis de las formas de representación se muestra como un proceso de secularización en el que se eclipsa el aspecto épico de la verdad. En su ensayo sobre Leskov, Benjamin da por sentada la decadencia de la narración, su sustitución por la experiencia segregada de la novela y ésta por la compulsión informativa. Frente a la narración que viene de lejos, la información se sirve de lo más próximo, sabe que ya no hay historias memorables. El narrador se alimentaba de algo inagotable, su atenerse a un lugar específico asume forma artesanal. El acelerado discurrir contemporáneo no puede sostenerse en una temporalidad idealizada como eternidad. En el extremo, lo que sucedido es que ha cambiado el rostro de la muerte: “Resulta que este cambio es el mismo que disminuyó en tal medida la comunicabilidad de la experiencia que trajo aparejado el fin del arte de narrar” .
Como Rilke señaló, se ha perdido la plasticidad de la muerte, esas palabras del Chamberlan que, en Los apuntes de Malte Laurids Brigge, recomponían el espacio público y desbordaba el hogar, han cesado de la misma forma que el cuerpo agonizante ha sido segregado como si apestara . Falta también una mirada que fuera capaz de atender a lo inolvidable, la memoria que garantizaba la autoridad del narrador que quiebra en este final de la época de la consonancia. Hay un proceso de desmoronamiento en el que la música de lo épico, la regeneración que le es innata, es sustituida por el vértigo destemplado de la actualidad.
Si en la narración se condensaban el recuerdo, el consejo y la promesa, en la novela se incorpora el tiempo melancólicamente; los seres desasistidos de las novelas son los que faltan en las fotografías de Atget, en su naufragio se ha hecho absurdamente cuestionable el sentido de la vida . Como señaló Lukács, la novela es la forma trascendental de lo apátrida, en cierto sentido, retrocede a aquella fidelidad a lo desaparecido: “lo que atrae al lector de la novela es la esperanza de calentar su vida helada al fuego de una muerte, de la que lee” . Que la muerte se transforme en sangre vivificadora supone que en la narración se asienta cierta astucia. El movimiento del narrador no es trágico, hay en su desprendimiento, esa capacidad para causar efectos sobre el que se abandona en la cima del aburrimiento , esa levedad que Benjamin también descubre en la insolencia entendida como una estrategia de resistencia. La contemplación de la belleza de lo que declina no está exenta de humor, ese talante fronterizo que conocen los melancólicos.
El don que Hannah Arendt subrayó como esencial en Benjamin, el de poseer un pensar poético, era para el propio autor una culpa secreta, también señalada por Adorno: la de ser demasiado inteligente. El proceder crítico benjaminiano no se aferra a seguridad alguna sino que hace de la inestabilidad, la ambigüedad y la simultaneidad métodos relacionados dialécticamente con el contenido.
En la prosa filosófica de Benjamin aparece el materialismo, la crítica epistemológica neokantiana o su propia mirada melancólica que lo mismo adopta la estrategia del coleccionista que se sitúa en la capacidad mimética de la infancia. El modo de proceder de Benjamin ha sido comparado por Arendt con el descenso del pescador de perlas que hace emerger desde las profundidades lo rico y lo extraño. El pensamiento desciende al pasado con la convicción de que la vida sujeta al proceso de decadencia temporal está cargada de promesas que todavía muestran su sentido en los fragmentos y las ruinas.
El origen del drama barroco trata de establecer la especificidad del Trauerspiel (la obra teatral fúnebre o luctuosa: el drama barroco); para ello analiza con profundidad la diferencia que éste guarda con respecto a la tragedia, enfrentándose a la estética de lo trágico de Voltek o a El nacimiento de la tragedia de Nietzsche . Benjamin señala que el contenido del Trauerspiel es la vida histórica o, mejor, en él se produce la asimilación de la escena teatral con la histórica . La ausencia de una escatología barroca hace que el Trauerspiel se precipite completamente en el desconsuelo de la condición terrestre, armonizando los elementos del luto y el juego.
Benjamin reconstruye el escenario barroco en su representación de la corte, el príncipe o el intrigante, viendo en el fondo de todas estas manifestaciones el despliegue del dolor y la inminencia de la catástrofe. Frente al Trauerspiel, la tragedia es el espectáculo agonal, que descansa en la idea de sacrificio ; Benjamin sigue a Rosenzweig al subrayar cómo el drama barroco persigue un fin totalmente desconocido a la antigua tragedia: la tragedia del hombre absoluto en relación con el objeto absoluto. El camino recorrido desde la tragedia al Trauerspiel es el que se contempla en el paso de la muerte del héroe a la muerte del mártir.
El acontecimiento trágico es cósmico, lo que sucede en el drama barroco discurre ante los ojos de los que padecen el luto: la historia se despliega como ostentación de la tristeza y como auténtica historia natural. El Trauerspiel, afirma Benjamin, es un entrenamiento para tristes, contemplando el espectáculo del luto profundizan en su ser criaturas deyectas. El melancólico mira a la tierra para ver los signos de la caducidad , su dilatada experiencia de lo efímero, pero también para sentir que en ese fondo oscuro se encuentran tesoros inagotables. “La melancolía traiciona al mundo por amor al saber. Pero su tenaz absorción contemplativa se hace cargo de las cosas a fin de salvarlas” .
El barroco ha realizado esta travesía del dolor que no se complace en la belleza ni en las armónicas promesas del clasicismo; se ha situado en la mortalidad, en la fragilidad de lo humano y por ello sólo ha podido encontrar su medio de expresión en la alegoría . En la alegoría, en ese significar algo distinto de lo que es, se condensan los dolores del mundo: la calavera es su rostro. Como la naturaleza, la historia es sujeción alegórica a la muerte. El carácter inacabado, roto, de la naturaleza, encuentra su escritura en la estructura apasionante de la alegoría, en los fragmentos y las ruinas.


4. El compromiso con la vanguardia.

Peter Bürger ha señalado que el concepto de alegoría benjaminiano se relaciona, con más propiedad que con la literatura barroca, con la obra de vanguardia: “se puede entender sin violencia el concepto de alegoría de Benjamin como una teoría del arte de vanguardia (inorgánica)” . La alegoría aísla y propone inmediatamente una travesía del sentido, vuelve a encontrar un cuerpo para lo que yace desanimado; es representación de la decadencia y de la melancolía, es decir, la obra de arte queda detenida, en suspenso, arrojada a un destino que se reconoce desgraciado. “Lo que Benjamin llama melancolía es una fijación en lo singular, destinada al fracaso porque no responde a ningún concepto general de la formación de la realidad. La devoción por cada singularidad es desesperada, porque implica la conciencia de que la realidad se escapa como algo que está en continua formación” .
La ciudad vanguardista está permanentemente inacabada. El París soñado por Benjamin es la ciudad de los surrealistas , ese mundo en el que hay salones en el fondo del mar: auténtica anatomía de un eros metropolitano. El testimonio de lo que se escapa encuentra su imagen en una puerta giratoria en la que todos se afanan por superar su desorientación. Cuando Benjamin encuentra la clave surrealista en la organización del pesimismo está dando otra versión de la reactivación nihilista de la técnica. La transformación sólo puede surgir como una desconfianza que descubre en el ámbito de la acción política el de las imágenes de pura cepa .
El ámbito en el que puede producirse esa radical crisis de la representación se asocia con el chiste, el insulto y el malentendido, respuestas que caminan más allá de la melancolía, “allí donde una acción sea ella misma la imagen, la establezca de por sí misma, la arrebate y la devore, donde la cercanía se pierde de vista, es donde se abrirá el ámbito de imágenes buscado, el mundo de actualidad integral y polifacética en el cual no hay “aposento noble”” . Es este el movimiento del aura: la aparición de una lejanía por cerca que se pueda estar, pero también el establecimiento de la distancia crítica, de la interrupción que tiene carácter político. La conclusión del ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica se puede matizar ahora con la indicación de que, en esa destrucción dialéctica, hay siempre un residuo que es de tipo corporal. Las imágenes que se alejan como si un torbellino las diseminara lo son del deseo. “Cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces y sólo entonces, se habrá superado la realidad tanto como el Manifiesto Comunista exige” .
El drama barroco problematiza lo artístico abrazando la decadencia, sabedor de que en los restos de un mundo en descomposición puede surgir el sentido, la obra de arte, como un milagro. La vanguardia surrealista, como afirma cómicamente Benjamin, da su mímica a cambio del horario de un despertador que a cada minuto anuncia sesenta minutos . Lo cotidiano se convierte en maravilloso. Hay una armonía esencial entre el mundo y el deseo que los surrealistas concretan por medio del azar, que entienden como el hallazgo de una causalidad externa y una finalidad interna, forma de manifestación de la necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano, simulación de una técnica que, en realidad, es una interferencia que se hace manifiesta en el reconocimiento de la obra de arte como montaje .
Donde mejor se manifiesta el azar es en la pasión amorosa, considerad por Benjamin Peret de un modo sublime; el doble movimiento de reconciliación con la naturaleza y de espiritualización al que tiende el amor surrealista, supone una fusión de lo carnal y de lo espiritual, que concluye en el acceso a lo sublime. En Breton se trata de descubrir el infinito en nuestras potencias, de actualizar directamente y según los caminos del deseo una totalidad capaz de transformar el orden íntimo de la realidad con el cual se siente en cierta afinidad secreta.
La belleza surrealista es lo imaginario mismo, no hay en ella espectáculo contemplado y separado de la vida: el más acá de nuestros deseos inconscientes viene a turbar sin cesar los designios de nuestra razón y la esperanza en la reconciliación de lo subjetivo y lo objetivo compromete el destino del hombre entero. La belleza convulsa surrealista es un estado de gracia, condición de acceso a la suprarrealidad, llegada a ese punto supremo en donde desaparecen todas las antinomias, al haberse vuelto realida el deseo, es decir, lo irreal (o lo posible) real.
El amor surrealista tiene el carácter de un encuentro producto de una espera: el encuentro amoroso es una respuesta esperada a la demanda permanente de aparición del objeto deseado. El encuentro surrealista, como la estética de la reproducción (el shock), nos encuentra: cifra del erotismo y de la identidad siempre fortuita o convulsa. “El encuentro abre el mundo, abre el ego y, en esta abertura, como todo lo que llega no llega (llega con el estatuto de la no llegada), todo esto es el revés imposible de vivir de lo que al derecho no se puede escribir” . Los surrealistas tratan de descubrir los momentos intersticiales, imprevistos, de nuestra concepción del tiempo, su descubrimiento de lo sorprendente que atraviesa lo banal exige un enriquecimiento de la experiencia del hombre moderno. Se da una abertura a lo inaudito, pero los surrealistas no se contentan con una recepción pasiva, “buscan la provocación de lo excepcional, la fijación por determinados lugares (lieux sacrés) y su esfuerzo por una mythologie moderne muestran que lo que ellos pretenden, dominando el azar, es poder repetir lo extraordinario” .

5. El flaneur melancólico.

Recordemos el poema de Andreas Tscherning que Benjamin cita en su capítulo sobre la melancolía en El origen del drama barroco alemán:
“En ningún lugar hallo reposo
Me veo obligado a pelear conmigo mismo
Estoy sentada
Me echo
Me pongo en pie
Y todo ello sucede en mis pensamientos” .
Los saturnianos no pueden permanecer en un lugar, emprenden continuamente viajes y, sin embargo, persisten en su condición . El depaysement surrealista hereda el extravío de los pioneros de la modernidad. Un amigo de Baudelaire recordaba los tiempos de 1845: “Usábamos poco las mesas de trabajo en las que cavilásemos o escribiésemos algo... Por mi parte”, prosigue aludiendo Prarond a Baudelaire, “le veía bien ante mí, cuando al vuelo, calle arriba, calle abajo, disponía sus versos; no le veía entonces sentarse ante un montón de papel”” . Baudelaire habita en viviendas sin aura, en cuartuchos alquilados, perseguido por los acreedores, o en le Hotel Pimodaan en el que había barrido de la estancia todas las huellas del trabajo. La mesa del creador desaparece, se volatiliza en beneficio de la calle. La técnica artística se esconde avergonzada, el nuevo tono saluda a la belleza pasajera, sabedor de que lo efímero es nuestro destino .
Comenzar de nuevo es la consigna, se trata de celebrar un entierro, mirar sin pánico a la desolación. “¿No es el traje necesario a nuestra época que sufre y que lleva sobre sus hombros negros y flacos el símbolo de un perpetuo duelo? Advertimos que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad sino que tienen además su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de sepultureros, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses” . El callejeo es una forma de curar el aburrimiento, de escapar en las luces oscilantes de los pasajes a la sombra de la melancolía. Y, sin embargo, tampoco esa botánica del asfalto garantiza una sangre renovada. “He aquí una frase de Guys que nos transmite Baudelaire: “...quien se aburra en el seno de la multitud, es un imbecil, un imbecil y yo le desprecio” .
Tal vez hemos logrado de una vez por todas el desamparo del flaneur, esa multiplicidad que se acogía en el dominio esencial en el que artista y multitud se confunden para siempre. Capta rápido era, Balzac, el signo de maestría artística, esa que los flaneurs encarnaban siguiendo huellas diseminadas en el laberinto de la ciudad . Y, sin embargo, los hombres desaparecen en la multitud, no hay persecución posible, los objetos carecen de ese valor sentimental añorado.
La sociedad del control y las técnicas de identificación persigue con sus redes a los excéntricos , ahora deliberadamente lentos, nadando a contracorriente. El mismo Baudelaire cruzó la frontera, abandonó la pasión cartográfica del detective y se entregó, como un criminal, a la huida: “Huyendo de los acreedores, se afilió a cafés y a círculos de lectores. Se dio el caso de que habitaba a la vez dos domicilios, pero en los días en que la renta estaba pendiente pernoctaba con frecuencia en un tercero, con amigos. Y así vagabundeó por una ciudad que ya no era, desde hacía tiempo, la patria del “flaneur”” . En ese momento era posible contemplar el fracaso, al héroe sólo le queda una separación permanente, el destierro se hace inmenso, una paradójica ebriedad en el abandono . En el melancólico espectáculo que aparece ante la escritura alegórica de Benjamin como el dominio de las palabras emancipadas; en el drama barroco el lenguaje se hace pedazos respondiendo al principio disociativo de la visión alegórica, en la modernidad heroica el deseo de ver colabora en la multiplicación de lo real. El silencio trágico, las muecas del payaso, la excentricidad, se transforman en la palabra quebrada que trata de escapar a una significación que sólo acarrea tristezas. Falta esa pasión que pueda retenernos contemplando lo que nos fatiga.
TEMAS SOBRE LOS QUE (EN PRINCIPIO) SE PUEDE DESARROLLLAR EL TRABAJO DE LA ASIGNATURA ESTÉTICA I.

A) Realizar un comentario ensayístico que ponga en conexión las siguientes obras:
1) Martin Heidegger: "El origen de la obra de arte" y la poesía de Rilke.
2) Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y los relatos de Kafka.
3) Theodor W. Adorno: "Teoría estética" y la escritura teatral de Samuel Beckett.
Extensión: 10-15 páginas. (Pueden escribirse dos ensayos independientes pero abordando a los dos autores propuestos).

B) Plantear una reflexión en torno a uno de los siguientes autores:
1) Jean Baudrillard y la cuestión del simulacro.
2) Mario Perniola: "Contra la comunicación" y el sex-appeal de lo inorgánico.
3) Slavoj Zizek: "Bienvenidos al desierto de lo real" y la sintomatología lacaniana.
Extensión: 8-10 páginas.

C) Un ensayo sobre uno de los temas del programa o que pueda estar vinculado a las temáticas planteadas.
Extensión: 15-20 páginas.
(Para realizar este tipo de trabajo hay que plantear con antelación por mail: fcas123@gmail.com o en tutoría el tema para tener el visto bueno y comenzar a realizarlo. La fecha límite para presentar el proyecto de tema es el 19 de noviembre del 2009).

D) Se podrá también realizar una exposición oral de algún tema relacionado con el programa.
La exposición se realizaría en el mes de enero del 2010.
Para realizar esta modalidad hay que notificarlo antes del 19 de noviembre y también presentar con claridad el tema que se va a desarrollar.

lunes, 19 de octubre de 2009


he ido a ver "Katyn" de Andrzej Wajda. Una reconstrucción de la masacre de oficiales polacos a manos de los soviéticos con todo el giro de mentiras subsiguiente. Los nazis culpando a los soviéticos y, tras el final de la segunda guerra mundial, los hijos de Stalin culpando a los seguidores de Hitler. Wajda filma con crudeza el tiro en la nuca y mantiene, a lo largo de toda la película, un tono de profunda honestidad aunque se deja llevar también por lo pueril contando pequeñas historias que finalmente no aportan nada como la del jovencito que arranca carteles y se enamora súbitamente de una chica. Da la impresión de que en Cracovia no hubieran existido judíos y el único asunto hubiera sido la lista de Katyn. Tampoco queda nada clara la "razón" (en medio de la sinrazón) por la que los soviéticos perpetraron ese asesinato. Wajda se queda atrapado en una "búsqueda de la verdad" que finalmente solo señala a los asesinos pero indaga nada en la situación. El subrayado de los elementos religiosos, esto es, del rosario o las plegarias antes de los crímenes dejan un tono de catequesis que empaña un poco un film realmente intenso.

lunes, 12 de octubre de 2009



he ido a ver Malditos Bastardos de Quentin Tarantino. Me ha asqueado. No es, por mi parte, ninguna reacción a la violencia hiper-realista que despliega en la película. Eso forma parte, finalmente, del “tratamiento Ludovico”, esto es, se trata de un gesto ortodoxo. Lo que me parece completamente inaceptable es transformar la Historia es una tontería superlativa. Si algo es ESENCIAL para entender el crimen nazi es que los judíos NO PODÍAN defenderse, fueron despojados de todo, transportados de la forma más cruel y asesinados despiadadamente. ¿Qué pretende Tarantino cuando imagina una cuadrilla de judíos convertidos en justicieros en el territorio francés ocupado? Todo, sin excepción, es sometido a la más estrafalaria humillación en esta película nefasta: desde la resistencia francesa a los que murieron en los campos de concentración. El protagonista es un “apache” y el amante de la judía propietaria del cine es un negro en París. Tal vez piense este director regresivo que la provocación es el mejor camino para sostener la ficción o ganarse al público. Lo malo es que todo lo que propone no es otra cosa que una indecencia. Esta película solo acierta en el título que se vuelve “reflexivo”. ¿Por qué no tomó este idiota monumental a su padre y a su madre como pre-textos para un sarcasmo fílmico?¿Que le parece pensar que violaran a su madre repetidamente y a su padre le obligaran a contemplarlo para luego reventarle la cabeza con un bate de béisbol? Es fácil para un norteamericano imaginar a un apache como un héroe vengador pero, ¿piensan lo mismo los diezmados o casi inexistentes herederos de los indios? En la época de la Pax Obamiana la mecha fílmica la puede encender un negro pero la historia segregacionista americana está rodeada por el tabú. El chiste, como Freud propuso, tiene relaciones estrechas con el inconsciente e incluso, como ha sostenido más recientemente Paolo Virno, puede estar integrado en la acción política. Pero, en el caso de Tarantino, todas las bromas son chuscas. Terminé pensando que, al acudir al cine, me había vuelvo un cómplice silencioso de lo nauseabundo. De la misma forma que no soporto los chistes machistas o las bromitas que toman como “protagonistas” a gays, tartamudos o negros, siento el rechazo visceral a la forma de plantear esta inverosímil “revancha contra la Historia”. Ni sucedió ni pudo suceder. Lo que paso no es, ni mucho menos, algo inefable o sublime negativo. No pretendo como Lanzmann una ceguera del imaginario ni me interesa tampoco el literalismo reconstructivo. Pero cuando alguien se aproxima a uno de los FUNDAMENTOS DE LA MODERNIDAD (lo que, sin duda, es el campo de concentración y el destino de los judíos en la despiadada época del nazismo) reclamo, aunque esto suene dogmático, honradez y comprensión. Si es posible la catarsis de Auschwitz no será en la forma de una comedia desaforada. En realidad a esa bastardía ni siquiera le cuadra el calificativo de lo cómico, algo que si supo desplegar Begnini en La vida es bella que, a la postre, es un drama que deja una herida en el corazón. La svástica que deja marcada en las frentes de los “nazis” Brad Pitt es una gran mentira. Tarantino desconoce la potencia profunda de los símbolos y así se comporta no tanto como un niñato sino como un infante que pensara que lo mejor que puede decir es “caca, pedo, culo, pis”. NO TIENE NADA QUE DECIR y, sin embargo, se permite abordar un tema que ni entiende ni, como ha demostrado, es capaz de, por lo menos, respetar. Una vez más el imaginario del cine americano ha perpetrado un documento de su IMPOSTURA. Lo malo no es que los norteamericanos sean incapaces (como pasa en la película) de hablar otras lenguas sin que se les pille, lo peor de todo es que son incapaces de dejar de intentar hablar en el lugar de los otros. La transformación vengadora de los judíos deshonra a todos los que fueron asesinados e imagino que no hará ninguna gracia a los supervivientes y a su descendencia. En cualquier caso, estos “capítulos” de la infamia fílmica son el testimonio de un momento desmemoriado de la cultura, cuando el tono punk es pacotilla para el marketing, manifestaciones de una falta completa de ideología y, en el abismo de todo entusiasmo posible, una cruda demostración de que las bromas pueden ser muy pesadas.