martes, 12 de enero de 2010

Iros todos a tomar por culo.

Fernando Castro Flórez.


“Solo porque seas un paranoico no significa que no te persigan” .

“No me gustaría morirme en una situación de violencia. No me gustaría estar ahí a última hora y coger el periódico por última vez y leer: un nuevo atentado. Para mí sería un drama, diría: qué mala suerte... Esto sería muy mala suerte, teniendo en cuenta además que ahora tengo dos niñas pequeñas. Quisiera que vivieran en otro mundo, sinceramente, completamente, eso lo tengo muy claro” .



En cierta ocasión Sigmar Polke señaló que la imagen de una botella no retornable es el emblema del arte expresivo que se niega a ser el resultado de la aplicación de fórmulas o a ofrecer la dogmática secuencia de “respuestas”. El artista come mediador plantea una codificación que es, en el fondo, una defensa de los complejo y lo sutil. Pero, en una entrevista con Bice Curriger, realizada en 1985 y explícitamente titulada “La pintura es una ignominia”, Polke dice que lo verdaderamente innovador en el arte sería transferir lo que el artista hace a un área en la que su trabajo podría asumir una cualidad verdaderamente rompedora: “En realidad la innovación ocurre cuando eres capaz de efectuar esa transferencia. El presupuesto de Defensa puede seguir siendo el presupuesto de Defensa. Si el arte quisiera ser realmente innovador, algo tendría que ocurrir. Y el presupuesto de defensa tendría que beneficiar al arte. Pero es ahí donde todo se desmonta. ¿Qué harían entonces los artistas? Fijarían explosivos a los lienzos” . Extraña indicación ésta en la que se quiere buscar un acontecimiento en el cual el arte termina por asumir modos propios del terror, buscando una efectividad que propiamente deja al espectador sin palabras. El artista se suma, metafóricamente, a la inmensa lista de violentos, reclamando, de forma extraña, que sobre su actividad incida el presupuesto de Defensa. El Estado es, como sabemos, una eficaz máquina militar que, sin embargo, está ahora asediado por una criminalidad diseminada . La justicia considera que la violencia, en manos de la personas individuales, constituye un peligro para el orden legal, esos comportamiento destructivos están, literalmente, fuera de lugar, tal es el caso de la tendencia la huelga de la estrategia socialista ; toda institución de derecho se corrompe si desaparece de su conciencia la presencia latente de la violencia . En cualquier caso, como Weber subrayara, el éxito de la coacción con violencia no depende del Derecho sino del poder, esto es, está más allá o acá de la ética. Ese querer tener siempre la razón puede llevar, en muchos casos, al terror estatal ; recordemos el bombardeo al barrio del Chorrillo en Panamá que no tenía por fin tanto acabar con el dictador Noriega cuanto probar el nuevo bombardeo Sealthy en combate real . Algunos piensan, a pesar de todo, que estamos en el final del monopolio estatal de la violencia , aunque los acontecimientos recientes nos llevarían a pensar justamente en lo contrario. El maniqueísmo patriotero del Imperio es contemporáneo o consecuencia de la psicosis (del) terrorista, los discursos y, en general, la política es la manifestación de lo que llamaríamos obsolescencia planificada. Es precisamente la brutalidad estatal, esto es, el despliegue de una “criminalidad imperial” uno de los elementos que sirven para mantener encendida la pálida llama de las “justificaciones” terroristas .
La anomia de un mundo conexionista hace que surge una singular inquietud , algo manifiesto en esa precesión estadística de los acontecimientos que viene a colocar como principal preocupación del ciudadano el “terrorismo”, entendido, en la contemporaneidad, como una suerte de fatalidad “internacional”. El diagnóstico que hace Enzensberger sobre nuestra sociedad agitada por terroristas, neonazis, traficantes de drogas o hoolingans no puede ser más drástico: la guerra civil ya está presente en todas las metrópolis. Criminales con una falta total de convicción, sin legitimaciones, ni por supuesto ideología. Al mismo tiempo, parece como si hubiera desaparecido el mecanismo regulador de la autoconservación: “lo locura suicida colectiva ha perdido de vista la categoría de futuro” . Cualquier pretensión, cuando todo está desquiciado, de tener el timón es patética o cruda manifestación del deseo de imponer, de nuevo, el fascismo a escala planetaria; ahora bien, apunta Ulrich Beck, lo novedoso en la sociedad del riesgo mundial es que nuestra decisiones sobre civilización desatan unos problemas y peligros globales “que contradicen radicalmente el lenguaje institucional del control, la promesa de controlar las catástrofes patentes en la opinión pública mundial (como fue Chernóbil y ahora los ataques terroristas a Nueva York y Washington)” . No le faltaba razón a Virilio cuando en el texto del catálogo de la exposición Unknown Quantity en la Foundation Cartier pour l´Art contemporain hablaba de un nacimiento de la tragedia mediática que genera una suerte de sobredosis de la visión o, en otros términos, una narcolepsia de la que, valga la paradoja, no somos apenas conscientes. La demagogia política, los resultados futboleros y toda clase de asesinatos sirven como preámbulo a lo que, en jerga del baloncesto, llamaríamos “minutos de la basura” culturales. Tal vez sea esa normatividad de la violencia como tono de la comunicación lo que impulsa a los artistas a pensar en un imaginario explosivo, algo que, a la postre, queda en mero “flatus vocis”.
El terrorismo es, ciertamente, uno de los fenómenos que dota de originalidad a la época moderna . “El terrorismo –advierte Walter Laqueur- no es una ideología ni una doctrina política, sino, antes que nada, una utilización de la violencia política, una violencia utilizada por elementos radicales de prácticamente todos los ámbitos del espectro político. Desde luego, no es únicamente un método, implica también una tendencia a la violencia que puede encontrarse más en unas épocas que en otras, y que arraiga con mayor profundidad en unas civilizaciones que en otras” . En nuestra época las raíces del terrorismo tienen una fuerza increíble, siendo, al mismo tiempo, una suerte de rizoma que mina el territorio. De Timothy McVeigh a Unabomber, de ETA a la yihad islámica, se extiende un reguero de rabia y dolor que hace que el discurso encuentre serias dificultades para germinar. La época de la transnacionalización del terrorismo es también la de la pervivencia de los conflictos locales y ciertamente la ideología de la “globalización” apenas es capaz de ofrecer otra cosa que una enfática llamada a la persecución implacable de los asesinos. El terrorismo que es, históricamente, una forma de propaganda con los hechos produce, en la dramática demolición que funda el siglo XXI, una explosión de la demagogia política que eleva dos pilares (con efectos tranquilizadores para el ciudadano “lógicamente” atemorizado): la seguridad y la venganza. Conviene tener presente que hace ya mucho tiempo que se pasó de la guerra clásica al terrorismo, a esa saber exterminador que marca el horror de nuestra época: la voluntad de impedir que los demás, literalmente, respiren. El terrorismo comprende y analiza meticulosamente al otro, consciente de que hay que aprovecharse de los hábitos de vida de las posibles víctimas .
Como señaló Enzensberger, el terrorismo tiene sus rituales o sus rutinas, esto es, una vez cometido el atentado suena el teléfono de una agencia de noticias y comienza el tono autoritario o bien llega la misiva de los asesinos redactada en forma de comunicado, con un tono característicamente militar, terminología rimbombante y, aunque parezca raro, sintaxis burocrática: “Con cada palabra que se les ocurra, los terroristas parodian precisamente aquello que atacan: al Estado y sus instituciones. [...] En su constante inconsciencia, los medios de comunicación adoptan el lenguaje de los terroristas; de este modo, la confesión del crimen se convierte en “reivindicación” y el clan de los asesinos en “movimiento de liberación”” . Es como si los comunicados de los terroristas nos “tranquilizaran”, gracias a ellos podrían clasificarse sus razones o bien encontrar alguna justificación a sus actos, aunque, después de tanta muerte, ha desaparecido la quimera de que (algo) sea explicable. Tenemos una evidencia que es, en sí misma, demoledora: cada vez hay más personas para las que la violencia es la única salida. Podrían encontrarse diferentes interpretaciones para la pasión bélica, habitualmente masculina , así como causas (en una mentalidad todavía preocupada por las “conexiones”) de distinto tipo, entre otras, la constatación de que el Imperio hace oídos sordos a todas las víctimas de la supuesta y cacareada globalización. No hace falta recurrir a la silogística para llegar a la conclusión de que, para muchos sujetos y colectivos, no existe el diálogo luego es necesaria la violencia; pensemos, por ejemplo, en Mandela y cómo tuvo que “recurrir a las armas” ante la falta de voluntad de ofrecer soluciones al apartheid.
Estamos en un momento en el que nadie quiere escuchar nada o, mejor, en una suerte de logocentrismo del terror lo que cada quien quiere es hacer visible con toda rotuntidad su rabia; una época marcadamente populista en la que se desata, planetariamente, la guerra escatológica . Los atentados del 11 de septiembre del 2001 muestran que cualquier cosa es un arma y, sobre todo, asocian, para siempre los medios de transporte en vehículos del terror. Aquella máquina nómada bélica en torno a la que meditaron Deleuze y Guattari en Mil Mesetas ha quedado materializada en la carta, el coche o el avión. Resulta ridículo (cuando todos sabemos que es manifestación del cinismo político contemporáneo) que se busquen “armas de destrucción masiva” en Irak para justificar a posteriori todo cuando hoy no se necesita, para sembrar el terror, de misiles, basta con un cuchillo de plástico de los que se ofrecen junto al repugnante menú de las compañías aéreas. “Nuestros kamikazes –escribe André Gluksmann- transforman el avión de línea en una bomba subatómica con la misma desenvoltura con la que Duchamp convierte el urinario en obra estética mediante su simple exposición en una galería de arte. Y, si en ambos casos la acción nos deja estupefactos, el gesto transgresor que subyace es aún más estupefaciente. Perfectamente repetible, corta los puntos de referencia y subvierte los valores. Lo alto pasa a ser bajo. Lo sublime y lo abyecto se confunden. El medio de transporte se convierte en transporte de muerte. Paz y guerra se mezclan. El tiempo se desquicia” . Curiosa comparación esa que une al ready-made con el proyectil terrorista. Es verdad que cualquier cosa puede entrar en el contexto del arte y que todo es arma (incluso aquello que escapa a los registros el detector más sofisticado que pueda inventarse). También pueden hacerse actos de insurgencia política disparando en vez de balas, pasteles, como aquellos que empleara, con una precisión admirable el yippie Aron Kay o Noel Goldin que ha puesto en el punto de mira no sólo a políticos sino también a filósofos, convirtiéndose la bestia parda de Bernard-Henri Lévy . Aunque esa es una situación que aceptamos por sus perfiles lúdicos frente a la repugnancia moral que suscita el asesinato indiscriminado, producido, insisto en un tiempo de abismales incertidumbres, en cualquier sito y con cualquier cosa, puesto que los bricolages ultradevastadores están al alcance de cualquiera: “El que quiere puede” . De suyo las tecnologías que nos ponen a “todos” en contacto son las mismas que ofrecen facilidades al terrorismo , que hoy entendemos como algo vírico, desplegado en un dominio tremendamente caótico .
Puede parecer forzada la sugerencia de que hay muchos ejemplos de mimetismo del arte con la guerra y el terror, estrategias que intentan imponer a la mirada algo “valioso” , aunque sea destruyéndolo. Lo que es más conocida es la rara fascinación que suscita el terror (Shelley, entre otros, hablaba del “tempestuoso encanto del terror”) y el terrorista, alrededor del que encontramos numerosas “justificaciones estéticas”, realizada, no me cabe duda, desde aquella segura distancia (kantina y romántica) frente al naufragio. “El terrorismo ha engendrado siempre violentas emociones, así como opiniones e imágenes muy divergentes sobre él. La imagen popular del terrorista hace aproximadamente 80 años era la de un anarquista extranjero que arrojaba una bomba, alguien desaliñado, con una barba negra y una sonrisa satánica (o idiota), alguien fanático, inmoral, siniestro y ridículo al mismo tiempo” . Los terroristas han tenido admiradores y agentes publicitarios en todo momento, siendo esa fascinación nombrada algo que está directamente conectado con la cobardía . Entre el silencio y el atropellado verbo del apologeta (estetizante o brutal, analfabeto o nihilista) hay un suerte de pirámide mediático-egipcia (colosal, hermética, tanatofílica) que está en empañada en decir y mostrar todo, esto es, en avivar la pasión literalista. “El exceso de información es como la peste. Hoy los terroristas tienen más cartel que las estrellas de cine” . Se repite insistentemente que el terrorismo no sería nada sin los medios de comunicación que tienen, de suyo, una especie de “método” consistente en mezclarlo todo. Lo cierto es que el terrorismo, como señalara ya Most en 1884, busca, insistentemente, el efecto de eco de los medios de comunicación .
El atentado reclama el protagonismo mediático, haciendo que la razón acorralada sufra las descargas de una fanatismo abismal, algo que llega a transformarse, en su inconceptualidad, en una especie de “maleficio”. Tenemos claro que la violencia responde, en muchas ocasiones, a determinaciones, cálculos y organizaciones explícitas y no meramente a la cólera repentina, ni a una maldición que solo consiguen asimilar los nigromantes; incluso se ha llegado a advertir una especie de precesión de la violencia en lo simulácrico o, mejor, en un proceso de monitoring . Algunos piensan que lo peor, en esta sociedad explosiva, es la incertidumbre o la sensación de que todo puede ocurrir: “Hay violencia cuando las expectativas son inciertas, cuando puede suceder cualquier cosa, cuando entran en crisis las reglas que hacen previsibles los comportamientos y fundamentan las expectativas de reciprocidad en las interacciones” . No hablo de una deriva hacia la paranoia, sino de la sospecha de que el atentado nos afecta a todos, de la misma forma en que nadie está a salvo frente al violento: la bofetada está a la vuelta de la esquina. Tan sólo el temor a una escalada de la agresividad mantiene, precariamente, estabilizados los impulsos destructivos y esa facilidad para salir del laberinto de los conflictos con gestos apocalípticos. “La violencia no ha desaparecido en las sociedades de capitalismo avanzado donde la barbarie se cree erradicada. El grado cero de la violencia no existe, simplemente se ha transformado. La violencia forma parte intrínseca de las fuerzas de la realidad, y la acción humana nos lo recuerda continuamente engendrando violencia física y psíquica” . El terror es un acontecimiento en medio de una percepción zappeada, impone, al mismo tiempo, la incertidumbre y la más cruda de las certezas, hace, por ejemplo, que discurso de la Historia tome decisiones en las encrucijadas del laberinto .
“Desde que un dispositivo técnico global permite difundir imágenes en directo a la totalidad del planeta, se sabía que el mundo estaba maduro para la aparición de un “mesianismo dinámico”. El caso Diana [de Gales], en particular, demostró que los medios de comunicación, mucho más numerosos que antes, están más unificados y uniformados que nunca. Y que este estado de cosas sería aprovechado tarde o temprano por alguna especie de profeta electrónico” . A pesar de todas las tácticas de disuasión o, precisamente gracias a ellas, los neo-terroristas clonan, literalmente, las tácticas propagandísticas del Imperio, yuxtaponiendo a la crónica en directo del mundo (transmitida por CNN) la larga letanía, una hibridación de religiosidad visionaria y política demoledora, de las reivindicaciones de los humillados, encarnando ambos dispositivos una suerte de nueva ideología teocrática. Parece fácil hablar no solamente por boca de los otros sino también servir de médium del Otro numinoso que es, obviamente, el legitimador absoluto de todos los horrores que tengan que ser cometidos.
No puede sorprender a nadie que embusteros, simuladores y, sobre todo, actores (desde el pésimo cowboy Reagan al Terminator sonriente Schwasenegger) “lleven las riendas” del Imperio. Acaso esa presencia de farsantes en la cima del poder tenga algo que ver con el hecho de que todo, incluida la guerra, forma parte de la cultura del entretenimiento . No hay ni medios ni fines, ni causas ni efectos, sino que los “acontecimientos” están localizados en una suerte de cinta de Moebius que produce, más que nada, un efecto de indiferencia o bien una oscilación de la sensibilidad a la sensiblería y, por último, a la trivialización: “Todo se iguala y todo vale: una víctima expulsa a otra. Jamás la violencia ha suscitado tanta indignación y nunca el olvido ha operado con mayor rapidez” . La violencia no es ya necesariamente algo misterioso (vinculado a la regresión y al arcaísmo), ni siquiera podemos hablar de ella en términos de invisibilidad, antes al contrario, se trata de un espectáculo cotidiano , surtido en grandes dosis por televisión. Que lo apocalíptico, como el arte, sea “cosa del pasado”, valga este guiño hegeliano, no quiere decir que haya desaparecido, sino, al contrario, que se ha realizado e incluso que determina un tiempo por venir en el que sólo puede suceder lo peor . Cuando faltan las palabras llega, más que el sentimiento sublime, la descarga violenta que pone las cosas en su sitio (en la escombrera de la demolición), algo que el terrorismo utiliza sin escrúpulos . Una pregunta surge con rabia en medio de este “teatro” de la crueldad, de esta violencia que suprime todas las diferencias : ¿qué hacen las gentes de la cultura?¿qué sentido tiene su silencio? . No busco, ciertamente, respuestas que sean “declaraciones” de artistas comprometidos, con todo lo honestas y urgentes que puedan ser. Una actitud decidida de apoyo a las víctimas y de crítica intensa a los asesinos es necesaria pero pertenece, principalmente, al registro del comportamiento civil, al paso a una política que acaso requiera, entre otras cosas, de un desmantelamiento de los comportamientos “esteticistas”. Considero que unos aspectos creativos que tendrían que cartografiarse serían aquellos que establecen analogías con el terrorismo y la destrucción, procesos que, tal vez, sirvan para comprender y deconstruir esos acontecimientos que nos dejan estupefactos y llenos de miedo.
En la vanguardia había una tendencia destructiva (Giacometti, por ejemplo, señaló que no construía más que destruyendo, "no avanzo más que volviendo la espalda a la meta") y, a veces, un coqueteo con la estética de la barbarie, pretendiendo transformar al artista en la figura del criminal , esos seres entregados al asesinato del sueño. Un proyecto (no realizado) de Santiago Sierra para la inauguración de la exposición Pay attention please (2001) en el Museo de Arte Moderno de Nuoro (Cerdeña) consistía en vaciar el cargador de una ametralladora contra el cristal antibalas tras el que estaría un público presumiblemente muerto de miedo. También podríamos recordar que a finales de los años setenta aparecieron en Nueva York carteles anónimos (más tarde “reivindicados” como productos de Jenny Holzer) con textos como “La moralidad es para gentecilla y el asesinato tiene un componente sexual” que “resultaban más inquietantes porque era difícil determinar lo que quería decir realmente el autor” . También merece la pena recordar al grupo fundado por Ben Morea, también en Nueva York, que se llamó Up Against the Wall, Motherfuckers, entregados a la diseminación de una propaganda política aterradora, como el anuncio en una escuela de arte en el que aparecía un revolver y la frase: “Buscamos personas a quienes les guste dibujar”. A algunos artistas, en su travestismo, les gustaría convertirse en delincuentes, como planteó Duchamp en Wanted $ 2,000 Reward (1923), pero al final su crimen es, más que nada, lingüístico. Aunque tampoco faltan ejemplos de violencia “real”, como cuando Gordon Matta Clark disparó contra los cristales del Institute of Architecture and Urban Studies de Nueva York en su proyecto para la exposición Idea as model . Tal vez sean las primeras performances de Chris Burden las que sirvan de ejemplo más claro en el despliegue de una violencia que puede dirigirse contra uno mismo (recibir un disparo, reptar sobre cristales, soportar una descarga eléctrica o la humillación de un montón de patadas de su galerista) o bien llegar a ser un delirante acto de poner un cuchillo en el cuello de una presentadora de televisión (TV Hijak, 1972), a la que llegó a decir que había pensado forzarla a hacer “actos obscenos”, para después destruir la cinta en la que estaba todo grabado que, a su vez, estaba metalingüísticamente sedimentado en el “dispositivo de mediación artística” . Ese mismo artista, dedicado a realizar actos desconcertantes, tiroteó un avión desde una playa cercana al aeropuerto de Los Ángeles: “estaba en el malecón y había unos tios quejándose por los aviones. “Mierda. Me gustaría estar allí”. De alguna manera yo sentía lo mismo, la razón por la que adopté esa idea fue porque tenía ese mismo sentimiento. Claro que me hubiera gustado estar allí. Podías verlos salir del aeropuerto y dar vueltas en el aire, sobre todo al atardecer. El realizar la obra fue una ayuda, aunque sólo fuera un gesto. Si la gente del avión pudiera ver cómo les disparaba, se morirían aunque la bala no les alcanzara” . De repente, más allá de la teatralidad, tenemos el retrato del artista como un terrorista, un violento que ataca edificios, locutores, medios de transporte, describiendo nuestra existencia como una reclusión tremenda.
De pronto, al artista Francis Alys (Re-enactements. México City, November, 2000) le apetece pasear por la calle con una pistola en la mano, una acción que desafía a los dispositivos de vigilancia policial al mismo tiempo que subraya la dinámica creciente de inseguridad en todas las ciudades del mundo y otro (Aníbal López: El préstamo, 2000) decide atracar en la calle, junto a su coche a un tipo para luego, en una inauguración colocar un cartel para-conceptual en el que se hace notar que los licores y viandas que están ingiriendo los asistentes es el resultado de aquella acción delictiva. Ambos emprenden acciones extremas demostrando que eso también se puede hacer. Lo decisivo es que esas situaciones son “artísticas” y, por tanto, parece que deban acarrear consecuencias penales para sus ejecutantes. Sin embargo, cuando Burden decidió hacerse el muerto tumbándose en una autopista junto a un coche, cubierto por una manta y con dos luces de peligro junto a él (Deadman, 1972), fue conducido a los tribunales por crear una falsa situación de alarma, “aunque en el proceso judicial, después de tres días de deliberación, el jurado se inhibió, desorientado ante un delito que no comprendía, y el caso fue cerrado” . Sin embargo Carlos Irizarri si tuvo que cumplir cuatro años de condena de los seis a los que fue condenado en la penitenciaría federal de Ottisville por haber amenazado con hacer explotar un avión en el que viajaba entre San Juan y Nueva York en 1979 si el presidente de los Estados Unidos no liberaba a unos presos políticos puertorriqueños; en realidad este artista radicalizado carecía de material explosivo con el que cumplir su tremenda amenaza. En 1974 consiguió escabullirse de la justicia, tras haber indicado que iba a hacer explotar unas cargas que acabarían con su vida, en un acto suicida, y con la de Geral Ford durante una cumbre de jefes de estado en Dorado (Puerto Rico, alegando que se trataba de una “obra de arte conceptual”. Tiene razón Ronald Jones cuando, comentando la acción de Burden disparando a los aviones, titulada 747, indica que el artista puede llegar a ser un monstruo que realiza el mal gracias precisamente al legado divino del libre albedrío , con la matización de que no estamos en realidad ante un acontecimiento normal sino ante algo que es una “presunta” (valga la parodia de la jerga mediática en torno al terrorismo) obra de arte. El camuflaje estético permite que todo valga, anulando, al mismo tiempo, las potencialidades críticas de un acontecimiento que es, en cierto sentido, inaceptable.
La exhibición de lo atroz es, para los contemporáneos, algo común y, sin embargo, el atentado, como sucediera el 11 de septiembre, produce un colapso conceptual, esto es, la incapacidad de explicar que ha pasado . Lo importante, es lamentable decirlo, no es la cantidad de muertos sino el hecho de que la catástrofe se da en directo. Frente a las bombas atómicas arrojadas sobre Japón, comprensibles como una forma de mega terrorismo que como los mismos americanos dijeron tendrían que ser lo “suficientemente espectaculares” , que dejan una imagen autónoma (el hongo nuclear ascendiendo sobre un lugar reducido a la condición de nada), los aviones imponen, a partir del impacto sobre la arquitectura descomunal, un tiempo real de las imágenes. Hay, en la Gran Demolición, una omnipresencia de la cámara: el atentado está filmado desde todas partes. “Su escenificación y cadencia estaban pensadas para garantizar la mayor cobertura posible por medios de comunicación masiva y, con ello, el acceso en directo o en diferido a una audiencia de dimensiones planetarias” . El 11 de septiembre no habría sido lo que es sin la televisión que, rápidamente, se colgó la medallas por haber estado allí; la mediatización, como ha sugerido lúcidamente Derrida, era un interés común de los organizadores de ese acontecimiento, tanto de los terroristas cuanto de aquellos que, en nombre de las víctimas, estaban deseando, desde hacia tiempo, declarar lo que enfáticamente se califica como guerra contra el terrorismo. “Más que en la destrucción de las Torres Gemelas o el ataque al Pentágono, más que en el asesinato de miles de personas, el verdadero “terror” consistió (y comenzó efectivamente) en exponer, en explotar, en haber expuesto y explotado su imagen por parte del propio objetivo del terror” . Hay una violenta exposición de la vulnerabilidad y un espanto que está, insisto en ello escénicamente calculado . Baudrillard considera que el espíritu del terrorismo no es solo la irrupción de la muerte en directo, sino la manifestación de una muerte mucho más real, simbólica y sacrificial que supone un acontecimiento absoluto e inapelable . La estrategia del terrorismo suicida provoca un exceso de realidad, se derrumban no solamente unos edificios emblemáticos sino nuestra idea de seguridad. Es un acontecimiento, valga la reiteración, inefable, como, por volver a emplear terminología kantiana, una intuición sin concepto, “como una unidad sin generalidad en el horizonte, sin horizonte incluso, fuera de alcance para un lenguaje que confiesa su impotencia y en el fondo se limita a pronunciar mecánicamente una fecha, a repetirla, a la vez como una especie de encantamiento ritual, conjuro poético, letanía periodística, ritornelo retórico que confiesa no saber de qué habla” . A pesar del parloteo o a través de él, la catástrofe se vuelve inolvidable.
“Al igual que Fausto, los terroristas podrían en verdad exclamar In Anfang war die Tat: en el principio era el hecho” . Solo que eso que pasa parece como si ya hubiera pasado o como si fuera algo que uno, cuando lo ha sufrido en carne propia, no deja de ver pasar, en el frontón de las obsesiones y las pesadillas. Es siempre algo ajeno, cosas tremendas realizadas por sujetos a los que no se puede entender. En el fondo seguimos contemplando al kamikaze-terrorista como un interrogante en suspenso , alguien que “encarna” el triunfo del sacrificio, pero ese sujeto que asume, con un heroísmo fanático un destino absoluto es un arma altamente eficaz. No podemos dejarnos confundir por la retórica maniquea desplegada mediáticamente por unos y otros, el terrorismo suicida no es solamente una estrategia de los pobres y los oprimidos, también es empleado por los ricos y por aquellos que están dispuestos a imponer las Leyes más atroces. Estamos asistiendo a lo que Derrida llama proceso autoinmune, esto es, a ese extraño comportamiento del ser vivo que, de manera casi suicida, se aplica a destruir “él mismo” sus propias protecciones, a inmunizarse contra su “propia” inmunidad . El crescendo del terror es siniestro, en el sentido freudiana, de lo familiar sentido como extraño. Por doquier se extendía el murmullo de que la Gran Demolición estaba inscrita en el imaginario cinematográfico, pero también surgía el comentario de que aquella arquitectura merecía el hundimiento; “cuando se derrumbaron las dos torres se tenía la impresión de que respondían con su propio suicidio al suicidio de los aviones suicidas” . La huelga de los acontecimientos , esa sucesión de imágenes que no son nada, termina con acontecimiento que es una imagen absoluta. Si en el relato de algunos supervivientes de Hiroshima se impone el recuerdo de una luz cegadora , en la película que Sean Penn ha realizado alegorizando el 11 de septiembre un sujeto que viven en un sombrío apartamento se despierta por unos inusuales rayos de sol que llegan hasta su miseria “gracias” a la caída de las Torres: el color de las flores explotando en el alfeizar de la ventana impone una visión paradójica. No cesa, de una manera u otra, la fascinación ante el atentado: “Antes que la violencia de lo real esté ahí primero y se le añada el escalofrío de la imagen, la imagen está ahí primero, y se le añade el escalofrío de lo real” . James G. Ballard hablaba de la importancia de reinventar lo real como la última y más temible ficción. Pero ahora resulta que la tendencia a simbolizar está colapsada porque el acontecimiento imprevisible (pero esperado) ha ocurrido: se han derribado los límites de lo posible que, por así decirlo, sólo existían en nuestro inconsciente y, como indicó Clausewitz, “es difícil levantarlos de nuevo”.
Eso Real que nos deja estupefactos es sometido, rápidamente a la estetización. Recordemos la exclamación de Apollinaire ante la guerra a la calificaba como “bonita” o la analogía de Cocteau de los acontecimientos bélicos con un ballet. Pero esas “visiones” provocan también, inmediatamente, tanto la indignación cuanto el cuestionamiento radical: “¿Qué “belleza” puede haber en un paisaje urbano destruido?¿De verdad puede ser fascinante esa ciudad que parece hundida en el suelo bajo el peso de un invisible martillo pilón?¿Dónde está la magia en ese grupo de mujeres en harapos, tiritando de fiebre a pesar del calor reinante?” . Más allá del tono wagneriano que aparece para “sublimar” la catástrofe (algo que puede rastrearse a partir de la frase de Karl-Heinz Stockhausen de que los aviones colisionando contra el World Trade Center es la obra más sublime que pueda imaginarse) hay que tener presente que la guerra es lo horripilante. Es mucho mas peligroso de lo que parece convertir eso (traumatizante) en fenómeno estético, enterrando cualquier consideración que incluya la perspectiva ética . La voluntad de la vanguardia de atemorizar a la burguesía era, al mismo tiempo, un intento de dinamitar situaciones culturales , aunque se comprobó que el público y la institución artística eran capaces de asimilar a toda velocidad las propuestas de los estéticas del terror. El colapso de lo artístico-revolucionario o, parafraseando a Benjamin, la estetización de la política sirvieron para pavimentar (con todo lo que implica de pánico) el pedregoso y atormentado camino de la crítica. Acaso el único lugar en el que todavía las cosas resplandecían como joyas, en una tonalidad vanguardista, era el basurero, ese sito al que se había arrojado, sin miramientos, a la historia. Es como si el siglo XX hubiera asimilado, inconscientemente, aquella contundente declaración de Buenaventura Durruti de que “no nos espantan las ruinas”. No puede elevarse desde la escombrera en que habitamos ningún romanticismo o nostalgia, tampoco promete nada esa ruina que crece tan rápido como el desierto del nihilismo. La desarquitectura contemporánea (nuclear en la entropología de Robert Smithson) puede conducir tanto al abatimiento mayúsculo cuanto al camuflaje cínico (dispuesto a ofrecer, con interés compuesto, el urbanismo del no-lugar), siendo también posible, ante el escándalo de las ruinas, un pesimismo de la fuerza .
Con todo al nombrar la fuerza convocamos no solamente la voluntad que se enfrenta críticamente al desastre sino la potencia (ubicua y, al mismo tiempo, difusa) que genera la misma destrucción que casi nos hipnotiza. Hay un retorno súbito de la violencia que es, en buena medida, nuestra única ley: “La injusticia que defendemos nos obliga a aferrarnos a las armas de destrucción masiva, que nos permitirán hacer realidad nuestras fantasías en cualquier momento. La violencia global es el núcleo duro de nuestra existencia” . Beck considera que los atentados terroristas han acercado a los Estados y han hecho que comprendamos más agudamente lo que significa la globalización: la articulación de una comunidad de destino a escala mundial contra el afán de destrucción violenta. “En la sociedad del riesgo mundial el unilateralismo estadounidense fracasa” ; no parece, en ningún sentido, que la frase precedente corresponda a la geopolítica contemporánea, cuando multitud de Estados se pliegan servilmente a los intereses del Imperio, administrador unilateral de la “democracia”. Resulta francamente difícil sentirse “satisfecho” por la interconexión y la cooperación en el desmantelamiento del llamado terrorismo global que encubre intereses (económicos, estratégicos, políticos, etc.) de todo tipo, quedando siempre olvidada la necesidad del diálogo cultural con otras culturas que son hoy, sistemáticamente, satanizadas. Es significativo como la actual “guerra contra el terrorismo” persigue, en la forma de la cacería, a protagonistas individuales (el más escurridizo de todos Bin Laden) pero, al mismo tiempo, afecta a la población entera de países que terminan entrando en verdadera guerra civil y, simultáneamente, impugna prácticas religiosas con las que nuestra civilización “choca”. “Se dice que los Estados son esenciales para la creación de redes terroristas transnacionales, pero ¿no será precisamente la falta de Estado, la inexistencia de estructuras estatales que funcionen, el humus de las actividades terroristas?¿No podría ser que la imputación a Estados y hombres en la sombra siga teniendo su origen en un pensamiento militar y que estemos en el umbral de una individualización de la guerra en la que ya no “guerreen” Estados contra Estados sino individuos contra Estados?” . La falta evidente de ideología del terrorismo contemporáneo es simétrica a la política de embustes del Imperio, en última instancia, todos tienen claro que una imagen poderosa ahora las palabras.
A pesar de su ineficacia, retorna el proyecto de bunkerización, por ejemplo, en ese intento de construir una fortaleza occidental que está suponiendo, de hecho, la imposición de sistemas autoritarios . “El terrorismo produce una paranoia cuyo tratamiento no podemos delegar en la psiquiatría, puesto que no se trata de un trastorno mental individual sino público” . La psicosis generalizada, ese querer protegerse (cueste lo que cueste), es un elemento más de la perversión autoinmune. La actitud paranoica no es propia solamente de las víctimas, los propios terroristas en sus precarias racionalizaciones, que ocultan más de lo que revelan, mezclan el fanatismo con la obsesión ante conspiraciones hostiles que les que les delimitan y, por supuesto, obligan a actuar . Broch decía que se tiene miedo ante lo hostil, mientras que ante las tinieblas se siente angustia. El problema es que en la actualidad todo es indefinido y, por tanto, el miedo está exorbitado: la mirada encuentra, de forma casi enfermiza, que todo es amenazador. “Por mucho que expertos, políticos y psicólogos se afanen en combatir los miedos crecientes mediante múltiples, y a menudo vanas, precauciones, no logran contener una impalpable angustia. ¿Cómo desmentir ese vago sentimiento de que ya no se está seguro de nada?” . En cualquier caso, el miedo es una emoción ambivalente, algo que tiene que ver con el delirio paranoico pero también con una sugestión lúdica e incluso placentera. El espectador del gore-catódico recibe también, periódicamente, una ración de justos bombardeos ejecutados con toda precisión (evitando “daños colaterales” en una terminología higienizante y macabra), da igual que sea sobre Bagdag o en Tora-Bora, aquel singular paraje en el que encontramos, según Rafael Sánchez Ferlosio, el imaginario neo-piranesiano . No hay que tener miedo al miedo. Sobre todo aquellos que lo administran, especialmente los terroristas, no pueden tener miedo a generar un dolor superlativo; por ejemplo, Karl Heinzen en el ensayo Der Mord (“Asesinato”), señaló a mediados del siglo XIX que si tienes que dinamitar la mitad de un continente y derramar un océano de sangre con el fin de destruir el partido de los bárbaros, “no tengas escrúpulos de conciencia. No es un verdadero republicano quien no está dispuesto a pagar gustosamente con su vida la satisfacción de exterminar a un millón de bárbaros” . Heinzen, que culpaba a los revolucionarios de 1848 por no haber demostrado la suficiente crueldad, quería desarrollar lo que llamaba el arte del asesinato y, por tanto, había que inventar, cuanto antes, nuevos explosivos que permitieran colocar bombas bajo el pavimento, así como era necesario encontrar la manera de envenenar, masivamente, la comida.
Tal vez la consecuencia inmediata del miedo es el silencio, bien es verdad que al “hablar” uno entra en una zona peligrosa, sea al convertirse en objetivo potencial para los violentos o, en otra dirección, incurrir en “apología” del terrorismo. Aumenta, especialmente en el País Vasco, el número de personas amenazadas, señaladas con una diana, apuntados en las lista de los deben ser asesinados, sujetos llenos de miedo, literalmente, muertos en vida . Como ha señalado Bernard-Henri Lévy hemos entrado en la era del desecho , cuando nadie puede actuar como testigo. Los asesinos consiguen romper el compacto apelotonamiento social pero, al mismo tiempo, crean una masa atemorizada . Sin duda, el fanatismo es esencial en el terrorismo, como también lo fue en la articulación del movimiento nazi que mezclaba, en su retórica devastadora, el racismo, que establece no una relación militar, guerra o política (aunque se sirva de ellas) sino biológica , y la manía persecutoria (el fanático se ve rodeado por la traición, la delación y la infidelidad). De la misma forma que el “enemigo terrorista”, el déspota señalado por el Imperio (ejemplarmente, Sadam Husein) tiene que ser, inmediatamente, demonizado , los abanderados de la justicia internacional son el blanco de todos los odios. Los americanos tienen razones para preguntarse ¿por qué nos odian tanto? . Nos sorprende la declaración del raro y genial campeón de ajedrez Bobby Fischer de que el atentado del 11 de septiembre había sido una noticia maravillosa y, sin embargo, hemos escuchado, por todas partes, que los norteamericanos “se lo merecían”. No es solamente la rabia de los marginados del Imperio la que pronuncia, en distintos tonos, esa cruel sentencia. La venganza es, como sabemos interminable, aunque, en ocasiones, termine por ser, más que nada, una amenaza, un recurso patriótico evocado lúcidamente por Santiago Sierra en el 2003 al remunerar a unos trompetistas para que en el límite de la Zona Cero interpretaran la música de “El degüello” que, en la película El Álamo, prefiguraba la victoria de los mejicanos y el terror de los “vecinos” del Norte. Lejos de cualquier “estética”, en plena escalada de (neo)mccarthismo, el Imperio está dispuesto a machacar el terrorismo aunque tenga que emplear dosis increíbles de Terror . En situaciones excepcionales los argumentos son rápidamente sustituidos por hechos claros, castigos ejemplares y demostraciones de fuerza; incluso Michael Walzer, una figura significativa del izquierdismo americano, señaló que la única respuesta política a los fanáticos ideológicos y a los combatientes suicidas de la guerra santa era una oposición implacable .
La consigna es, aparentemente, sencilla: hay que acabar con el terrorismo. Un problema que no es meramente nominalista o cuasi-metafísico es que el terrorismo es, de suyo, algo que se escabulle de la definición . En un sentido elemental, el terrorista es
alguien que trata de promover sus puntos de vista por medio de un sistema de intimidación coercitiva. “Podemos considerar terrorista un acto de violencia cuando el impacto psíquico que provoca en una determinada sociedad o en algún sector de la misma sobrepasa con creces sus consecuencias puramente materiales” . En realidad, el terrorismo es un modus operandi que tiene, como el arte, una enorme relevancia simbólica, al mismo tiempo, que tiene características singularmente ambivalentes: “Dice un viejo sofisma que “lo que para un hombre es un terrorista, para otro es un guerrero de la libertad”. La frase es cierta en tanto criminales y víctimas raras veces coinciden en la naturaleza de un crimen” . A la ambigüedad y falta de definición del terrorismo se añade el rasgo, decididamente contemporáneo, de que muchísimos atentados carecen de explicación, nadie los reivindica, no aparece ninguna declaración: atentados (literalmente) vacíos. Podría encontrarse, en los estratos de la historia del crimen organizado un precedente de estos comportamientos en el grupo independentista del Caucaso denominado los Bezmotivniki (los sin motivo) que actuaron durante la revolución de 1905 . Nosotros somos contemporáneos de la monstruosidad de un terrorismo, insisto, sin ritual, meta ni móviles, “un acto terrorista que podría haber sido cometido por cualquiera y del que cualquiera hubiera podido ser víctima” . Tenemos el caso del asesinato de Olof Palme, pero sobre todo el atentado de las Torres Gemelas que, en principio, no fue reivindicado por nadie, aunque rápidamente fue “adjudicado” a Bin Laden, el maquiavélico líder de Al Qaeda que añadió, más tarde, a la mediatización del terror una letanía de “justificaciones” . El absurdo es connatural a víctimas y verdugos. Cuando se tiene la pistola en la mano es fácil imponer el discurso. Recordemos el extraño parlamente que coloca Samuel L. Jackson, en Pulp Fiction de Quentin Tarantino, al chapucero y nervioso delincuente que está atracando el bar en el que, por casualidad, esta desayunando. En un momento la situación ha dado un giro completo: el ladrón está siendo encañonado por el mafioso que estaba “camuflado” en la más inocuo cotidianeidad. “He memorizado –dice enfática y parsimoniosamente el asesino profesional- un pasaje de Ezequiel 25,17: “El camino del hombre recto está por todos lados amenazado por la injusticia de los egoístas y la tiranía de los hombres malos. Bendito aquel pastor que en nombre de la caridad y de la buena voluntad saque a los débiles del valle de la oscuridad porque es el auténtico guardián de su hermano y el descubridor de los niños perdidos. Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos. Y tu sabrás que mi nombre es Yavé cuando caiga mi venganza sobre ti”. Llevo años diciendo esta mierda y cuando alguien lo oía es que iba a morir. No había pensado mucho en lo que significaba, simplemente creía que era un rollo que le soltaba a algún hijoputa antes de pegarle un tiro, pero esta mañana vi algo que me ha hecho pensar dos veces. Ahora se me ocurre que tal vez significa que tu eres el hombre malo y yo soy el hombre recto y que el señor 9 mm. es el pastor que protege mi recto culo en el valle de la oscuridad. ¿O será tal vez que tu eres el hombre recto y yo soy el pastor y que este mundo es injusto y egoísta? Me gustaría eso, pero ese rollo no es la verdad. La verdad es que tu eres el débil y yo soy la tiranía de los hombres malos, pero me esfuerzo Ringo, me esfuerzo con intensidad para ser el pastor”. El sarcasmo sobre esa caída del caballo, tan rara hermeneútica de la Biblia, impone, más que nada, el desmantelamiento de lo moralizante. Es la violencia la que puede hacerse oír hablar y el miedo el que calla sin que eso suponga que termina por comprender algo.
No es fácil encontrar palabras para dar voz al estupor, esa falta de sentido total. En última instancia el terrorismo es una característica estructural de nuestra civilización, un fenómeno endémico que, en ocasiones, se camufla con discursos justificatorios, pero que, en realidad, no necesita de ellos. “Entonces también tendríamos que confesarnos que el terrorismo no tiene contenido político y que –al igual que las masacres en las calles y en los campos de fútbol, la pornografía sádica y la drogodependencia, los malos tratos masivos a mujeres y niños- tiene su origen remoto en el estado psíquico del conjunto de la sociedad. Y de todo ello habría que concluir que aunque fuera posible combatir al terrorismo, jamás se logrará derrotarlo. Porque “el estado psíquico del conjunto” no es más que un concepto vacío de algo que jamás comprenderemos del todo y que escapa a nuestro control” . En el desconcierto de lo inexplicable, el terrorismo de la Gran Demolición exige todo . Aunque el atentado parezca vacío, en última instancia el terrorista quiere firmar (de alguna manera) el desastre que su acción produce . Encarna, ejemplarmente, la pasión de destruir por destruir; el terrorista quiere ser recordado por su terrible determinación . No exagero: hoy el terrorista es cualquiera. A pesar de algunas de sus declaraciones no son, habitualmente, los marginados de la civilización occidental, sino más bien sujetos que asimilan aquello que quieren destruir, dotados de la ultra-tecnología contemporánea, completamente camuflados en la banalidad , como aquellos miembros de la secta de los Asesinos, una rama de los ismaelitas que surgió en el siglo XI, que operaban en completo secreto, disfrazándose de extranjeros o, incluso, de cristianos. Los Asesinos entendían su misión como un acto sacramental, así iban al encuentro de la muerte y del martirio convencidos de que estaban haciendo lo mejor. El revolucionario, como planteó Bakunin, es un hombre que no tiene nombre, entregado a la pasión de la revolución, duro consigo mismo y con los demás, un hombre perdido, sin lazos, alguien, vale la pena repetirlo, que no reconoce más acción que la destrucción . En realidad, el rostro del terror es una capucha que tapa todos los rasgos, un enmascaramiento que cimienta la idea de que todo es sospechoso , en una época, como ya he indicado, en la que todo puede convertirse en arma y, en medio de la escalada paranoica, todo accidente se entiende como atentado terrorista . El Poder ha llegado a comprender que no puede fiarse ni siquiera de aquellos a los que ha “protegido”, como sucedió con aquel jeque ciego, Umar Abdel Arman, defensor a ultranza de la yihad, que después de huir a los Estados Unidos, perseguido por el gobierno de Egipto, fue el incitador ideológico del intento de hacer estallar una bomba en el World Trade Center en 1993 .
Estamos atrapados en el círculo vicioso de la violencia: “Terror contra terror –detrás de todo esto no hay ninguna ideología” . Desengañémonos, no hay sentido, lo único que cuenta es el espectáculo: estamos atrapados en el molino satánico del terrorismo del espectáculo . Al final Bin Laden es un nombre que sirve para que todo el mal se localice allí , de la misma forma que en la “guerra contra el terrorismo” encontramos acciones, como las de algunos bombardeos en el campo, que parecen exorcismos . El nuevo terrorismo, como Walter Laqueur ha precisado, se expresa a través de los terroristas suicidas que tienen el deseo de causar una matanza indiscriminada, surgidos muchos de ellos, no cabe duda, de un poderoso caldo de cultivo: la frustración . Muchos hombres están privados en el mundo de ciudadanía (en el sentido ilustrado) y, a esa obviedad, se añade la de que no se cuenta de la misma forma a los muertos en todas partes. “Se comenten –apunta Noam Chomsky- cantidad de atrocidades, pero en otro sitio” . En última instancia, también los terroristas pueden exhibir que ellos sufren, constantemente, el acoso terrorista (estatal) . Narcotizados por el directo (en el que se entrecruzan la pulsión voyeuristica y la estrategia de la vigilancia planetaria), esa iluminación que no quiere que nada quede en sombra , nos hemos endurecido y, sobre todo, nuestra adicción a la violencia catódica nos ha inmunizado contra el sufrimiento de los demás . Es propiamente esa dieta de terror que lleva a la indiferencia y al miedo la que, al mismo tiempo, puede generar una rabia o incluso una barbarie (creativamente) positiva. Tal y como Freud señalara, la cultura reposa sobre la renuncia o represión de las satisfacciones instintivas: "Esta frustración cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a toda cultura" . En última instancia, hasta los comportamientos artísticos más agresivos no dejarían de ser otra cosa que exorcismos e incluso en los baños de sangre, la invocación a la potencia del horror de lo mataderos y la fascinación por los depósitos de cadáveres y los posteriores procesos de “articulación plástica” habría mucha retórica o, en otros términos, el sentimiento de impotencia puede contrapesarse con una tendencia a la pose . Por ejemplo, la agresividad de Monica Bonvicini contra el espacio expositivo termina por ser, a pesar de la ruina material, algo muy colocado, mientras que las los muñecos mutilados y asesinados en el McDonald´s de Jake y Dinos Chapman (Arbeit McFries, 2001) que remeda el crematorio del campo de concentración es, más que nada, grotesco. Los jueguecitos y los escándalos pactados del arte parecen gestados desde la mentalidad bunkerizada anteriormente mencionada. Algunos artistas se quitan la careta y declaran, todavía con la coartada de la “ironía”, el cinismo monumental, tal y como hiciera Salvador Dalí, coincidiendo con el proceso de Burgos contra terroristas de ETA, declarando, lapidariamente que él estaba contra la libertad . El paranoide-crítico que pretendía alimentar al mundo con una mierda que sería tan dulce como la miel revela que le da lo mismo la suerte del otro, mientras su escatología triunfe. Y, mientras tanto, la guillotina sigue provocando, en palabras de Albert Camus, el vómito al “hombre honrado” , una descripción extraña a nuestra época en la que bastantes artistas vomitan (a propósito) por nada.
El amortiguamiento de la mirada catódica ha obligado a una letalidad creciente: era necesario volver a sensibilizar a la opinión pública . También el arte contemporáneo ha tenido que levantar el banderín de enganche de la crueldad. Todo es poco en el vértigo circense; “pasen y vean”, dice con ánimo el clown-curatorial, aquí tenemos un radical surgido del oriente post-moderno-milenario que acaba de tragarse crudo a un feto muerto, más allá tenemos a un tipejo que ofrece a la curiosidad insaciable una autopsia estricta y, al fondo, en los últimos barracones algunos fakires deseosos de provocar asco con la sangre que mana a borbotones por heridas que acaban de abrir en distintas partes de su cuerpo. Aunque también tenemos extrañas reliquias, como esa inmensa bandera americana (Lona suspendida de la fachada de un edificio, 2002) que Santiago Sierra colocó en la fachada del Museo La Tertulia de Cali (Colombia) y que tras ser quemada por vándalos fue reubicada, como si entrara en la dialéctica smithsoniana de site-non site, en el P.S.1 de Queens. El hundimiento del 11 de septiembre supuso, como sabemos, la erección patriotica más exagerada que pudiera imaginarse (un proceso catártico que mezcla la histeria y la euforia) ; la moda post-terrorista obligaba a utilizar los complementos de la gorra de los bomberos de Nueva York y, por supuesto, portar una bandera americana que debía ser agitada con todo el entusiasmo posible. Como dijo Canetti, las banderas están compuestas de viento, son como jirones recortados de las nubes: los pueblos o, para ser más preciso, los políticos quieren señalar ese “aire” como posesión suya. Por todas partes aparecen, con gesto emocionado, invocando a la divinidad y a la “sagrada” patria, los malditos oportunistas, los charlatanes, los que incitan a otros a montarse en el barco de la guerra . Es fácil embriagarse con mentiras como también parece cómodo entregarse a quimeras filosóficas, como aquella idea más sublime con la que cierra Ulrich Beck su discurso sobre el terrorismo: “Permítanme, pues, acabar con una cita de Immanuel Kant: “Pensarse como miembro conciliable con una comunidad cosmopolita según el derecho de ciudadanía es la idea más sublime que el hombre pueda tener de su determinación, una idea en la que no puede pensarse sin entusiasmo”” . Nada en este presente en llamas nos lleva al entusiasmo; mientras los cadáveres desaparecen (volatilizados en la demolición imperial, fuera de foco en el lugar oscuro del otro) el terco discurso de la patria se abrillanta, precisamente para ocultar que es una trampa mortal .
Hay algo de infantilismo en la violencia exorbitada, como solamente tuviéramos certezas en el mato luego existo. Desde pequeños jugamos a la guerra. ““¡Pum, estás muerto!, solíamos decir. “Te pillé”, decíamos. Siempre jugábamos a la guerra. Muchos juntos, de dos en dos o en fantasías solitarias. Siempre a la guerra, siempre a la muerte. “No juguéis así”, decían nuestros padres, “podéis acabar igual”. Vaya amenaza; ¡si no hay nada que deseáramos más! No necesitábamos juguetes de guerra. Cualquier palo se convertía en arma en nuestras manos, cualquier piña, en bomba. No recuerdo haber orinado una sola vez en mi infancia, ya fuera al aire libre o en el retrete, sin haber elegido y bombardeado un objetivo. A los cinco años ya era un bombardero experimentado. “Si todos jugáis a la guerra”, solía decir mi madre, “habrá guerra”. Y estaba en lo cierto: la hubo” . Cagarse en todo es un recurso fundamental, una actitud típica de nihilistas , un desahogo más verbal que fisiológico que revela que, entre otras cocas, estamos en guerra contra el aburrimiento mortal . Cuando la amenaza de la bomba atómica está siendo sustituida por el temor a la bomba informática de la que ya tenemos anticipaciones en las escaramuzas de los hacker como aquel mozalbete filipino que devastó la redes con el virus que, sarcásticamente, llamó “I love you”. Aquel paso que Hal Foster apuntara de la estética de la transgresión revolucionaria a las prácticas de resistencia cultural ha sido desbordado por la proliferación contemporánea de la gamberrada autocomplaciente, “reubicada” en el contexto de la institución artística. La incitación al sabotaje o en la confianza en las tácticas de guerrilla aumenta cuando la política parece ya un horizonte inalcanzable. Conviene copiar la primera de las ideas poético-terroristas que propone Hakim Bey, consciente de que son propuestas que languidecen tristemente en el reino del denominado “arte conceptual”: “Entra en un área de servicio informatizado de atención al cliente de Citybank o Banesto en una hora punta, cágate en el suelo y vete” . La acción directa de filiación anarquista compone una lamentable y simplona “utopía pirata”, ofreciendo a la Ley y a la Economía esa mierda que, desde el principio, administra. La nueva poética del vandalismo encuentra, sin problemas, seguidores, desde el hacker, revistido de heroísmo contracultural (cuando su diseminación víral-comunicativa, en bastantes ocasiones, no supone más que una aceleración de las bromitas pesadas), al slaker que sublima “estéticamente” la juerga y la dota de “interés” a la resaca .
Mientras una artista como Laurie Parsons está fascinada, en la serie Snuff (1988), por las escombreras y el desorden (material, pero, sobre todo, mental) otros como Christoph Draeger (Black September, 2002) vuelven al escenario del secuestro criminal para mostrar que la globalización de la imagen y la del terrorismo no son coetáneas por casualidad . Respiramos, permanentemente, un atmósfera de enorme violencia y, por ello, nos resulta fácil entender las imágenes del video Glutinosity (2001) de Aernout Mik con manifestantes en conflicto con la policía o las impactantes fotografías de Shirin Neshat de mujeres del Islam con el rostro tatuado por la escritura y un arma que hiela la sangre tanto como mirada hierática (Rebellious Silence, 1994) o el desconcertante performance de Piotr Uklanski en el que un doble de cine se prende fuego (The Full Burn, 1998) durante la inauguración de Manifesta 2 en Luxemburgo. Con todo, la voluntad autoflagelante del arte contemporáneo no es capaz de sedimenta apenas nada del sadismo creciente en nuestra era del terror. Cuando recordamos las purgas y torturas del Ejercito Rojo japonés en invierno de 1971 no podemos dejar de preguntarnos de donde surgía esa tendencia sádica horrenda que iba, no cabe duda, más allá de la simple brutalización que impone la guerra: “Era una manifestación del ansia de matar, de causar dolor, de ver el sufrimiento de la gente y de presenciar su lenta muerte” . Sin duda el deliro llevó, en pleno desastre alemán, cuando los bombardeos reducían todo a escombros ciudades como Hamburgo, a Goebbels a exclamar: “el terror de las bombas no perdona las casas de los ricos ni las de los pobres, las últimas barreras entre clases desaparecerán”. Para el Imperio del pánico la solución final es siempre la destrucción. No pensemos que estamos libres de esa creencia de que cuanto peor mejor, el imaginario de la violencia y la pulsión del terror nos habita todos. El terrorismo, un eficaz desestructurante social , ha generado la vendetta interminable, vemos como se tortura al enemigo (los talibanes presos en Guantánamo) y se le exhibe en un espectáculo inmenso de humillación, acaso porque la venganza necesita de imágenes de esa índole o, por otro lado, como un militar americano es asesinado, después de haber sido capturado, ante las cámaras; pero, lo más preocupante, es que esa violencia en progresión revela la falta de justicia
y la ausencia de la política . Parece que eso no nos importara nada porque, de momento, estamos, como manda el Imperio, haciendo zapping del Mal, incorporando muecas y tics, somatizaciones de la vulnerabilidad característica de nuestra sociedad. Tenemos claro que los atentados están obligados a ser cada vez más brutales y sobre todo indiscriminados: Ya no hay inocentes . Algunos, coherentes con la lógica de la amenaza, lo malo es que nada tiene hoy poder disuasorio.
Más allá de aquel escalofrío esteticista que recorría al combatiente, la alegría salvaje y delirante del héroe, narrada por Jünger en Tempestades de acero, aparece la inmensa vergüenza . Como también hay una inmensa desvergüenza en la imagen beatificada del terrorista como un san Francisco con bomba, alguien que se preocupa, a fondo, por las cosas. Aquellos que iban a luchar con los medios de Guillermo Tell hoy emplean, como el arma más devastadora, los media. El imperio contemporáneo que tiene, como su reflejo, el llamado terrorismo internacional , consolidó su maniqueísmo a partir del 11 de septiembre, tal y como puede advertirse en la opinión pública mundial que, con trazo grueso, cataloga y discrimina las formas de la violencia . Es curioso comprobar que mientras los medios de comunicación de masas recurren al ardid retórico del “presunto terrorista”, los autores de los atentados descomunales se muestran orgullosos de su condición . La cuestión es que el propio término da miedo, hablar del terrorismo es, en alguna medida, ponerse en peligro y, por ello, son siempre socorridos los circunloquios, el silencio o la complicidad . Una y otra vez retorna la idea obsesiva de que estamos atrapados en un círculo vicioso de la violencia sin que aparezca ritual alguno que pudiera librarnos de esa fatalidad. La sociedad, en la que todavía tiene alguna energía lo sacrificial, intenta, por todos los medios, desviar hacia una víctima relativamente indiferente (susceptible de formar parte del sacrificio), una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros o despertar el ansia de venganza interminable , sin embargo, en nuestra época advertimos un aumento del odio que va más allá de la violencia atávica. En la época del terrorismo privatizado (esa extraña guerra sin guerra) tras el mega-acontecimiento traumatizante (la Gran Demolición) falta, obviamente, el chivo expiatorio. Tampoco existen los cadáveres, volatilizados, transformados en nada o, peor, respirados, como venenos raros, por los supervivientes . Hemos visto una crueldad hiperbólica y todavía deambulamos atemorizados, al borde del delirio como todos aquellos que han sufrido algo extremo , sin saber lo que (nos) pasa.
Tal vez tenga razón Sloterdijk cuando sugiere que el siglo XX comienza con las técnicas bélicas de gaseamiento que intentan acabar con el medio ambiente de los otros. Los acontecimientos contemporáneos son, ciertamente, demoledores: la caída del muro del Berlín el 9 de noviembre de 1989, tranformada en una fiesta nocturna y el hundimiento de las Torres Gemelas que aplastó a millones de sujetos frente a sus televisores. No hace falta rememorar las provocaciones punk para aceptar que no hay futuro . Es evidente que el Estado-pharmakon (autoprotector y autodestructor) no encuentra salidas y solamente alardea de su monopolio de la violencia. Hemos llegado al crepúsculo terrorista de la humanidad . Nuestro horizonte es el de lo peor, de esa fatalidad que no estamos preparados para comprender y, por supuesto, no tenemos la capacidad hegelina para pedir paciencia . No parece tan claro como los ideólogos imperiales dicen que toda está desolación y sufrimiento terminen pronto. “Entre los dos supuestos líderes guerreros, entre las dos metonimias “Ben Laden” y “Bush”, la guerra de imágenes y de discursos va a un ritmo cada vez más rápido en todas las ondas, disimulando y extraviando cada vez con mayor rapidez la verdad que revela, imprimiendo siempre mayor aceleración al movimiento que sustituye la revelación por la disimulación, y recíprocamente. Por consiguiente, lo peor y lo mejor. Lo peor, según parece, es también lo mejor. Esto es lo terrible, aterrador, aterrorizante; éste es, sobre la tierra, y más allá de todos los territorios, el último recurso de todos los terrorismos” . La incertidumbre adquiere una dimensiones terribles, incluso podemos pensar que está “organizada” . No deja de inquietarme la declaración de una mujer de un preso de ETA, que le pondera como el ser más generoso del mundo: “Cuando pienso en mi marido, no pienso en lo que ha hecho, porque yo sé por qué lo ha hecho. Además son personas de lo más altruistas, de lo más generosas y cariñosas, las más queridas en la familia y por la gente que les conoce. Mi compañero es el ojito derecho de su madre. Además, los que le conocen saben cómo es, lo generoso que es, lo maravilloso que es con todo el mundo; y no piensas en que haya podido hacer lo que ha hecho porque sí. Sabes que hay una motivación muy fuerte para que haya llegado a hacer eso” . No pienso en lo que ha hecho. Aquí todo queda en suspenso aunque podría encenderse la rabia, esa misma que hace que uno, vociferando, mande todo a tomar por culo. Pero, como señaló Heráclito, más que el incendio lo que hay que apagar es la violencia. “Mi sueño –dice el músico Txetxo Bengoetxea frustrado por la violencia que no cesa- es que se despejen las nubes de una puta vez: porque estamos cubiertos eternamente de una nube gris que no deja pasar la luz y que hace que todo lo veamos en blanco y negro” .

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