martes, 12 de enero de 2010

«[…] als des Schrecklichen Anfang»
[Notas en torno al escenario (estético) patético-catastrófico contemporáneo]

Fernando Castro Flórez
[Notas


Sé bien, se bien que estoy en el fondo de la fosa;
que todo aquello que todo ya lo he tocado;
que soy prisionero de un interés indecente;
que cada convalecencia es una recaída
que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo.
(Pier Paolo Pasolini, Análisis tardío.)


Concordancia de lo discordante: una introducción catártica.
No hay mejor sitio por el que comenzar que la famosa definición de la tragedia de Aristóteles según la cual: «la tragedia es la imitación de una acción seria y completa, que tenga amplitud, dotada de un lenguaje embellecido con figuras usadas separadamente en cada una de las partes, con personajes que actúan y no mediante una narración, que por medio de la piedad y el terror realiza la purificación de tales pasiones». El objeto fundamental de las controversias, en torno a esta emergencia (conclusiva) de la noción de «catarsis» en la definición de la tragedia, ha sido si Aristóteles se refería a purificar las pasiones en sí mismas o a purificar la mente de dichas pasiones. Dicho de otra manera, ¿sublimar los sentimientos o descargarlos?, ¿perfeccionarlos o liberarse de ellos? Durante mucho tiempo se atribuyó a Aristóteles la primera interpretación, mientras que actualmente los historiadores coinciden en que la Poética concebía la purificación en el segundo sentido. Su idea no era la de que la tragedia perfecciona y ennoblece los sentimientos del espectador, sino la de que tiene un fin liberador: a través de la acción escénica, el espectador se desprende de ese exceso emotivo que le perturba y alcanza la paz interior. Los historiadores de la filosofía y de la estética han tratado de establecer si Aristóteles había tomado esta idea de la catarsis (purificación) del culto religioso o de la medicina. Lo cierto es que, personalmente, Aristóteles estaba más cerca de la medicina, pero la combinación de catarsis con mimesis, de purificación con imitación provenía de los ritos religiosos y de la interpretación pitagórica del arte.
Aristóteles divisa en el acto poético por excelencia –la composición del poema trágico– el triunfo de la concordancia sobre la discordancia. Los incidentes de temor y de compasión son la discordancia primera, y constituyen la amenaza principal para la coherencia de la trama. La respuesta emocional del espectador se construye en el drama, en la calidad de los incidentes destructores y dolorosos de los propios personajes. Por eso la catarsis, cualquiera que sea el significado de este término, la realiza la propia intriga. Lo principal es el efecto de sorpresa, esa manifestación de un cambio (metabolé) inesperado: el paso de la dicha a la desdicha. El arte de la tragedia consiste en mostrar la concordancia de ese paso a lo discordante y, acaso, sugerir que ese proceso se da principalmente en la vida, que es la zona de lo inesperado. Aristóteles habla de la imitación no sólo de una acción completa sino «de cosas lamentables y temerosas; tales cosas suceden generalmente cuando suceden contrariamente a lo esperado, una a causa de la otra» (Aristóteles, 1977: 253). Resulta que lo hermoso podría aparecer cuando algo acontece contrariamente a la experiencia y, sin embargo, como resultado de cierta relación causal. Así, la estatua de Mitis en Argos mató al culpable de la muerte de éste al caerle encima, algo que no parece sencillamente fruto del azar. Estaríamos ante una causalidad terrible en la que todo parece haber ocurrido por pura casualidad.

Los incidentes de compasión y de temor son cualidades estrechamente unidas a los más inesperados cambios de fortuna y orientados hacia el infortunio. Precisamente la trama tiende a hacer necesarios y verosímiles estos incidentes discordantes. Y así los purifica o, mejor, los depura. […] Al incluir lo discordante en lo concordante, la trama incluye lo conmovedor en lo inteligible. De este modo llega a decir que el pathos es un ingrediente de la imitación o de la representación de la praxis. La ética opone estos términos, la poesía los une. (Ricoeur, 1987: 104)

Tal vez lo que Aristóteles entendía por catarsis sea una combinación de emoción e instrucción, justamente en el momento en el que los dioses olímpicos comienzan a retraerse y el Destino impone su implacable peso.
Finalmente, las emociones trágicas exigen que una falta impida al héroe sobresalir en el orden de la virtud y de la justicia sin que, sin embargo, el vicio o la maldad lo hagan caer en la desdicha. Todo tiene que ver más que con error con la dimensión inmensa del errar. La hamartia no es sólo un caso extremo de discordancia, contribuye en grado sumo al carácter de investigación de la obra trágica: problematiza la desdicha inmerecida. Interpretar el error trágico es la misión de la tragedia en cuanto investigación del poder y de la debilidad de la cultura.

Así incluso el discernimiento de la falta trágica se realiza por la cualidad emocional de la compasión, del temor y del sentido de lo humano. La relación es, pues, circular. La composición de la trama juzga las emociones, al llevar a la representación los incidentes de compasión y de temor, y las emociones purificadas regulan el discernimiento trágico. (Ricoeur, 1987: 105)

Los espectadores son los jueces de lo que acontece, pero no emiten el juicio como si fueran los meros arcontes de la Ley sino que en realidad sufren y se compadecen con el «desconocimiento», la desmesura y el dolor tremendo de los héroes porque, en el fondo, no somos otra cosa que compañeros de esa forma efímera de la humanidad. Hay que insistir en que ni siquiera somos nosotros quienes realizamos esa purificación conceptualizada como catarsis, sino que eso sucede en la trama. La falta trágica pasa por un reconocimiento inmanente, con una salida de la ignorancia para ingresar en la atroz ceguera. La catarsis es todo el proceso regido por la estructura que culmina en la agnición, en otros términos, es parte integrante del desplazamiento de metaforización que une cognición, imaginación y sentimiento.
Lo propio del arte es, simplificando, dar forma al Caos. Cuando lo monstruoso, sometido a la retórica propia de lo artístico, toma la escena, el espectador queda atrapado en un «duelo-encantado» (Zaubertrauer). Tenemos que subrayar que el fin de la tragedia es la catarsis y no la mimesis: es la presentación del abismo que no esconde nada. El coro se niega a aceptar que Edipo sea el asesino pero todo ya ha sido decidido. Castoriadis repara en un pasaje de la política de Aristóteles en el que advierte que puede existir un «pensamiento sin deseo». El arte que es una combinación de alegría y de tristeza, de placer y de duelo, de asombro sin fin y de asentimiento, es, en cierto sentido «el afecto del fin del deseo. Y pienso –remacha Castoriadis- que es este el sentido de la kátharsis» (Castoriadis, 2008: 125). Todo se detiene o queda en suspenso en las grandes obras de arte: nos quedamos frente a la obra sin desear nada, en un estado extraordinario. Esta, tal vez, sea la reconciliación: una admiración ilimitada que impulsa nuestra mente a un reconocimiento de nuestros límites.
No exageramos al constatar que la historia del arte y de la estética ha estado atrapada en la catarsis aristotélica. Nuestro destino ha sido melodramático o, aunque se perdiera esa parte del tratado de la Poética, cómico. Parece que la posición del espectador no podría ser otra que la de la identificación patética.

Los seres humanos van al teatro para ser arrebatados, fascinados, impresionado, elevados, espantados, conmovidos, cautivados, liberados, distraídos, salvados, animados, sacados de su propio tiempo, provistos de ilusiones. Todo es tan obvio que se suele definir el arte como aquello que libera, arrebata, eleva, etc. Se considera que no es arte si no lo hace. La pregunta es pues: ¿es posible el arte sin identificación, o sobre otra base que no sea la identificación? ¿Qué podría constituir esta base? ¿Qué podría sustituir al temor y la compasión, el dúo clásico, para producir la catarsis aristotélica?¿Si renunciamos a la hipnosis, a qué podemos recurrir?¿Qué aptitud adoptaría el espectador en los nuevos teatros si se le negara la actitud ensoñada, pasiva o sumisa al destino? No debería ser transportado, o secuestrado de su mundo al mundo del arte, por el contrario, debería ser introducido en su mundo real, con todos los sentidos despiertos. ¿Es posible poner en lugar del temor ante el destino el ansia de conocer, en lugar de la compasión la solidaridad?¿Se puede establecer así un nuevo contacto entre el escenario y los espectadores, podría constituir eso una nueva base para el disfrute del arte? [...] Su principio radica en provocar en lugar de la identificación la distanciación. ¿Qué es la distanciación? Distanciar una acción o un personaje significa simplemente quitarle a la acción o al personaje aspectos obvios, conocidos, familiares y provocar en torno suyo el asombro y la curiosidad. (Brecht, 2004: 82-83)

Esta dramática no-aristotélica está completamente contra la empatía. En última instancia, el teatro occidental, desde Aristóteles, no ha sido otra cosa que un poner-se-uno-en-lugar-de-otro, esto es una representación proyectiva en la que estamos, literalmente, contagiados. La sociabilidad de lo trágico radica en el efecto catártico o purificador que tiene sobre el espectador la representación de acciones que desencadenan el temor y la compasión.

El espectador del nuevo teatro (brechtiano) no tiene que temer ni que compadecer, no ha de ponerse en la piel o en la máscara del otro; basta con que, extrañado por la mecánica irrupción de lo imprevisto, sienta asombro (Staunen), una emoción pre-reflexiva capaz de instigar en él la distancia crítica y descubrirle el precario artificio urdido por la ficción. (Cuesta, 2006: 127)

Con todo, el asombro provocado por el extrañamiento no es tan diferente de la caracterización de lo admirable (to thaumastón) que aparece en la misma Poética de Aristóteles. Lo temible o lo desconcertante es esencial en la peritapetia, esto es, siempre hay un golpe teatral.
José Manuel Cuesta Abad ha señalado, acertadamente, que la catarsis aristotélica encapsula una categoría metapolítica. El espectador ve, sin ser visto, el drama del final atroz del héroe, su temor y la catarsis subsiguiente establecen una suerte de patogénesis de la tanatopolítica. Aunque nosotros estamos en una posición impune y panóptica, por tanto netamente política, no escapamos del destino trágico. James Redfiled advierte que el poeta trágico prueba los límites de la cultura. «En la tragedia, la cultura misma se vuelve problemática» (Redfield, 1975: 87). Al final tenemos que aprender a soportar el sufrimiento inmerecido; la hamartia, punto ciego de la discordancia, es también el punto ciego de la enseñanza trágica. Sólo en este sentido podemos arriesgarnos a llamar al arte «la negación de la cultura». No es fácil, lo sabemos, escapar de ese malestar, porque ni siquiera la transgresión, en la forma parodia (parekbáseis), conduce a otra cosa que a la amargura. Lo que tenemos en escena no es algo «ornamental» o un puro entretenimiento: ahí está cimentándose la política del miedo. Aunque la cultura suponga la frustración de las pulsiones, hemos sido educados para ovacionar la catástrofe. No cabe duda: lo fóbico es el comienzo de la estética.

Pants-Shitter & Proud of It/ Jerk-Off Too
[Donde, entre otras cosas, se advierte que una casa es un sitio donde todo puede ir mal].
Se nos viene encima el Armagedon. En las películas-catástrofe que funcionan como un objeto fóbico, caen meteoritos inmensos sobre la tierra y reducen todo a cenizas. Apenas quedan supervivientes, puesto que el relato fantástico siempre fabrica unos héroes que son capaces de salvarnos, aunque sea a costa de su sacrificio. Escapando del conflicto terrenal buscamos un ligero estremecimiento con ese exorcismo del desastre completo, como si lo peor no estuviera ya aquí.

La muerte por control remoto es un juego de bajo riesgo, al menos para el telespectador. La devastada autopista de Basora parecía un atasco en proceso de oxidación o un plató de filmación de Mad Max abandonado, el supremo Armagedón de los coches. La ausencia de combatientes, por no hablar de muertos y heridos, acalla cualquier reacción de piedad o indignación, y crea la sensación apenas consciente de que la guerra entera fue una inmensa carrera de demoliciones en la que casi nadie salió herido y que hasta pudo ser divertida. (Ballard, 2002: 21)

La ciencia ficción y el relato cataclísmico pueden ser, en sí mismos, un acto positivo de la imaginación, en última instancia, las visión fílmica de la catástrofe permite que todo el mundo disfrute del horror sin riesgo. Si recordamos Mad Max, que fuera definida por Ballard como la Capilla Sixtina punk, nos sorprenderá que tras el colapso los supervivientes estén entregados al vértigo de la velocidad, al placer de demoler lo que ya no es casi nada, convertidos los sujetos en basura motorizada. Las contrautopías, por ejemplo 1984, que describieron un horizonte de vigilancia fascista, funcionaban como un exorcismo que genera aún más miedo, relatos conectados, de una forma u otra, con el «horizonte» de la amenaza nuclear. Es manifiesto que la catástrofe se percibe, principalmente cinematográficamente, como atentado.
«El miedo es uno de los síntomas de nuestro tiempo» (Jünger, 1988: 63). La cuestión fundamental para Jünger es la de si es posible librar del miedo a los hombres que son, además, temibles. El arte intenta, en muchas ocasiones, apartar el miedo, aunque no es tan fácil pavimentar el terreno agrietado, cuando lo que nos desmantela es precisamente el pavor. «Se llama imaginario a todo procedimiento que tiende a volver soportable lo que no lo es. El deseo es insoportable. Darse valor para soportar lo insoportable es imaginario» (Lyotard, 1994: 36). El hecho de que la gente sienta la necesidad de atender varias veces al día a las noticias es ya un signo de angustia. Podemos contemplar todo, mezclado en una especie de fast-food de las imágenes, disueltos los contornos de todas las cosas, yuxtapuestos el atentado, la estadística política, el récord atlético y la cifra increíble alcanzada en la transacción de una «obra de arte». «El final del miedo inicia el proceso que hace de la mercancía un medio, quizá el único, para conjurar lo que queda de ello y la violencia que va con el miedo: lo imprevisible, lo que no es del orden del arte, sino de la historia» (Guidieri, 1997: 16-17). Efectivamente, como mercancía aceptamos lo inaceptable, las crudas «demostraciones» de Santiago Sierra (esos sujetos remunerados para permanecer cara a la pared, teñirse el pelo, permanecer recluidos dentro de un caja o ser tatuados para-minimalísticamente con una línea), consciente de que sólo puede trabajarse con dinero sucio. Son, ni más ni menos, lecturas literales de El Capital: materializaciones del fetichismo de la mercancía. No puede consolar esa ruda silogística que muestra a los individuos como material prostituido, de la misma forma que aquella siniestra sentencia del campo de concentración, «el trabajo libera», no era sólo cínica, sino más bien el espejo en el que se revelaba la dimensión criminal de nuestra «cultura».

Todo hombre tiene miedo de la verdad. La verdad aparece también en los sueños, sólo que disfrazada, condensada y desplazada, según las leyes de un lenguaje que no es propio de la vida. La verdad es torpe, bestial, avanza a zarpazos y no por el camino recto: como el sexo. (Panero, 1993: 139)

Lo Real que escapa a toda simbolización está aplastado por el reality (show), la verdad, documental o «dogmática» (en el sentido cinematográfico acuñado por los colegas de Lars von Trier), presenta, más que nada, la idiotez del mundo. Estamos, como ha sugerido Tom Wolfe, deslumbrados por la luz afgana del televisor, afectados por extrañas patologías, presos de ensoñaciones patéticas, como esa que lleva a alabar, por ejemplo, la e-house 2000 de Michael McDonough porque incluye un programa informático Scada que hace posible que, entre otros artilugios tecnológicos, el propietario ponga en marcha el friegaplatos desde Tokio. Extraños placeres: al llegar a casa todos los platos bien limpitos, la higienización y la domótica entrelazadas para certificar el encefalograma plano. Pero acaso nuestro comportamiento, brutal, fascinado por la demolición sea, en vez del cibernético hacer que las cosas se hagan en casa a distancia, tan catastrófico e inmediato como el del perro, esto es, el pliegue de nuestro comportamiento será el resultado de la interacción de la cólera y el miedo, de acuerdo con el modelo ideado por Zeeman. No quiero exagerar, pero tengo la impresión de que en nuestra era glacial el sexo ha sido sustituido por el miedo, el odio es lo que se manifiesta. «“No tengáis miedo, soy yo” es la frase más hermosa que jamás haya sido dicha; una frase para una pareja de enamorados» (Handke, 2000: 88), una frase que suena candorosa, como si al pronunciarla traicionáramos una realidad que es abismalmente conflictiva, cuando es el pánico el que propiamente nos tiene a nosotros y no hay sujeto que ofrezca algún nombre o localización tranquilizadora.
La teoría de las catástrofes intenta explicar la discontinuidad como un hecho de naturaleza casi siempre posicional, aunque puede ser considerada o forzada como una teoría de las analogías, una causalidad de lo distante como la de ese aleteo de la mariposa en la amazonía que provoca una perturbación meteorológica en Londres. Pero resulta que nuestro mundo, sometido a la sobredosis del terror, prefiere, más que la conexión de lo heterogéneo (en algún sentido una metaforización expandida), la descripción literal, la puntualización de lo peor. Podemos retorna a aquella recomendación de Leonardo da Vinci de representar la batalla por medio de cadáveres cubiertos a medias por el polvo, pintando la sangre con su color propio, también mezclada con el polvo, mientras los hombres aprietan los dientes o se golpean la cara con los puños en la agonía de la muerte. Hay que detallar las imágenes inquietantes, desde la certeza de que la mirada despiadada del arte supera el límite del miedo. Conviene tener presente que lo terrible no es algo extraño, una realidad inconcebible de la que estamos absolutamente separados, sino que, más bien, eso está aquí: nuestras casas están habitadas por lo pavoroso. «Hoy las casas aparecen en muchos sitios como dispuestas para el viaje. A pesar de todos los adornos, o quizá por ello mismo, en ellas se expresa una despedida» (Bloch, 1979: 309). Incluso podríamos pensar que algunas personas, más que vivir en las casas, parece que han acampado en ellas, están en situación provisional o, tal vez, gozan de nomadismo. Lo cierto es que en la desinteriorización que preparó el más crudo de los vacíos, el espacio que nos corresponde es clínico y extremadamente frío. Hace ya mucho tiempo que el calor se fue de las cosas, lo único que queda, como resto de las antiguas combustiones, incluso musealmente, es la política de la ceniza. La vivencia moderna del desarraigo aparece, singularmente, tanto en Benjamin como en Heidegger: la experiencia estética se muestra como un extrañamiento que exige una labor de recomposición y readaptación. «Ahora bien, esa labor no se propone alcanzar un estadio final de recomposición acabada; la experiencia estética, al contrario, se orienta a mantener vivo el desarraigo» (Vattimo, 1990: 142). Entre la mudanza y la incomodidad de la casa destartalada hemos aprendido a no tener demasiadas esperanzas; todos hemos contemplado, a la vuelta de la esquina, los carros de los supermercados, reciclados por los homeless y el pánico puede, por un momento, llevarnos a ponernos imaginariamente en ese sitio sin asideros. «¿En qué momento una casa deja de ser una casa?, ¿cuándo las paredes se desmoronan?, ¿cuándo se convierte en un montón de escombros?» (Auster, 1994: 41). Si bien es verdad que una vivienda se transforma, como señaló Alexander Mitscherlich, en un verdadero hogar siempre que lo que me vuelve a llevar a ella no sean sólo las costumbres, sino la continuidad viva de las relaciones con otras personas, la prosecución del sentir y aprender en común (un interés todavía sincero por la vida), tampoco podemos perder de vista la idea de que en esa intimidad no dejan de encontrarse elementos inequívocamente negativos.
Justamente cuando el búnker se ha vuelto, militarmente, obsoleto, un vestigio que no es fácil de demoler, nos hemos instalado (mental y existencialmente) en él. La bunkerización es la consecuencia, entre otras cosas, de la televisión planetaria y de la reticulación cibernética (Castro Flórez, 2003: 87-117). La cripta de la angustia bélica ha sido metamorfoseada en el salón con el altar catódico en el que también pueden sedimentarse los pavorosos trofeos de los viajes, esos souvenirs que revelan, más que nada, la falta de cualquier tipo de experiencia.

El desierto crece. Lo salvaje está ya en el interior. Pero también, y en el mismo respecto, como una contradicción viva, somos sedentarios, porque ya da igual dónde vayamos. Todo va siendo preparado para que en todas partes nos «sintamos en casa», esto es: desahuciados. Baste recordar al respecto el slogan de una conocida agencia de viajes alemana: «Déjenos que programemos sus vacaciones». (Duque, 1995: 126-127)

Estamos afectados por el síndrome de Babel específico de nuestro Multiverso, aunque fácilmente tras un viaje programado (en los que hay que ver lo que es necesario ver) podemos caer en lo que, vagamente, se llama síndrome de Estocolmo, esto es, la familiaridad con los guías-verdugos e incluso el retorno placentero a la tortura turística como única forma de afrontar el tiempo muerto. Tenemos que marcharnos de casa, sea como sea, aunque finalmente el destino sea, sencillamente, deleznable, un cuchitril en el que se consuma una estafa. Porque, en última instancia, los sujetos son conscientes del carácter inhóspito de la ciudad cainita. Ese primer hombre, que míticamente amuralla el territorio y cimienta el espacio «habitable», es un delirante, alguien que se desvía del surco. No es raro que encontremos refugio, precarios llenos de miedo, en el búnker, sobre todo cuando se extiende la sospecha de que acaso una casa, a pesar del fuego resguardado en la memoria, no fue nunca un hogar.

Todo «hogar» es sentido como tal cuando ya es demasiado tarde: cuando ya se ha perdido. «Hogar» es el lugar de la infancia (de la falta de un lenguaje delimitador y clasificador: dominador), el lugar de los juegos, la prolongación cálida y anchurosa del claustro materno. Y es imposible –y si lo fuera, sería indeseable y decepcionante– volver a él. (Duque, 1995: 82-83)

La casa, ese lugar, por simplificar al máximo, en el que habitualmente se come, es, en muchísimos sentidos, lo indigesto. La casa puede estar llena de huellas del amor, aunque éste sea, como afirmó Beckett en Primer amor, una forma increíble del exilio. El sentimentalismo está en franca bancarrota, sobre todo desde que cobramos conciencia (literariamente, de forma ejemplar, en Fin de partida) de que hay que sobrevivir sobre un montón de escombros, sin que se pueda mencionar la catástrofe anterior: solo callando puede pronunciarse el nombre del desastre. Lo que queda en el espacio donde las pasiones se desplegaron es la sombra y las huellas de la pérdida. Pero también es cierto que el amante no fue otra cosa que un cobarde, alguien que se dio a la fuga, aterrorizado por el horizonte de lo «doméstico». Como escribiera John Le Carré en Un espía perfecto: «Es amor aquello que aún puedes traicionar». El último acto de ese abandono puede ser la destrucción de la casa, como esa que muestra Jeff Wall en una magnífica fotografía, La habitación destrozada, realizada en 1978. Es verdad que no se necesitan muchas explicaciones cuando vemos ropa dejada, desordenadamente, en cualquier sitio: la depresión impone su lógica de la falta de sentido de todo. Sin embargo, la fotografía no es un documento policial de un acto de vandalismo, sino que eso que parece el resultado de una violencia terrible ha sido dispuesto así, «de hecho, cuando se la examina, parece muy claro que es una especie de escenario teatral, a juzgar por los puntales junto a una de las paredes que vemos a través de la puerta, con lo que esta pared queda reducida a una superficie teatral» (Danto, 2003: 74). Los cajones revueltos, el colchón rasgado, la pared desconchada y, como remate ridículo, la figura de la bailarina, como «superviviente» de esa violencia que ha sido tratada, en la obra de Jeff Wall, como expresión simbólica (una manera de decir lo que no se puede decir), son elementos de una escenificación del accidente que es, propiamente, lo inhabitable. Visión de lo inhóspito salvaje: el sujeto encuentra todo lo propio destrozado, las cosas fuera de sus lugares «clasificatorios», el lecho del amor desgarrado como si se hubiera metaforizado el crimen. Aquí tenemos que retornar a aquella noción de lo unheimlich que, según Schelling señaló, es todo lo que, debiendo permanecer secreto y oculto, se ha manifestado. Fue Sigmund Freud el que un conocido texto de 1919 asoció lo siniestro al temor a que un objeto sin vida esté, de alguna manera, animado, pero también guarda relación con el pánico ante la posibilidad de perder los ojos, esto es, a ese paradójico verse cegado. La obsesión por la castración y la experiencia del doble como retorno de lo mismo apuntalan una suerte de destino nefasto, concretado en una criminalidad que no puede desaparecer. Hablando del factor de repetición y de la sensación de inermidad de muchos estados oníricos como algo asociado con lo siniestro, Freud pone un ejemplo que, en realidad, es un fragmento de su experiencia:

Cierto día, al recorrer una cálida tarde de verano, las calles desiertas y desconocidas de una pequeña ciudad italiana, vine a dar a un barrio sobre cuyo carácter no pude quedar mucho tiempo en duda, pues asomadas a las ventanas de las pequeñas casas sólo se veían mujeres pintarrajeadas, de modo que me apresuré a abandonar la callejuela tomando por el primer atajo. Pero después de haber errado sin guía durante algún rato, encontréme de pronto en la misma calle, donde ya comenzaba a llamar la atención; mi apresurada retirada sólo tuvo por consecuencia que, después de un nuevo rodeo, vine a dar allí por tercera vez. Más entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo podría calificar de siniestro, y me alegré cuando, renunciando a mis exploraciones, volví a encontrar la plaza de la cual había partido. (Freud, 1991: 25)

El padre del psicoanálisis está encerrado en un laberinto que alude a la cacería visual de las putas en el burdel, una especie de carnaval grotesco en el que él estaría, sin saber cómo, completamente desnudo. Ese volver, inconscientemente, a un sitio de una normalidad inquietante (finalmente sórdido, lleno de rostros «enmascarados», abismos de un deseo repugnante), acaso sea la revelación de que ese era el destino deseado. «Lo siniestro, no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión» (Freud, 1991: 28). No hace falta, para pensar en lo espeluznante, remitir a la casa habitada por fantasmas ni tampoco a la catalepsia o a la ensoñación de volver al seno materno, podemos, mentalmente, colocarnos en la casa de las perversiones de Blue Velvet de David Lynch, en aquel armario desde el que se contempla, voyeurísticamente, la escena sadomasoquista. Ahí, como en el término Unheimliche, asistimos a la ambivalencia completa: temor y placer, extrañeza y cotidianeidad, miedo a ser descubierto cuanto tal vez esa escena esté representada para aquel que está encerrado, lleno de terror, en el armario (Zizek, 2003: 180).
Una habitación puede estar desordenada de forma absoluta sin que allí hayan intervenido otros seres violentos que los niños de la casa. Bataille señaló, en su ensayo sobre L´Art primitif de Luquet, que tanto el niño como el adulto necesitan imponerse a las cosas alterándolas y el proceso de alteración es inicialmente una actividad destructiva: únicamente después del vandalismo de las marcas destructivas existía el reconocimiento por la semejanza y la creación de signos (Bataille, 1969: 110). En el momento del origen, Bataille encontró no solamente la franqueza del azar al mismo tiempo que invocaba la imagen del niño o mejor de los niños destrozones, que mantienen su energía desbocada en algunos artistas que unen la pasión por la materia con la urgencia de imponer sus gestos. Hay una dimensión antropológica ancestral en el creador que entra en un espacio expositivo y lo primero que piensa es en destruir la pureza higienizante, un comportamiento que recuerda aquella institución, analizada en la cultura de Fiji, del vasu, gracias a la cual el sobrino tiene derecho en casa de su noble tío a tomar, consumir y destruir todo lo que pertenece a éste y su clan (Mauss, 1972: 28). El niño desordenado confía en el tiempo instantáneo, es como un cazadoR que husmea en las cosas.

Le ocurre como en sueños: no conoce nada duradero, todo le sucede, según él, le sobreviene, le sorprende. Sus años de nomadismo son horas en la selva del sueño. De allí arrastra la presa hasta su casa para limpiarla, conservarla y desencantarla. Sus cajones deberán ser arsenal y zoológico, museo del crimen y cripta. «Poner orden» significaría destruir un edificio lleno de espinosas castañas que son manguales, de papeles de estaño que son tesoros de plata, de cubos de madera que son ataúdes, de cactáceas que son árboles totémicos y céntimos de cobre que son escudos. Ya hace tiempo que el niño ayuda a ordenar el armario de ropa blanca de la madre y la biblioteca del padre, pero en su propio coto de caza sigue siendo aún el huésped inestable y belicoso. (Benjamin, 1987: 55)

Basta, en verdad, con abrir el cajón de un niño para comprender que ese orden externo era una forma de camuflarse en la familia. Los cromos, los papeles rotos, restos de golosinas o las medallas de las competiciones del colegio están revueltos de tal manera que es imposible, en apariencia, recuperar allí, en ese cajón-tesoro, la «armonía» más que volcando todo en el suelo, esto es, produciendo una catástrofe deliberada. No es «lógico» pensar que las obras de arte, aunque sean analizadas como hiciera René Thom a partir de sus contornos, tiendan a la estabilidad, después de haber pasado por fases de inestabilidad o «saltos», especialmente, cuando tenemos cerca la visión de los performances de los niños destrozones y conocemos de sobra su habitación normalizada y, radicalmente, caótica.
Sabemos que cada técnica propone una novedad del accidente, ese acontecimiento que Virilio quiere exponer, mostrando que es lo inverosímil, lo inhabitual y, sin embargo, inevitable.

No se trataría solamente de exponer nuevos objetos, reliquias de accidentes diversos, a la curiosidad morbosa de los visitantes, para concretar un nuevo romanticismo de la ruina tecnológica, a la manera de un vagabundo que luce sus llagas para despertar la piedad de los transeúntes –luego de haber lustrado los cobres de las primeras máquinas a vapor en los museos del siglo XX, no iremos a hacer lo miso y tiznar a propósito los restos calcinados de las tecnologías punta. No; se trataría de efectuar un nuevo género de escenografía donde lo que se expone sea solamente lo que explota y se descompone. (Virilio, 1997c: 123)

Pero también es cierto que la catástrofe puede ser algo tan antiguo como el habitar, es decir, los accidentes, los traspiés, el caer por tierra tiene uno de sus lugares privilegiados en la casa, que puede oler, como sucede en Fin de partida, a cadáver. Allí la técnica es siempre la misma: poner cada cosa en su sitio, impedir que el caos se adueñe de todo. Archivo y domicilio coinciden en muchos sentidos. Lo que suena en el mal de archivo (Nous sommes en mal d´archive) es una pasión que nos hace arder:

No tener descanso, interminablemente, buscar el archivo allí donde se nos hurta. Es correr detrás de él allí donde, incluso si hay demasiados, algo en él se anarchiva. Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún «mal-de» surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo. Ahora bien, el principio de la división interna del gesto freudiano y, por tanto, del concepto freudiano de archivo, es que en el momento en que el psicoanálisis formaliza las condiciones del mal de archivo y del archivo mismo, repite aquello mismo a lo que resiste o aquello de lo que hace su objeto. (Derrida, 1997: 98)

La materialización expositiva del accidente (ese archivo escenográfico de lo que explota y se descompone) es, como puede advertirse en Unknown Quantity la muestra concebida por Paul Virilio para la Fondation Cartier pour l´art contemporain (2002), concluye en una suerte de hipnosis traumática del 11 de Septiembre. Todos los desastres, desde los terremotos en Japón hasta las inundaciones que continúan el mito del Diluvio, de los incendios que asolan los bosques al hongo nuclear, de Chernobyl a los pozos en llamas de Irak durante la primera guerra del Golfo, del hundimiento del Titanic a la marea negra del Prestige, hablan una suerte de lengua babélica, su precario archivo está tan destinado al fracaso como aquella Torre que desafió al cielo.

Si la torre de Babel se hubiera concluido, no existiría la arquitectura. Sólo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura, así como muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con relación a un ser divino que es finito. Quizá una de las característica de la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso. (Derrida, 1999: 139).

Todo cae por tierra. En cierto sentido, los americanos ya estaban preparados para la caída de las Torres Gemelas, ese acontecimiento parecido a una película estaba marcado por la paranoia. Se tenían que caer, era parte de su característica arquitectónica: llevaban tatuado el cataclismo como destino, ese espacio «clonado» era algo desafiante que tenía que ser destruido: materializaron, en todo momento, la violencia de lo mundial.
Los aviones, salidos no de un lejano país, sino del territorio americano impactaron sobre las torres del poder como si el arcaico mito del Apocalipsis se hubiera transformado en una pesadilla cercana, esto es, en un acontecimiento familiar-extraño. Algunos habrían preferido la catástrofe cósmica: un meteorito atravesando el espacio infinito que, finalmente, impactara sobre nuestra civilización.

El secreto del meteorito: se torna luminoso al entrar, como se suele decir, en la atmósfera, procedente de no se sabe dónde –pero, en todo caso, de otro cuerpo del que se habría separado-. Además, lo que es meteórico debe ser breve, rápido, pasajero. Furtivo, es decir, en su paso de relámpago, tal vez tan culpable y clandestino como un ladrón. [...] La vida de un meteorito habrá sido siempre demasiado corta: el instante de un relámpago, de una centella, de un arco iris. (Derrida, 2000: 130-131)

Los filósofos, como Serres indica, hace mucho tiempo que no escriben sobre los meteoros, esas plagas del cielo que podrían devolvernos a la miseria absoluta, incluso lo (post)apocalíptico está atrapado en la narrativa (contra)utópica cinematográfica (Vattimo, 1991: 105). De pronto, Mauricio Cattelan imagina una catástrofe: el Papa Woytila ha recibido el impacto de un meteorito en una sala de la Kunsthalle de Basilea (La nona ora, 1999), pero aún se apoya en el crucifijo y parece dispuesto para continuar su tremendo viaje de prédicas temblorosas. Esa pantomima trágica (Hall, 2000: 86-89) sintoniza, en su humor ácido, con la sentencia del Terminator III justo cuando la pareja de protagonistas rememora el primer morreo: «Vuestra frivolidad de buena, alivia la tensión y el miedo a la muerte». La fragilidad pesante del mundo transparenta el peligro que no es otra cosa que el bostezo, el aburrimiento mortal, la falta de poesía, esto es, la rareza y escasez de eso que es capaz de conmovernos. En una época de saturación informativa, termina por imponerse una mezcla de ceguera y amnesia. Pero tampoco eso es, estrictamente, reciente; pensemos en los bombardeos sistemáticos sobre Alemania que provocaron, por ejemplo, 200.000 muertos en Hamburgo, una destrucción increíble en torno a la que circularon más que historias, una cantidad extraordinaria de desinformación:

Reck escribe que no se puede creer todo lo que se dice, porque ha oído hablar del estado mental «totalmente trastornado de los fugitivos de Hamburgo... de su amnesia y de la forma en que vagaban vestidos sólo con pijama, tal como huyeron al derrumbarse sus casas» [...] Al parecer, bajo la conmoción de lo vivido, la capacidad de recordar había quedado parcialmente interrumpida o funcionaba en compensación de forma arbitraria. Los afectados de la catástrofe eran testigos poco fiables, afectados por una especie de ceguera. (Sebald, 2003: 32-33)

Nosotros lo hemos visto todo, como el replicante que lanza aquel discurso épico al final de Blade Runner, pero no somos capaces de comprender qué ha pasado: fue algo que cayó del cielo, metástasis de aquellos meteoritos que forman parte del exorcismo contemporáneo.
Algunas catástrofes, como las de los aviones, solamente pueden ser analizadas a partir de las cajas negras, esa «memoria indestructible» que mezcla, hablando en términos paródicamente estilísticos, lo minimalista con la evocación de la oscuridad y la ceguera. Considero que una de las más fabulosas materializaciones del desastre inmanente a la tecnología contemporánea y, al mismo tiempo, metáfora (desplazamiento o expansión) de esas cajas negras, es el Blackout que sufrieron distintas zonas de los Estados Unidos y Canadá a mediados de agosto del 2003. En la mente de los neoyorquinos retornó, bruscamente, el recuerdo de los atentados del 11 de septiembre, aunque una frase magritteana de Bush «aclaró» el asunto: «Una cosa quiero destacar: Esto no es un atentado terrorista». Efectivamente, en esa ocasión se trataba de la catástrofe autónoma, de un acontecimiento que obligó a mucha gente a dormir al raso, en espacios abiertos, buscando compañía para atenuar el pánico. La fotografía de gente durmiendo en las escaleras de una céntrica oficina de correos de aquella Babel del grado cero ocupó la primera página de los periódicos, de la misma forma que los noticiarios mostraban a miles de personas atravesando, fantasmalmente, el puente de Brooklyn, encaminándose, despacio, hacia casa. El apagón más grande de la historia hizo visibles a los peatones, una multitud estupefacta ocupaba la ciudad o, mejor, intentaba marcharse de ella. A muchos turistas no les funcionó la tarjeta electrónica de entrada a la habitación de su hotel y tuvieron, directamente, que irse a dormir al pavimento, a una exterioridad en la que hacía un calor extremo. Paradójicamente o, mejor, irrisoriamente, en toda la noche, a la Estatua de la Libertad no le faltó luz, como si fuera, más que una escultura, el eje de lo ideológico, esto es, de la falsa conciencia de la realidad. Bloomberg, el alcalde de Nueva York, dijo que al volver la vista atrás nos preguntaremos, dentro de muchos años: «¿Dónde estabas durante el apagón?». La respuesta sería casi unánime: «en la calle». Si en el 11 S la gente estaba hechizada por el televisor, en el blackout se depositó toda esperanza en la radio, en las voces distantes que descartaban la hipótesis del sabotaje. Muchos sujetos anónimos fueron grabados en su particular huida, vale decir: se les iluminó un momento mientras buscaban una salida de aquella implosión técnica. Benjamin subrayó que en Shakespeare y Calderón las batallas ocupan continuamente el último acto, y los reyes, príncipes, escuderos y séquito entran en escena huyendo. De repente se detienen al hacerse visibles para los espectadores y pueden tomar aliento precisamente cuando están abandonados a su suerte, bien es verdad que envueltos en una atmósfera nueva: «Por eso la entrada de los que llegan “huyendo” tiene su significado oculto. En la lectura de esta indicación entra en juego la esperanza de un lugar, de una luz o de unas candilejas en las que nuestra huida por la vida también quede a salvo de observadores extraños» (Benjamin, 1987: 92). Nosotros estamos grabados, habitualmente, en la fuga sin fin. Somos los modernos turistas de la desolación, huidos un mundo familiar que ha terminado por revelar su esencia malsana. Acaso la catástrofe bélica fue el punto de partida de la otra movilización permanente, de esa gerontocracia (se tenga la edad que se tenga) que devasta el mundo para encontrar en todas partes lo mismo: la instantánea de su estar ahí.
Volvemos a mirar la fotografía de los neoyorquinos tumbados, de cualquier manera, en las escaleras y parece como si hubieran sufrido un bombardeo salvaje; en medio de la oscuridad los semblantes están borrosos, tal vez los pensamientos de esa multitud indiferenciada giraran en torno al vacío. El hombre es el animal simbólico que sobre el fondo inatacable de la pared de la nada comienza el trabajo del mito. Esos que encontraban serios problemas para volver a sus casas experimentaron la falta de luz como una prefiguración de la destrucción total, un acontecimiento siniestro. Sin embargo, no cabe consolar a nadie de que tiene que morir, (Blumenberg, 1992: 129) ni siquiera al contemplar las fotografías de un ser querido podemos apartar de la mente los amargos pensamientos del final. «Como decía Derrida, todo poema corre el riesgo de carecer de sentido y no sería nada sin ese riesgo. Y más que la muerte lo que nos produce miedo es, como decía Eliot, el terrible momento de no tener nada en qué pensar. Nada en qué pensar, nada que hablar ni nada que sentir: sólo un terrible y bello pesanervios» (Panero, 2000: 9). Esa es la gran catástrofe: (no tener) nada en que pensar. Lo único que permanece es una especie de ronroneo, gestos nerviosos que se agarran a cualquier cosa, la vieja preocupación por ciertos objetos. Recordemos esa sacralidad, establecida en ciertas culturas arcaicas, de ciertos objetos e imágenes en los que deposita cierta ontología social, esto es, una certidumbre existencial, imprescindibles para culturas que de ninguna manera tenían asegurado su Ser, sino que más bien experimentaban amenazas perpetuas y, sobre todo, la inminencia de la catástrofe (De Martino, 1997). En el fondo, más allá de la termodinámica social, todo regalo está envenenado (Mauss, 1972, 44-48), forma parte de la mentalidad retributiva, de esa cadena en la que el sufrimiento está codificado en una cuenta corriente. El niño que ya conoce la impostura familiar de los Reyes Magos comienza a pensar en todo como mercancía, regalos que podría comprarse él mismo. «Hay algo que ya nunca se podrá remediar: el no haberse escapado de la casa paterna. A esa edad, en cuarenta y ocho horas de estar abandonado a sí mismo toma cuerpo, como en una solución alcalina, el cristal de la felicidad de toda la vida» (Benjamin, 1987: 19). Sin embargo, parece que los individuos prefieren «enraizarse» en la pobreza de la experiencia o, en pocos casos, pensar en un nuevo concepto positivo de barbarie. Habría que volver, sin angustia, al campo raso, a aquella visión del nihilismo que es, hoy, desierto arquitectónico. La desarquitectura de Robert Smithson, junto a visión (para)pintoresca de las ruinas, o los cortes de las casas de Gordon Matta-Clark, en los que se mezcla violencia y sublimidad (Lee, 2000: 114-161), fundamentan el arte demolido contemporáneo en el que «el original es la ruina misma» (Duque, 2002: 149). A pesar de todo, somos capaces de habitar en medio de la demolición, esa palabra que podría resumirlo todo. Necesitamos recordarlo: en el principio era el calvero, lo primero que hay que hacer es extirpar, destruir, quemar.
Nuestra catarsis no libra a la tierra de monstruos, al contrario, es una reacción tras la resaca, un cotidiano vomitar o, también, un engullir, sin ninguna pasión, los cereales del desayuno. Hemos visto innumerables vomitonas en el pantanoso territorio del arte contemporáneo (Castro Flórez, 2003: 151-164), desde las bufonescas de Paul McCarthy hasta aquel proyecto juvenil de David Lynch Six figures sick, que únicamente consistía en imágenes de seis personas diferentes vomitando que debían proyectarse sobre una pantalla con tres cabezas tridimensionales esculpidas. Sabemos que la trasgresión de la sacralidad sólo adquiere eficiencia instrumental cuando el sujeto tiene que hacer violencia a sus entrañas, siendo evidente que hoy nadie encuentra razones para «desgarrarse», lo que tenemos es, lejos de cualquier rito, una suerte de vómito de la tontería, como puede verse en las obras de Pierrick Sorin, entregado a la singular actividad de hacer el patoso, con un humor que nos atrapa. «A la gran épica, a lo peculiarmente épico, al narrar, le pertenecen como un elemento de su verdad una cierta estupidez, una incomprensión, un no saber de qué va, algo para lo que de ningún modo basta el concepto tradicional de ingenuidad» (Adorno, 2003a: 39). Como en el cuento El traje nuevo del emperador, los estúpidos son siempre los otros: sólo el rumor acaba con la mentira. Las casas, el vecindario está infectado de rumores, las frases más que decirse están sometidas al tartamudeo, si la cosa se dijera sobrevendría el apokalypsis, que era literalmente un quitar el velo, una revelación. La mierda, lo pútrido sube y baja en ascensor, tras cada puerta no hay más que malos olores compartidos; aunque lo doméstico esté herméticamente cerrado, a veces el escándalo atraviesa las paredes. Mientras tanto, el estado general debe ser descrito como hebrefenía; la indiferencia con respecto al mundo, como Adorno señalara, termina con la sustracción de todos los afectos del no-yo, en la indiferencia narcisista con respecto a la suerte de los hombres, algo que tiene, finalmente, un extraño sentido estético. «En ciertos esquizofrénicos la autonomización del aparato motor tras la disgregación del yo conduce a la repetición infinita de gestos o palabras; algo parecido se sabe ya que ocurre con quien ha sufrido un shock» (Adorno, 2003c: 155). El tipo contemporáneo se caracteriza porque el yo está ausente, en un esquema semejante al de los estados catatónicos. Si bien es frecuente que se pase de la fosilización mental a una agitación exagerada, a rituales insensatos, en los que se sigue, también, el ritmo compulsivo de la repetición. Los sujetos no actúan inconscientemente, simplemente reflejan rasgos objetivos; así, cuando sonríen con una extrema complicidad ante las catástrofes mínimas del arte contemporáneo, en muchos casos lo único que hacen es integrarse en el infantilismo que es, obviamente, el estilo de lo roto. Pero, insisto, no hay aquí una tragedia abismal, ni un desgarro doloroso, al contrario, la demolición del yo refuerza el narcisismo y sus derivaciones colectivas. Los «fenómenos del como si» (esa ironización planetaria) implican estados proto-psicóticos en los que el sujeto se refugia en el «espectáculo ideológico».
Como señalara Martin Kippenberger, en torno a las bufonadas de imitadores baratos: «No puedes hacer el tonto si eres tonto». Donde está la locura no hay obra. Podemos sentir una singular nostalgia del Rey de los locos, pero, lamentablemente, no siempre es martes de Carnaval; aquella revolución sustitutoria de los pobres quedó fosilizada en la bohemia y, por supuesto, hoy está transformada en pose «cínica». Tenemos claro que las transgresiones periódicas de la ley pública son inherentes al orden social. De hecho, la comunidad se reconoce e identifica con formas específicas de transgresión. Lo que nos corresponde es la banalidad que no es, como podría pensarse, el reino del aburrimiento, sino más bien la generación constante de microdiferencias, «de contenciosos, transgresiones y crímenes en los cuales se reconocen los distintos “bandos”» (Duque, 2002: 166). No podemos contentarnos con reconocer el banderín de enganche de la estupidez, desplegando el delirio en un mundo delirante, ni tampoco estamos dispuestos a compartir la crítica política con tonalidad de parvulario (sea en la clave efectista y ramplona de Michael Moore o en la actitud pseudo-punk de South Park), necesitamos, aunque lo pavoroso nos constituya, asumir (o crear) la maravilla. Se trataría de reencontrar la estupefacción,

la posibilidad de verse golpeado y afectado por algo, por alguien, de quedar atónito, aturdido, casi paralizado, de que ardan los ojos y broten las palabras literalmente como piropos, con ese fuego en los ojos que hace hablar, es la clave de la viabilidad de todo esplendor, de maravillarse con la existencia del mundo». (Gabilondo, 2003: 173)

La irrupción de lo maravilloso, en vez de lo siniestro, en lo cotidiano es lo más urgente; es necesario lo imposible, lo desmesurado, ese don que no se puede hacer presente (Derrida, 2003b: 267-268). Esa maravilla puede ser ceniza. Aunque mientras (no) se da ese don, nos entretenemos con la parodia, atreviéndonos incluso a contar historias infantiles y patéticas, como la de ese niño castigado por sus padres, en The Grandmother de David Lynch, por mearse en la cama; «necesitado de cariño, el pequeño planta en su colchón unas semillas de las que, gracias al alimento de su propia orina, surgirá una abuela que paliará sus carencias afectivas» (Plaza, 1997: 55). También se meaba sobre el espacio de la pintura Pollock, por su parte Nauman se toca los huevos como si fuera el más sublime de los actos posibles y mientras, Mike Kelley se siente orgulloso porque, según dice, se caga en los pantalones. Parece que en el desastre estético actual hay un especial amor a los genitales pero también una especie de pánico frente a lo radicalmente otro, semejante a la obsesión del neurótico que contempla el sexo femenino como algo absolutamente siniestro:

Pero esa cosa siniestra es la puerta de entrada a una vieja morada de la criatura humana, al lugar en el cual cada uno de nosotros estuvo alojado una vez, la primera vez. Se suele decir jocosamente Liebe ist Heimweh («amor es nostalgia»), y cuando alguien sueña con una localidad o con un paisaje, pensando en el sueño: «esto lo conozco, aquí ya estuve alguna vez», entonces la interpretación onírica está autorizada a reemplazar ese lugar por los genitales o por el vientre de la madre. De modo que también en este caso lo unheimlich es lo que otrora fue heimsch, lo hogareño, lo familiar desde mucho tiempo atrás. El prefijo negativo «un-» («in-»), antepuesto a esta palabra, es, en cambio, el signo de la represión. (Freud, 1991: 30)

Acaso tras ese portón duchampiano que nos incita al voyeurismo no esté solamente la materialización de la antigua fascinación por la micción de su hermana, sino los restos de un crimen, el ejemplo de la hiancia del sujeto inconsciente. Cuando uno mira a los ojos del criminal parece que no hay nadie en casa, de la misma manera que cuanto uno contempla el cuerpo despedazado, sosteniendo la lámpara que ilumina un paisaje pintoresco no encuentra ninguna interioridad: todo está en un afuera inhóspito.
Sería necesaria una fuerza enorme para sacar las puertas, que nos separan de la «escena del crimen», de sus goznes, cuando tenemos una amarga conciencia: the time is out of joint. Acaso el supremo desquiciamiento sea la misma idea mesiánica (Zizek, 2003: 293). Vivimos en la inquietante familiaridad del terror y el loco de atar (artístico) se dedica a sacar la lengua. Todo, incluso aquello que nos atemorizaba, termina por ser grotesco, es decir, ornamental. Resulta, por ejemplo, extremadamente fácil aceptar lo peor cuando asistimos a la universalización de la noción de víctima, transformada en «imagen sublime». El grado cero (solar o calvero que atrae la mirada voraz del turista: allí donde ya no hay nada que ver), las ruinas serán, no exagero, los cimientos del Imperio. Por medio del hiperrealismo de los medios de comunicación contemporáneos, que saturan el vacío que mantiene abierto el espacio para la ficción simbólica, entra en escena violencia en un proceso que puede nombrarse como psicosis. Einstein y Freud intercambiaron comentarios sobre la guerra (lo funesto, unheilwollste) como una psicosis de odio y aniquilamiento, una destrucción superlativa en la que puede obtenerse placer (Derrida, 2001: 65). En medio del hastío general (definitorio de la lógica del supermercado) el arte simula la violencia, cuando en realidad es pura nulidad, o, en palabras de Houellebecq, una mondadura. El cuchillo no actúa solamente sobre la fruta, también puede servir para cortar una oreja, algo que es extremadamente familiar. De Van Gogh a Blue Velvet, lo que se escucha es la narración elíptica de un secuestro. El pintor expulsado del burdel emprende la automutilación, la madre, separada por una puerta del hijo secuestrado, escucha un melodramático playback de In dreams de Roy Orbison. En realidad no podemos escapar de las pesadillas y tampoco podemos ocultar la impotencia. La catástrofe es la emergencia del deseo que puede llevar al cuerpo al suplicio e incluso a la mayor animalidad.
El desastre no es solamente el terremoto, también puede ser un estremecimiento corporal inapreciable. El tiempo del montaje (cinemático) de la catástrofe nos lleva, directamente, a la incomprensión del acontecimiento. Tenemos que estar preparados para comprender lo mínimo, esto es, afinados con respecto a lo inaudible, dispuestos con respecto a sucesos sin barricadas, cuando propiamente parece que no pasa nada. Tras el silencio, que tenía para Freud carácter siniestro, como si fuera la antesala del peligro, puede llegar la catástrofe mínima, por ejemplo, un pedo. La flatulencia es otra prosodia, aquello que perturba todos los discursos, llegando a aparecer, antes del higienismo vertiginoso, el extraordinario espectáculo artístico del Pedómano. Hoy, con menos florituras, algunos artistas, como ya he apuntado anteriormente, están encantados de declarar que son unos cagones:

En Estados Unidos existe un grupo de chicos traviesos que se reúnen en tono a un letrero que proclama Pant-Shitter & Proud of It/ Jerk-Off Too (Cagamos en nuestros pantalones y nos sentimos orgullosos de ello/ También nos hacemos pajas). Mike Kelley, autor de esta declaración, pertenece a una agrupación de artistas independientes donde también se encuentran Paul McCarthy, Jim Shaw y Raymond Pettibon. A veces juntos, pero casi siempre en solitario, se especializan en todo tipo de groserías extravagantes que subrayan de manera ruidosa, desordenada, burlona y dolorosa el hecho de que Rousseau no tenía razón; el regreso a la infancia no es el redescubrimiento de la inocencia, sino más bien una perturbadora inmersión en los orígenes de la confusión y el absurdo propios de los adultos. (Storr, 2003: 17)

No nos dejemos engañar por la escatología (decorativa) que, en última instancia, remite al Orden, la Ley y, por supuesto, lo Económico. Lo más desagradable, como las ratas, también entra en el ámbito de la exposición. Y, sin embargo, ese animal siniestro que se oculta en lo más recóndito de nuestras casas, no es el mismo cuando un artista lo muestra que cuando aparece por todas partes, por ejemplo, tras la «Operation Gomorrah», aquel bombardeo que redujo la ciudad de Hamburgo a cenizas. Merodeando entre los cadáveres que eran también ceniza, aparecieron las moscas, ese insecto que nos hace pensar en un desastre continuo.

Las figuras de Beckett se comportan tan primitivo-conductistamente como correspondería a las circunstancias posteriores a la catástrofe, y ésta las ha mutilado de tal forma que no pueden reaccionar de otra forma: moscas que se estremecen tras haber sido medio aplastadas por el matamoscas. (Adorno, 2003b: 281)

En la soledad angustiosa de la casa uno puede sentir que lo único de lo que se puede escribir es de la muerte de una mosca.
«Todo hombre huye de la catástrofe. Y sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe es nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que nos señalaran el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada» (Panero, 1993, 140). Todo acontecimiento está ya mostrando que la caída, la ruina, la ceniza son el destino cierto. Sabemos cuál es la prohibición: convertir en belleza estética la catástrofe, transformar la destrucción en algo admirable. Y, sin embargo, caemos en la trampa, desplegamos, sin pausa, la sublimación de lo peor. Tendríamos que enterrar todas las nostalgias del trapero, igual que la retórica que se eleva desde las escombreras debería tener presente que el ave fénix arde en la hoguera de su propia mierda. Nuestro destino es desarrollar la crítica desde la obra arruinada o reducida a cenizas, ajustar la mirada materialista, cartografiar (fragmentariamente) un mundo al que han vuelto los meteoritos.

En un momento en que el público se interesa por las proezas meteóricas del cometa Halley, convendría, tal vez, representarse mentalmente cada incidente, cada accidente, que sucede, como una suerte de «bólido acontecimental», cuyo impacto se prepara en la oscuridad, en la profundidad de los tiempos de los materiales, de la máquina, oscuridad propicia, análoga a la de un firmamento que disimula futuras colisiones. (Virilio, 1997c: 122-123)

La catástrofe primordial (fílmica) es el descarrilamiento que hace añicos al paisaje clásico, manteniendo al espectador a distancia del «drama», tras ese cristal moderno que es el material en el que no quedan huellas o, mejor, el límite en el que surge la experiencia del derrumbe de la experiencia. Hoy, consumada la amnesia colectiva, hay una vitrina para cada cosa, da igual que sea una cursilería, una consigna o una cagarruta. Lo decisivo es que, incluso el accidente, ha encontrado su museo, ese lugar obsceno que todavía llamamos televisión.
La palabra catástrofe, un término de la retórica que designa el último y principal acontecimiento de un poema o de una tragedia, está subrayada, en el comienzo del siglo XXI, por el estado de excepción. La Gran Demolición es, no cabe duda, el acontecimiento mayor, eso que resulta difícil de pensar y que entró, inmediatamente, en el terreno de lo espectacular-artístico. Seguían aún humeando los restos de las Torres Gemelas cuando Stockhausen pronunció la frase: esa era la obra de arte total, lo más grande que jamás se haya visto. Tal vez tan sólo fue un lapsus, algo que se cae de la boca mientras lo común es una letanía de una fecha, una especie de conjuro enrarecido que prueba que no se ha comprendido nada, pero también podemos advertir que esa cita para-wagneriana es «una provocación barata». Porque, frente a ese acontecimiento, es demasiado tarde para el arte o, mejor, no cabe la sublimación estética. Acaso, allí donde algunos vieron la materialización de lo sublime-terrible únicamente podamos encontrar la pulsión pornográfica. No salimos del pasmo ni de la estupidez y, lo peor, es que sabemos que vamos rumbo a peor. Ya ni siquiera tiene sentido, beckettianamente, discutir si es más necesario el serrín o la arena.

La prueba de que nos hace sufrir el acontecimiento tiene como correlato trágico, no lo que pasa actualmente o lo que pasó en el pasado, sino el signo precursor de lo que amenaza con pasar. El porvenir es quien determina lo inapropiado del acontecimiento, no el presente ni el pasado. O por lo menos, si son el presente o el pasado, será solamente en tanto lleven sobre su cuerpo el signo terrible de lo que podría o podrá suceder, y que será peor de lo que haya sucedido jamás. (Derrida, 2003a: 145)

Los escombros son apartados rápidamente, contemplamos el solar desnudo y comprendemos que lo que queda es el polvo, ni siquiera el resto de lo quemado: porquería definitiva. Aristóteles advirtió que el accidente revela la sustancia, mientras que René Thom, en Stabilité structurelle et morphogènese, declara que es tentador ver la historia de las naciones como una serie de catástrofes. Podríamos, sumando ambas sugerencias, postular que nuestra situación está cifrada (post)históricamente en la fotografía del ejecutivo cubierto de polvo y hollín, sentado con su ordenador en medio de los escombros de las Torres Gemelas. Volvemos (sobreexpuestos al horror público), irremediablemente, a sublimar la catástrofe: los sedimentos fotográficos de la Gran Demolición tienen una rara belleza, aunque decirlo tenga algo de sacrilegio. Nos acuna el videoclip de los aviones estrellándose contra los emblemas arquitectónicos del poder. Afortunadamente estamos en casa, lejos (pensamos desde el cinismo imperial) de donde pasan esas cosas atroces. Hacemos zapping convulsivamente y encontramos toda clase de demencias, los serios estragos de la epidemia de la tontería: la cosa está tan cruda que las risas tienen que enlatarse. Por otra parte, todo está mutilado, «el humor mismo se ha vuelto tonto, ridículo» (Adorno, 2003b: 290). La mirada del espectador catatónico no quiere reparar en lo que le rodea, prefiere entregarse a la catástrofe mediática que habitar ese hogar que, lo sabemos, es un sitio donde todo puede ir mal. Tenemos miedo a volver al cabeza porque, acaso, como el Angelus Novus, sólo veríamos montones de ruinas. Oscilamos entre una risa convulsa y bárbara y una visión (nihilista) de las cenizas.

HAM: Conocí a un loco que creía que había llegado el fin del mundo. Pintaba. Lo apreciaba. Solía ir a visitarlo al asilo. Lo cogía de la mano y lo conducía hasta la ventana. ¡Mira!¡Allí!¡Cómo crece el trigo!¡Y allí!¡Mira!¡Las velas de los pescadores!¡Qué belleza! (Pausa.) Se desasía de mi mano y regresaba a su rincón. Asustado. Sólo había visto cenizas. (Pausa.) Solo a él habían perdonado. (Pausa.) Olvidado (Pausa.) Parece que el caso no es... no era tan... tan insólito. (Beckett, 1999: 56)

Sobre lo totémico y el carácter fascinante de lo sagrado
Ricoeur habla, en Freud: una interpretación de la cultura, de lo sagrado como lo totalmente-otro, entendido como separación, como lo puesto aparte que ejerce la función de centinela del horizonte del proyecto cultural del hombre, dando lugar a la aparición del ídolo: reificación del horizonte en cosa, caída del signo al nivel de objeto sobrenatural y supracultural. Este proceso de objetivación hace nacer a la vez la metafísica y la religión:

La metafísica que hace de Dios un ente supremo y la religión que trata lo sagrado como una nueva esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo sucesivo se inscribirán en el mundo de la inmanencia, del espíritu objetivo y al lado de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera económica, la esfera política y la esfera cultural. (Ricoeur, 1975: 464)

Pero antes de encontrarse sumido y equiparado con los otros entes y realidades humanas, lo sagrado es lo radicalmente diferente, algo con una manifiesta superioridad sobre el resto de las cosas; esa superioridad se manifiesta, entre otras causas, por el profundo temor de que está revestido. Rudolf Otto reconoce los caracteres de esta experiencia terrorífica e irracional; descubre el sentimiento de espanto ante lo sagrado, ante ese mysterium tremendum, ante esa maiestas de la que surge una aplastante superioridad y poderío. Descubrimos el temor religioso ante el mysterium fascinans, donde se despliega la plenitud perfecta del ser. Otto designa todas estas experiencias como numinosas, como provocadas que son por la revelación de un aspecto de la potencia divina. Lo numinoso se singulariza como una cosa ganz andere, como algo radical y totalmente diferente: no se parece a nada humano ni cósmico, ante ello el hombre experimenta el sentimiento de su nulidad, de «no ser más que una criatura», de no ser, para retomar la palabras de Abraham al dirigirse al Señor, nada más que «cenizas y polvo» (Génesis, XVIII, 27). Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de orden totalmente diferente al de las realidades «naturales». Pero siendo diferentes es punto central en la ordenación de esas realidades naturales. Allá donde hallemos elementos afines en lo que concierne a los sistemas sociales, encontraremos también un sistema natural de símbolos, un sistema común a todas las culturas, recurrente y siempre inteligible.

La sociedad no es sencillamente un modelo que ha seguido el pensamiento clasificatorio; son las divisiones de la sociedad las que han servido de modelo para el sistema de clasificación. Las primeras categorías lógicas fueron categorías sociales; los primeros órdenes de objetos fueron órdenes de seres humanos dentro de los cuales se integraban dichos objetos. El núcleo del primer sistema natural no es el individuo, sino la sociedad. (Douglas, 1978: 14)

La famosa frase de Durkheim «la sociedad es Dios», significa que allá donde una cultura se fabrica una imagen de la sociedad, esa imagen está dotada indefectiblemente de un carácter sagrado y viceversa, que la idea de Dios sólo puede construirse a partir de la idea de sociedad. Y si lo sagrado es separación y exterioridad que salvaguarda la unidad de aquello que lo excluye, se debe en buena medida a la proclividad natural de la mente a dividir y subdividir que Levi-Strauss ha presentado como característica de toda sociedad (Lévy-Strauss, 1982: 161-162 y 289-290). Pero si se divide es, principalmente, para controlar: la división más importante es aquella que prohíbe, anatematiza, excomulga, castiga, excluye, es decir, aquella que establece el tabú. Las restricciones de la cultura, que sentimos como presiones contra la naturaleza, son un producto tan humano como la naturaleza misma; la existencia de algún sistema de restricciones (sexuales primordialmente) es condición necesaria en cualquier civilización humana. «Si desapareciese de repente de la conciencia colectiva de la sociedad toda la disciplina y todos los miramientos sacros, si el predominio de nuestro superego dejase de repente de tener vigencia a nivel general, en el término de dos generaciones toda la civilización humana sería un montón de ruinas» (Kolakowski, 1969: 57). La cultura es, en gran medida, un acto de negación ascética que el hombre realiza con respecto a su cuerpo. La tendencia exhibicionista que desborda los límites de lo social tiende a mostrar la cultura como algo extraño y solicita un retorno a las fuentes de la animalidad humana, revela por tanto el secreto que veladamente trata de expulsar de la cultura por todos los medios: la animalidad, la estructura pasional del hombre que dirige su deseo y la violencia que necesita para su cumplimiento. La cultura opuesta al exhibicionismo, frente a la gabardina que abre y muestra aquello que todo el mundo conoce y nadie quiere mirar y menos nombrar, salvo para expedir el certificado de lo patológico, contagioso y susceptible de ser recluido. La cultura es extremadamente sabia: no exhibe el tabú, se lo cede a la trascendencia del artificio sagrado o judicial; lo que auténticamente blande y airea es el tótem, el elemento distintivo del grupo, el signo que nos aglutina y hermana como amigos y guerreros frente a lo que consideramos extranjero.

¿Qué es el tótem? Por lo general, un animal comestible, ora inofensivo, ora peligroso y temido, y más raramente, una planta o una fuerza natural (lluvia, agua), que se hallan en una relación particular con la totalidad del grupo. El tótem es, en primer lugar, el antepasado del clan, y en segundo, su espíritu protector y su bienhechor, que envía oráculos a sus hijos y les conoce y protege aun en aquellos casos en los que resulta peligroso. Los individuos que poseen el mismo tótem se hallan, por lo tanto, sometidos a la sagrada obligación, cuya violación trae consigo un castigo automático, de respetar la vida y abstenerse de comer su carne o aprovecharse de él en cualquier otra forma. El carácter totémico no es inherente a un animal particular o a cualquier otro objeto único (planta o fuerza natural), sino a todos los individuos que pertenecen a la especie del tótem. De tiempo en tiempo, se celebran fiestas, en las cuales los asociados del grupo totémico reproducen o imitan, por medio de danzas ceremoniales, los movimientos y particularidades de su tótem. (Freud, 1979: 9)

El tótem sería una figura venerada, primer vestigio de lo sagrado, rodeado de tabúes, de obligaciones y prescripciones hacia él, pero asimismo una figura temida que promovería en el primitivo lo que Freud considera un caso típico de ambivalencia afectiva. Se esperarían de él beneficios para la comunidad y en vistas a esas expectativas se le ofrecerían plegarias, invocaciones, sacrificios rituales, pero asimismo se le achacarían los prejuicios que sufre la colectividad, si bien de forma ambivalente. «En cierto modo la fiesta significaría la ocasión de levantar determinadas prohibiciones u obligaciones respecto al tótem, especialmente las referentes a su inviolabilidad, al tabú relacionado con su nombre, a su intangibilidad y a la prohibición en ocasiones de mirarlo» (Trías, 1982: 139). Con ocasión de fiestas rituales, la sociedad entera levanta los tabúes y viola colectivamente las prohibiciones y prescripciones totémicas, y se llega a veces a prescribirse, para dichas ocasiones, la inmolación sacrificial del animal totémico, que se convierte así en lo que inconscientemente es: una figura sagrada que, por razón de la ambivalencia de lo sagrado, constituye o puede llegar a constituir una figura sacrificial, un chivo expiatorio.

Presenta el tabú dos significaciones opuestas: la de lo sagrado o consagrado y la de lo inquietante, peligroso, prohibido o impuro. En polinesio, lo contrario de tabú es noa, o sea lo ordinario, lo que es accesible a todo el mundo. El concepto de tabú entraña, pues, una idea de reserva y, en efecto, el tabú se manifiesta esencialmente en prohibiciones y restricciones. (Freud, 1979: 29)

Recuerda Freud que el término latino sacer significa a la vez excelso, lo sagrado lo sublime, lo eminente y venerable, así como, por otro lado, lo reprobable, lo horroroso, lo siniestro y execrable (cf. Benveniste, 1984: 345), también llega a considerar la «comida totémica» como el más significativo y revelador de los actos de la fiesta, en el que el sacrificio del chivo expiatorio, cordero pascual, macho cabrío dionisíaco, es devorado ritualmente por el cortejo religioso o familiar, dándose así una salida a los impulsos agresivos hacia aquello que el tótem simboliza (la figura paterna) y apoderándose de su poder la «horda fraterna» a través del acto semicaníbal de devorar. El tótem, pues, aparece como signo de identidad, principio benefactor y tutelar, paterno, de la sociedad a él encomendada, y también como chivo expiatorio, que puede ser sacrificado ritualmente en las fiestas, con lo que se evidencia su naturaleza sagrada y la ambivalencia afectiva de los sujetos de la colectividad totémica hacia él. En esta ambivalencia afectiva (la mezcla de temor y compasión) resuena el principio de la catarsis aristotélica. La violencia, aun cuando sea simulada, se encuentra en el momento mismo en el que lo sagrado revela su carácter dual que implica, simultáneamente, temor y compasión, pureza e impureza, lo bello y lo siniestro.

Lo sagrado es todo aquello que domina al hombre con tanta mayor facilidad en la media en que el hombre se cree capaz de dominarlo. Es, pues, entre otras cosas pero de manera secundaria, las tempestades, los incendios forestales, las epidemias que diezman una población. Pero también es, y, fundamentalmente, aunque de manera solapada, la violencia de los propios hombres, la violencia planteada como externa al hombre y confundida, a partir de entonces, con todas las demás fuerzas que pesan sobre el hombre desde fuera. La violencia constituye el auténtico corazón y el alma secreta de lo sagrado. (Girard, 1983: 38)

El hombre moderno arreligioso asume una nueva situación existencial: se reconoce como único sujeto y agente de la Historia y rechaza toda llamada a la transcendencia. Dicho de otro modo: no acepta ningún modelo de humanidad fuera de la condición humana, tal como se puede descubrir en las diversas situaciones históricas. El hombre se hace a sí mismo y no llega a hacerse completamente más que en la medida en que se desacraliza y desacraliza el mundo. “Lo sacro es el obstáculo, por excelencia, que se opone a su libertad. No llegará a ser él mismo hasta que se desmitifique radicalmente. No será verdaderamente libre hasta no haber dado muerte al último Dios» (Eliade, 1967: 197). La emergencia de un nuevo ámbito simbólico requiere que el hombre asuma y arriesgue su poder, que se configure creativamente, es decir, que se construya como un ser trasgresor y homicida, destructor de límites. Dos son los asesinatos que hemos de asumir en realidad: el de Dios y el del Hombre. El riesgo es grande, pues aquello contra lo que se dispara es el Orden, pero también contra el sufrimiento, contra la violencia, contra la mentalidad expiatoria. Cioran apuntó que en apariencia, el hombre se ha proporcionado los dioses por necesidad de estar protegido, de tener una garantía; en realidad, lo ha hecho por avidez de sufrir. Ahora, en este tiempo detenido, tenemos todo demasiado cerca, seducidos por el acontecimiento, fusionados con la pantalla total.
Nuestra manía higiénica podría ser una confirmación de que lo sagrado no está tan lejos de nosotros como pensamos. Lo curioso es que en el arte, frente a la vida cotidiana, prolifera lo escatológico, como si tan sólo en los excrementos pudiera encontrarse alguna verdad o placer. Queremos mancillar o profanar todo, pero sin ser capaces luego de asumir que nuestro exceso conduce a la ceguera. Edipo (ese ser sagrado y maldito, rey y mendigo, veneno y cura, extranjero y hermano, culpable e inocente, nativo y exiliado, manifestación del poder y también de la máxima debilidad) es, para nosotros, algo peor que un enigma, un desconocido.

Con su existencia misma, Edipo plantea a la ciudad si podrá discernir en la suciedad y la deformidad de este despojo excremental el poder sagrado para transformar la ciudad estado (sagrado quiere decir tanto bendito como maldito). Las cosas sagradas son peligrosas porque están contaminadas además de ser transformadoras. (Eagleton, 2007: 36)

Disgusto y santificación, sagrado y execrable, dualidades unidas que siguen mostrando lo ambivalente (cf. Clair, 2007a: 43-44). En la cultura trágica, uno trasciende el sufrimiento, el desperdicio o el desmoronamiento a través del acto mismo de reconocer su realidad. La lección clásica de la tragedia es que no puede reconocer que la única cura para el terror es la justicia, «y el terror surge cuando la legitimidad se desmorona» (Eagleton, 2007: 37). El problema es que la forma de catarsis, como ya he comentado, que hemos canonizado (la entrega a lo vomitivo) no consigue librarnos de los monstruos. Algunos piensan que no hay nada sagrado mientras que otros advierten, en nuestras pulsiones «transgresivas», una fidelidad a lo divino.

El arte ha domesticado todos los dominios del mundo visible e invisible, los animales, las plantas, los mares y los campos, las ciudades y los desiertos, a los monstruos, los ángeles, los demonios y los dioses; hasta a los perros, según Rimbaud. Pero no parece que haya domesticado el horror. (Clair, 2007b: 35)

Afterword (para un tiempo desquiciado)
Para que dure una construcción (casa, templo, obra técnica, etc.) ha de estar animada, debe recibir a la vez una vida y un alma. La transferencia del alma sólo es posible por medio de un sacrificio sangriento. Y, sin embargo, lo extraordinario puede pasar, en todos los sentidos, desapercibido y la violencia (de lo sagrado) ser lo cotidiano, eso que nos ha llevado hasta la narcolepsia crónica.

Descentramiento designa así primero la ambigüedad, la oscilación entre identificación simbólica e imaginaria, la indecisión con respecto a dónde está mi verdadera clave, en mi yo “real” o en mi máscara externa, con las posibles implicaciones de que mi máscara simbólica pueda ser “más real” que lo que oculta, que el “rostro verdadero” tras ella» (Zizek, 1999: 161). El descentramiento (en vez de la pantalla cartesiana de la conciencia central que constituye el foco de la subjetividad) es, en cierto sentido, un medio de identificación del vacío. Incluso localizada, la pintura está desquiciada.

The time is out of joint. El mundo va mal. Está desgastado pero su desgaste ya no cuenta. Vejez o juventud –ya no se cuenta con él. El mundo tiene más edad que una edad. La medida de su medida nos falta. […] Contra-tiempo. The time is out of joint. Habla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio. Todo, empezando por el tiempo, desarreglado, injusto o desajustado. El mundo va muy mal, se desgasta a media que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: «How goes the world? –It wears, sir, as it grows». (Derrida, 1995b: 91)

En este (des)tiempo de lo banal el arte es una suerte de objeto no identificado. De forma inconsciente nos replegamos al búnker o a la cripta en el que podríamos encontrar más que una alegoría o materialización de la libertad, una indecisión o, para ser más (psico)físico, una claustrofobia intolerable. Virilio ha apuntado que, en época de globalización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos términos: forclusión (Verwerfung: rechazo, denegación) y exclusión o locked-in syndrom.
Algunos creadores son capaces de mantenerse en el peligroso filo que separa (y pone en contacto) lo maravilloso y lo banal. Es precisamente ahí y no en un trascendentalismo huero donde debe surgir lo singular, entrando a fondo en una realidad, etimológicamente, idiota para conseguir otras intensidades, obras que me atrevo a llamar magnificentes, en las que el fulgor del placer y la vibración del concepto no tienen que ser antagónicos. Cuando la estrategia fosilizadora ha impuesto lo que Baudrillard llama transestética de la banalidad y las obras son, literalmente, objetos supersticiosos (Baudrillard, 1998: 27) y los procesos creativos semejantes a la elección vertiginosa del souvenir, conviene revisar el sentido del arte, como un viaje al encuentro de sí mismo, algo que finalmente viene a ser una línea de resistencia contra la estetización difusa de la espectacularización hegemónica.
En la contemporaneidad se emprenden, aunque no sea reconocible, una inmensa batida contra el hombre singular, mientras parece como si se nos olvidara el dolor y la miseria. Por otro lado, sufrimos, como es lógico sin darnos cuenta, una estrategia de doma heredera del literario proyecto que en La naranja mecánica denominaran «método Ludovico»: saturados de horror, vomitando ante el desastre. O, bien, intentando dejar atrás lo peor, nos convertimos en sujetos en fuga, acelerados, con la esperanza de que exista el runaway. Los pasos perdidos, acaso los únicos gozosos, pueden reivindicarse en la experiencia estética cuando se escapa de las totalizaciones imaginarias del ojo y se asume la extrañeza de lo cotidiano.
Tal vez lo que tenga que hacer el arte es no dejar de hablar de lo que le falta, cuando ya se ha entregado a la orgía y al cansancio subsiguiente. Aunque hemos recibido una sobredosis de ridiculez no hemos superado ninguna prueba, como le gusta hacer vertiginosamente a la televisión-de-concurso-perpetuo. Lo que tenemos aún (en nuestra cultura superviviente de la incredulidad postmoderna) son síntomas mórbidos. La promiscuidad, el fin del pathos de la distancia, provocan una suerte de efecto Larsen generalizado: el amplificador se acopla con el sonido que se acaba de emitir. Hemos completado el fin de la ilusión estética. Nunca vemos otra cosa que la televisión. Nuestra imaginación está habituada, no cabe duda, a la distopía crítica, habitamos, anticipadamente, el desastre metropolitano, haciendo zapping decidiendo si unos «idiotas» se quedan o se van de la reclusión catódica, en ese circo pavoroso que nos acuna. Frente a la «tabuización», nuestra época prefiere todo lo literal. Es preocupante que en una época insustancial reaparezcan, como raíces, lo étnico y lo religioso. La ausencia de prohibición simbólica, en una especie de «superyoización» directa del ideal imaginario lleva a disfrutar del síntoma. Tengamos presente que para Freud la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace que, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. «El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente» (Zizek, 2001: 264). Zizek sostiene que, en la era de «declinación del Edipo», en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto «perverso polimorfo» que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización, sino una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso. La religión del arte, por emplear terminología hegeliana, queda disuelta en lo cómico (Nancy, 2007: 57-58), vale decir en una absolutización de la conciencia de sí que lleva a pronunciar una severa sentencia: Dios ha muerto. Lo peor es que haya sobrevivido tan solo como un tamagochi. No podemos, a pesar de todo, entregarnos a la poesía del fracaso, ni al truco de la ausencia. Hemos agotado los sacrilegios y, al mismo tiempo, han proliferado las reliquias desconcertantes.

«No hay banda»
Vivimos, por emplear una analogía cinematográfica, en Dogville, donde el otro está sometido a toda clase de exorcismos. A veces nos dejamos llevar por la paranoia del complot inminente, pero también puede suceder que la conspiración (del arte cínico-chic-banal) sea evidente. Puede que solo se trate de pasar la aspiradora o, en una dinámica lógica, dejar reposar, solemnemente, la basura en un sitio especial. McLuhan, tan sagaz para crear frases, escribió que «el arte es aquello de lo que uno puede quedar impune». Me parece que estaba, tristemente, enunciando una gran verdad. La estética de la ausencia propia de un mundo en vertiginosa transformación puede necesitar del «bloc mágico», que está enlazado con la pulsión de destrucción. El emplazamiento-provocador terminaría por ser un archivo perdido, una superficie borrada o, en términos lacanianos, el sujeto barrado.

«No hay banda», no hay música, exclama un personaje dispuesto a cantar en la película de David Lynch Mulholland Drive (2001). No siempre hay sincronía entre el impulso y la orquesta muda de la vida. Y sin embargo el canto inicia lo mismo, en abierta disonancia con el silencio o la desatención colectiva. No hay música, pero el arte se pone en marcha lo mismo, salta por encima del comentario adherido al presente y cabalga el coro del futuro. Todavía... (Bonito Oliva, 2003: 21)

Cuando se produce la empatía y las lágrimas brotan de las mujeres clonadas en el vértigo de la muerte y la putrefacción de los cuerpos, resulta que terminamos por cobrar conciencia (amargamente) de que todo es play-back. Tras el desfallecimiento la canción continúa y, sobre todo, aparece el truco, la trampa que nos había hechizado. Lynch es el maestro de esos sonidos enrarecidos (el zumbido de la casa de Carretera perdida, la dominación sonora en Dune, el karaoke macabro en la casa del secuestro de Terciopelo azul, etc.) que nos afectan más que las imágenes. Aunque nos obliga a recorrer la carretera perdida de sus fobias, ha desmontado la empatía al mostrar la dimensión artificiosa del melodrama. La catarsis, en la travesía esquizofrénica, termina por abismarse en un local llamado Silencio. Como desconcertados herederos de Bartleby solo podemos terminar con una frase hecha: I want nothing to say to you.

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